Letras

En el nombre del cerdo

por Pablo Tusset

27 julio, 2006 02:00

Pablo Tusset

El esperado regreso de Tusset (Barcelona, 1965) a la novela, tras cinco años de silencio, y 360.000 ejemplares vendidos de su libro anterior, Lo mejor que puede pasarle a un cruasán, es una novela negra cuajada de humor, guiños y mala intención. Todo comienza cuando el comisario Pujol, en vísperas de su jubilación, debe enfrentarse a un misterioso caso, el de una mujer descuartizada y despiezada, con un enigmático mensaje en la boca: "en el nombre del cerdo". Así comienza...

Ni el comisario principal Pujol ni el agente Varela han desayunado nada sólido en espera de lo que puedan encontrarse durante la mañana. Una hora después de ponerse en camino, el comisario nota el vacío en el estómago. Además el Peugeot 205 granate de la Brigada le viene pequeño, y rueda por la autopista más deprisa de lo que le parece prudente; no puede relajarse en el asiento.
-Varela, que no vamos a apagar fuego.
-¿Perdón?
-Que afloje un poco, haga el favor.
Varela libera el acelerador, un poco dolido por la llamada de atención; le ha sonado agria, en parte por efecto de la afonía del comisario. El comisario por su parte hubiera preferido que lo acompañara esta mañana alguien más veterano, o por lo menos alguien que no le tuviera miedo. Manipula la radio hasta conseguir que suene algo: Qué horas son en Mozambíi-que / Qué horas son en el Japón… También le molesta al comisario que el habitáculo huela a tabaco rancio; incluso ha tenido que agacharse a retirar una colilla que alguien ha pisoteado sobre la moqueta, seguramente un inspector demasiado acomodado en su asiento como para usar el cenicero. Ha tomado nota de la incidencia en su libreta. Doce de la mañana en La Habana, Cuba… A la vuelta habrá que hablar con alguien del parque móvil; o quizá con el servicio de limpieza, todo el mundo se pasa la pelota en ese tipo de cosas. Me gustan los aviones, me gustas tú / Me gusta viajar, me gustas tú…
-Varela, ¿sabe usted qué música es ésa?
Varela pierde la concentración sincronizada entre la música y la carretera y disminuye aún más la marcha:
-¿Perdón?
-La música que suena. -El comisario señala la radio.
-Ah… Manu Chao.
-Bueno, tampoco hace falta que vayamos a paso de carro… Y eso qué es:¿un estilo nuevo?
-¿El qué…?
-El manuchao.
-No…, un cantante.
-¿Sabe usted cómo se escribe? El nombre…
-Pues… no sabría decirle… Supongo que tal como suena.
El comisario vuelve a sacar su libreta de bajo el pulóver y apunta "Manuchao", tal como le suena. Me gusta marihuana, me gustas tú / Me usta colombia-na, me gustas tú
-Ya pueden ir haciendo campañitas los del Ministerio…
-¿Perdón?
-Nada… ¿Qué coche es ése?
El comisario se refiere al vehículo que los adelanta a gran velocidad por el carril izquierdo.
-¿ése?, un Audi, el A3…
-Pues si nosotros vamos a 120 ése debe de ir a 180… No me extraña que se maten.
-Casi nadie va a 120 por la autopista… -se atreve a decir Varela.
-Yo sí…, y mientras esté de servicio usted también. -Pausa-. ¿Son muy caros?
-¿El qué…?
-¿De qué estamos hablando, Varela?… De los Audi: si son muy caros esos Audi pequeños…
-Pues… no sabría decirle.
Vista la pobre conversación que ofrece Varela, el comisario se concentra en el paisaje; de todas maneras le conviene administrar la poca voz de la que dispone esta mañana. Han dejado muy atrás el corazón de la ciudad, y también los municipios periféricos y el amplio cinturón industrial. El gris ya no predomina ni siquiera en el cielo, que va ganando azules a medida que se instala el día. Tras los primeros bosques del noroeste aparecen las tierras de cultivo, las granjas, las casas aisladas, de adobe y teja las primeras, y al poco de piedra y pizarra, a medida que la autovía asciende y se retuerce en curvas más rotundas. El comisario baja un poco la ventanilla para respirar el aire exterior, muy distinto de la atmósfera de noche urbana que traen aprisionada en el Peugeot. Parte del camino que están haciendo este domingo de primavera coincide con el suyo habitual de casi todos los sábados por la mañana, acompañado de su mujer y conduciendo su propio coche, un Peugeot de los grandes, perfumado con lavanda. Pero llegados a la altura de la autopista en la que de ordinario toma la nacional hacia la costa, este domingo el viaje sigue al norte durante un buen trecho. Y el comisario se siente a gusto a la vista de los primeros pastos, siempre se ha considerado un montañés exiliado en una ciudad demasiado grande para él. Después toman una carretera que se adentra más profundamente en las comarcas interiores del oeste, subiendo hasta llegar a un alto y amplio valle que delimita las comunidades autónomas. Y por último, en el último tramo del viaje, se internan por una carreterilla sinuosa como una culebra y trepan entre la espesura de los bosques.
-¿Seguro que era por aquí? -pregunta el comisario.
-Bueno, hemos seguido los indicadores de carretera…
-No se fíe. Si los inspectores de Homicidios apagan colillas dentro de un coche de la Brigada imagínese lo que puede hacer un auxiliar de tráfico con los carteles.
Sin embargo, el desesperante zigzag de la carretera parece haberlos conducido al lugar previsto: San Juan del Horlá, anuncia un pequeño indicador tachonado de pintadas. Junto a él espera un Citroën de la policía local parado en el arcén. Los agentes uniformados, hombre y mujer, están fuera del vehículo, mirando hacia la dirección en la que llega el pequeño Peugeot granate. Han dejado encendidas las luces de la sirena.
-Qué manera más tonta de gastar batería -dice el comisario.
-¿Perdón?
-La sirena… ¿Creían que no íbamos a verlos?
El comisario se libera del cinturón de seguridad y, con dificultad, sacando el brazo para agarrarse al techo del coche, sale a la umbría sin ponerse la americana. El pulóver gris perla sin mangas tiene que ser suficiente para un montañés, aunque sea un montañés exiliado en la ciudad. Contempla el risco alto que destaca del macizo montañoso, una testa cuadrada de piedra gris adelantada entre dos hombros más bajos. Es el Monte Horlá: el comisario lo ha visto antes en fotos. Estira un poco las piernas y enseguida se adelanta a los titubeos de los agentes de uniforme, que esperan a un mandamás de la capital pero aún no saben que el sesentón pulquérrimo que sale de un Peugeot diminuto es precisamente el mandamás que esperan.

