Letras

Hearst. Un magnate de la prensa

David Nasaw

2 febrero, 2006 01:00

William Randoph Hearst, por Gusi Bejer

Traducción de Ramón González Férriz. Tusquets, 2005. 791 páginas, 19’50 euros

William Randoph Hearst fue sin duda una de las personalidades más interesantes y enigmáticas del siglo XX. Su imperio económico, heredado de su padre pero aumentado en una vorágine inversora suicida, se diversificó entre periódicos, revistas, una agencia de noticias, radios, una productora de cine, negocios inmobiliarios y el coleccionismo de arte.

La caricatura que de él hizo Orson Welles en Ciudadano Kane divulgó una versión pobre e injusta de la vida y del verdadero perfil de Hearst. David Nasaw ha escrito la biografía definitiva del hombre que inventó el periodismo en un libro que va más allá. En realidad la vida de Hearst es utilizada como eje a partir del cual analizar las relaciones entre la cultura y la política del siglo XX.

Ya en los años treinta, con un anciano Hearst todavía influyente, cuando recibió la mayor andanada de críticas y los más dañinos boicots por su línea editorial anticomunista, aparecieron tres biografías de "el Jefe", como se le conocía, principalmente destinadas a hundir su imagen. En los años cincuenta y sesenta siguieron apareciendo biografías, pero ninguno de sus autores pudo consultar entonces los vastos archivos que luego han salido a la luz. Nasaw tuvo la posibilidad de partir de cero, y basar su estudio en los cientos de miles de cartas, telegramas, apuntes, transcripciones de mensajes telefónicos, artículos y editoriales que Hearst escribió o que trataron sobre él. Esta investigación titánica difícilmente podía originar un libro ligero, menos aún cuando Nasaw reconoció que descubría un Hearst "infinitamente más fascinante que el que había esperado encontrar".

Nasaw, sin embargo, hace un esfuerzo expositivo, regala al lector un infinito aparato de citas y documentos, para dejar que hablen los testigos de los hechos, las personas protagonistas, muchas de las cuales, como Marion Davies, su amante durante décadas, escribieron o dictaron sus propias memorias o autobiografías. Aporta fragmentos de artículos de Hearst y sus detractores. Pasa del estilo indirecto al directo continuamente y no deja que su fascinación por el magnate traspase la objetividad de su narración.

El gran público conoce una versión poco rigurosa de la vida de W.R., como le llamaban los amigos. La verdad es que no puede ser puesto como ejemplo del hombre que se ha hecho a sí mismo, ni tampoco de la realización del sueño americano. Hearst no salió de la nada. La vida verdaderamente admirable fue la de su padre, George Hearst, un granjero de Missouri, de ascendencia escocesa e irlandesa, que a mediados del XIX salió ileso de la fiebre del oro y empezó a crear un imperio en San Francisco. Experto en reconocer terrenos para su explotación minera, supo hacer negocios inmobiliarios y se hizo millonario. Compró periódicos locales y llegó a senador, sobreviviendo también a crisis empresariales a causa de sus equilibrios en la cuerda floja. W.R. fue su único hijo, y criarse en la opulencia, mimado de su madre Phoebe, sintiendo el vacío de un padre siempre ausente, determinó un rasgo de la personalidad del futuro magnate sin duda negativo. Nasaw analiza ciertas anécdotas de la infancia de Hearst, las travesuras de aquel niño cuyo "rasgo dominante era una imaginación incontenible", según su madre. La más gorda fue prender fuego a su habitación, y todas hablan "de un niño pequeño tratando de llamar la atención desesperadamente". De anciano, Hearst intentó mitificar su poco idílica infancia en sus columnas, pero Nasaw sentencia que probablemente temía ser un "mariquita" porque le resultaba difícil estar a la altura de la imagen de un padre millonario y minero que mascaba tabaco. Es en su infancia donde aparece la obsesión coleccionista de William, en un viaje a Europa con su madre. En una época en que saltaba de una escuela a otra, de un piso de alquiler a otro, el niño decidía rodearse de objetos que nadie podía tocar como "un antídoto contra los continuos trastornos de la vida cotidiana". Setenta años después, la colección de arte y antigöedades que fue subastándose en lotes poco a poco para sanear las cuentas de las empresas de Hearst, podían haberse catalogado en 250 volúmenes. La mastodóntica red de negocios e inversiones inmobiliarias que fue levantando durante décadas, se vino abajo por culpa de una compulsión que no pudo contener jamás en su vida: comprar sin freno, desoír los consejos de sus contables, confiado en que los bancos siempre podrían fiar dinero a alguien con sus activos.