Al comisario se le da mal sonreír para expresar cortesía, así que no trata de hacerlo:
-Buenos días. Comisario principal Pujol, de la Central. -Se señala la garganta tratando de indicar que su voz no es así habitualmente. Los agentes saludan; el comisario contesta con un gesto parecido-. ¿Podremos tomar un café en el lugar donde nos esperan?, me gustaría beber algo caliente. Para la voz…
El agente local contesta que sí, que el lugar queda a poco más de dos kilómetros de donde se encuentran y que allí hay máquinas de café. El comisario indica que los seguirán en el Peugeot, y esta vez sí puede sonreír puesto que no lo mueve a ello la cortesía sino la satisfacción anticipada por el café caliente. Aprovecha la circunstancia para dirigirle una mirada a los ojos a la agente femenina. El comisario sabe, y lo tiene comprobado ante el espejo, que la sonrisa es su único rasgo físico capaz de redimirlo por la fealdad de la mirada. Suben a los coches. El día es claro, pero restos de neblina difunden un resol amarillento sobre la carretera rural por la que avanzan, apenas pasado el indicador. Dejan atrás una fábrica abandonada, un molino de agua derruido, un puente de piedra sobre el riachuelo; al poco se adentran en lo profundo del bosque bajo un túnel vegetal permeable al sol. El comisario entrevé el blanco y rojo de un edificio industrial que parece anidar en la espesura como una aeronave en reposo. Se distingue entre los árboles la torreta cuadrangular en cuyo tramo final han pintado un logotipo, Uni-Pork, también en rojo vivo sobre blanco.

Llegados al final de lo que apenas es ya un camino mal asfaltado, giran a la izquierda y se encuentran dos portones abiertos. Los custodia un vigilante en su garita, al mando de una barrera que se alza sin más trámites al paso de los coches. El aparcamiento del recinto es amplio, tanto que parece vacío, pero alberga dos grandes camiones frigoríficos y varias furgonetas, todos pintados con los colores corporativos y el distintivo comercial de la empresa. La concentración de vehículos es más intensa en las cercanías de la zona de recepción y oficinas: otro Citroën y dos motocicletas de la policía local, varios turismos corrientes, un deportivo, dos berlinas oscuras y relucientes, y una ambulancia todo terreno con las luces de la sirena encendidas.

El comisario carraspea mientras aparcan al lado del Citroën y Varela anticipa que va a abundar en el despilfarro de las sirenas encendidas.
-Varela, ¿cuántos cadáveres ha visto usted?
-¿Perdón?
-Cadáveres, gente muerta, fiambres; cuántos ha visto.
-No sé…, muchos.
-¿Algo espectacular?
-Bueno…, lo normal: apuñalamientos, gente con la cabeza reventada a pedradas…
-Bien, mientras yo no le indique otra cosa sígame como una sombra allá donde yo vaya.Y esté preparado para apuntar todo lo que le pida que apunte. ¿Entendido?
-Entendido.
Esta vez el comisario sí recupera su americana del asiento trasero. Se la pone y el azul marino de su tela se alía al de la corbata de diminutos lunares blancos. No tiene frío, pero seguramente tendrá que tratar con algún político. Y con la jueza, que estará molesta por no haber sido la última en llegar. Confía al menos en que se haya quedado a esperarle algún forense de la Provincial. De momento piensa que ha llegado el momento de empezar a prestar atención a los detalles: al azar, tal como se presenten. Se detiene ante el deportivo aparcado. Es un Porsche 911 convertible; negro, con la capota de tela color hueso y las llantas doradas. Parece un modelo antiguo, quizá de los años sesenta, la matrícula ni siquiera tiene letras. Todo el séquito del comisario,Varela y los dos policías locales, aguardan mirándose los zapatos a que el comisario termine de curiosear mirando a través de la ventanilla, un poco inclinado, con las manos a la espalda. En el asiento del acompañante hay un libro encuadernado en negro. Alcanza a leerse el título pero no el autor: Los Cantos de Maldoror. Al comisario no le suena.

Enseguida entran en la recepción atravesando puertas automáticas de cristal. Tras el mostrador, la empleada con cara de susto y un accesorio para hablar por teléfono encajado en la cabeza. Lleva uno de esos pinchos plateados que están de moda, clavado en una ceja. Las labores de control de paso han sido cedidas a otros dos agentes locales que saludan al paso del comisario. Reciben otro de sus gestos vagos a modo de respuesta. Toda la recepción tiene algo de lujoso al estilo de los noventa: abeto aclarado con anilinas, acero mate, lámparas halógenas y grandes sillones de rojo vivo, como coágulos de sangre manchando el parquet. Los dos ordenadores del mostrador son de la marca Apple, el comisario ha visto antes ese modelo, parecido a un enorme huevo translúcido, también rojo. No suelen usarse en una recepción… Aventura para sí mismo que el gerente de la empresa no habrá cumplido los cuarenta, que sin duda es el heredero del viejo matadero previo a la actual nave, que habrá pasado la primera juventud estudiando en la capital, y que el Porsche de la entrada es su coche. Se plantea como un pequeño reto el averiguarlo y eso le mueve a sonreír por segunda vez en lo que va de mañana: hace exactamente doce años que no juega a las adivinanzas. Quiere aprovechar el momento, quizá no volverá a tener otra oportunidad antes de jubilarse.