En 1877 George Hearst invirtió en unos terrenos en Dakota y constituyó la Homestake Mining Company. Este negocio haría a los Hearst inmensamente ricos. Después invertiría en las minas de Anaconda: George Hearst fue catapultado a los primeros puestos de la lista de los increíblemente ricos. Hubieran podido vivir como reyes. Pero no lo hicieron. El padre de W. R. "sentía un desdén casi visceral por los gustos de la clase alta". W. R., que ya había nacido entre algodones, vestía y tenía los modales de un joven caballero, pero como su padre, se movía por los márgenes de la sociedad de San Francisco. Sus años de formación universitaria fueron zozobrantes, y aunque consiguió moderar su afición a la holgazanería y a las fiestas, no llegó a acabar sus estudios en Harvard.

Esa automarginación de la alta sociedad le costaría a la larga ser víctima del desprecio de los poderosos cuando quiso consolidar sus ambiciones políticas. Partidario del partido Demócrata desde joven, William Hearst aspiró a la alcaldía de Nueva York y hasta a candidato a presidente. No se pueden leer sino con amargura las prolijas páginas que relatan con detalle los vaivenes políticos de Hearst, duramente maltratado por una sociedad clasista que no consentiría tanta ambición en el hijo de un minero. Con una fortaleza admirable Hearst, que ya había consolidado su poder como empresario editor, volvió a estrellarse en su carrera política varias veces. Años después, cuando ya no tenía ambiciones de cargo alguno, se había convertido en una figura tan fundamental de la vida nacional que Roosevelt le invitó a la Casa Blanca para conocer las impresiones de Hearst tras su encuentro con Hitler. Con su multitud de rotativos hacía tiempo que podía dirigir el país, apoyando la carrera de un político u otro. Había dado el salto a Nueva York, competido duramente con Pulitzer y extendido su imperio hasta poseer 26 periódicos. Cambió el rostro del periodismo estadounidense. Estableció una agenda progresista en sus primero años, y declaró siempre sus opiniones políticas, abiertamente partidista. El periodismo del futuro escarmentó en su cabeza: la línea del New York Times de la defensa de la objetividad se llevaría a la larga el gato al agua. Hubo quien escribió una vez que Hearst fue el último periodista estadounidense que dominó su medio, y que sus sucesores sólo fueron "mecanismos bien engrasados". Pero la debacle de su imperio fue efecto directo de esa política editorial.

Churchill, que estuvo una semana en el castillo de San Simeon con Hearst, captó el flujo de opinión que vendía la imagen del magnate como un diablo. Sin embargo fue un periodista bastante íntegro, y un buen jefe, capaz de sostener siempre la caballerosidad y la elegancia en el trato con los demás. Respetó siempre la vida privada de sus competidores y enemigos, a diferencia de sus detractores, que no dudaron en desprestigiarlo recurriendo a airear su relación extramarital con la actriz Marion Davies, quien, por cierto tenía talento, no como la patética Susan Alexander que Orson Welles puso a cantar ópera en Ciudadano Kane. No fue siempre coherente, quiso intervenir demasiado en el destino de su país, pero inyectó en la profesión periodística un frenesí revolucionario. Mussolini, Hitler, Ambrose Bierce, Bernard Shaw, Edith Warton escribieron para él. No murió solo. Tuvo cinco hijos y muchos nietos. Y los restos de su imperio siguen hoy en pie, con perfecta salud.


El origen del "amarillismo"
El papel de la prensa, especialmente la norteamericana, fue primordial en la Guerra de Cuba. El conflicto político fue también una lucha de rotativos -españoles y estadounidenses- y, paradójicamente, entre dos periódicos neoyorquinos: el New York World de Joseph Pulitzer y el New York Journal de Hearst. Fue éste último quien llamó a la guerra de Cuba la guerra del New York Journal, y también quien convenció al resto del país de que, sin el lidedazgo de la prensa de Hearst, la guerra no se habría producido.

Una de las técnicas empleadas por Hearst en su personal guerra contra Pulitzer era la de comprar periodistas del World. Entre ellos figuraba Richard Fenton Outcault, dibujante que publicaba semanalmente la tira cómica del Yellow Kid, cuyo protagonista, el "chico amarillo", se hizo famoso por sus mensajes mordaces escritos sobre su camisón. De su original impresión en blanco y negro rápidamente se pasó al color, adquiriendo el amarillo de su bata un inusual protagonismo. William Randolph Hearst consiguió fichar al Yellow Kid en su periódico pero Pulitzer le demandó por robarle a su "chico" estrella.

La lucha entre ambos por el Yellow Kid les valió a sus rotativos el calificativo de "amarillos" (Yellow) que, con el paso del tiempo, se ha utilizado para referirse a la prensa sensacionalista. Las presiones y los intereses en juego por este dibujo de cómic -considerado por muchos seguidores como el padre de la historieta americana- fueron considerables y el caso se hizo muy popular. Finalmente el juez falló que el Yellow Kid se publicaría en ambos periódicos, de tal forma que la tira del Journal la firmaba Outcault y la del World George B. Lucks.