Salen del ascensor en la segunda planta. El agente local que los guía se adelanta, llama a una puerta doble y anuncia la visita. Dentro se oye ruido de sillas. Cuando el comisario y Varela entran en la sala, un hombre de unos cuarenta años, jersey de cuello cisne, finas y largas patillas, pendiente brillante en la oreja izquierda, se encuentra ya tendiéndoles la mano. Se presenta:
-Berganza, de Homicidios Provincial. -Después va señalando a otros presentes-: Prades, forense; Gálvez, mi ayudante.
-Buenos días -el comisario hace un gesto de saludo genérico; le parece superfluo presentarse, así que se limita a presentar a Varela, que dice "hola"-.Bueno, veo que estamos en familia. ¿Les he interrumpido con el testigo?
El comisario se refiere a un individuo al que no le han presentado y que permanece sentado ante la larga mesa. Cabello teñido de azul, tremenda cicatriz cruzándole la cara por encima de un párpado.
-No, ya habíamos terminado. El señor es uno de los empleados que ha encontrado el cuerpo al entrar de turno… ¿Si necesita usted hacerle alguna pregunta…?
Al comisario le irrita un poco que Berganza hable acariciándose el lóbulo de la oreja, la misma en la que le brilla el pendiente. Prades, el forense, viste americana y camisa.Y gafas de pasta negra.
-No… Por el momento no tengo preguntas.
-También están los dos guardias de turno y el resto de empleados que ha encontrado la primera patrulla. No son muchos: cinco en total.Y andan también por ahí la jueza, el propietario del matadero y el delegado del gobierno, que acaba de llegar ahora mismo. Han ido a la planta de abajo a tomar café. ¿Quiere que mande llamar a alguien?
-Después, primero prefiero que hablemos nosotros.
-¿Sabe usted si el propietario es el dueño del deportivo que hay ahí afuera?
-De eso y de media comarca -contesta Berganza-. El delegado del gobierno es primo suyo, y la mayor parte de los alcaldes de la zona también. Esto no es la capital, aquí todavía funcionan los abolengos…
-¿Es joven?
Berganza se deja quieto por fin el pendiente:
-Unos setenta años, pero nadie lo diría. Viste como si tuviera treinta y cinco y conduce como los de veinte, ha llegado haciendo chirriar las ruedas del Porsche. Es una especie de joya de anticuario, ¿se ha fijado en las llantas?, están chapadas en oro mate…
-¿En serio? -dice el comisario.
-Como se lo cuento. Eso sí, habla con mucho empaque, y me he enterado de que también escribe poesías en el periódico comarcal, que de todas maneras es de su propiedad… En fin, yo diría que se esfuerza mucho en no aparentar la edad que tiene, pero se le nota lo que sabe por viejo en cuanto abre la boca.
Al comisario le satisface la respuesta del inspector y se olvida por un momento de su pendiente. Se lleva una mano a la garganta mientras aparta una silla para sentarse, justo la que preside la mesa.
-Perdone, ¿me ha dicho usted "Berganza", verdad?
-Sí señor…, Berganza para toda la vida…
-Bien, Berganza: si fuera posible quisiera tomar algo caliente antes de seguir.Tengo la voz muy mal esta mañana.
El inspector despide al testigo de la cicatriz antes de buscar monedas en su bolsillo e indicar a su ayudante que vaya a por cafés para el comisario y Varela; Prades el forense alega que ya ha tomado litros de café. Cuando quedan solos los tres policías y el médico, se distribuyen ante la mesa de juntas. El comisario en la presidencia, Berganza a la izquierda y Prades a la derecha; Varela permanece en pie detrás del comisario. El primero en hablar es de nuevo Berganza, que se acuerda otra vez de su oreja engalanada y se aplica a magreársela:
-Ya supondrá que aún no tengo el informe, pero podré enviarle una copia mañana por la mañana.
-En realidad debería remitírsela a Rodero, de Homicidios Central; está fuera de la ciudad, he venido yo en su lugar, pero en principio esto es asunto suyo. De todas maneras le agradeceré que me haga llegar otra copia a mi despacho. Antes lo estaba pensando y hace exactamente doce años que no salgo de la Central, desde septiembre del 89.Tengo la sensación de que ya no sabría escribir el informe de un botellazo entre vecinos.
Berganza sonríe:
-Hay cosas que no se olvidan.
-Ya… Como ésta de hoy, supongo.
-Yo no había visto nunca nada parecido. Y, francamente, tengo ganas de terminar el día y tomarme unas cervezas. Más de tres, a ser posible. -Vuelve a sonreír pero ahora sin ninguna alegría.
-¿A qué hora la han encontrado?
-A las cuatro de la mañana, los de la sala de corte. Son los que manejan los cuchillos, para entendernos. Este del pelo azul y la cicatriz era el matarife. Cumplió seis meses por rebanarle la oreja a un tipo…; ahora degöella doscientos cerdos cada día, a muñeca, así que supongo que no necesita emociones fuertes. Ya le ha visto la cara, y tendría que verle también el maletín de trabajo: parece el del rey Arturo, hasta lleva un guantelete de cota de malla.
-¿Aún matan a los cerdos a degöello?
Berganza asiente:
-Me parece haber entendido que durante un tiempo los electrocutaban, pero quedaban agarrotados, así que ahora sólo los atontan para que no alboroten, los cuelgan boca abajo y les dan un tajo en la yugular. Mueren por desangramiento, pero de eso sabe más Prades…
El comisario vuelve la vista a la derecha, hacia el forense. Está con los codos sobre la mesa, hurgándose las uñas.
-¿Quiere que le explique todo lo que sé con seguridad? -pregunta al sentirse interpelado por la mirada. Su tono le parece al comisario tendente a la sorna.
-Se lo agradecería -dice.
-Muy bien. -Prades cruza las manos sobre la mesa y hace una pausa para tomar aire y construir mentalmente la frase-: hemos recopilado el cadáver casi íntegro de una mujer de unos sesenta y cinco años, de raza blanca y tipo pícnico.
Aquí se detiene y se queda mirando al comisario.
-¿Eso es todo?
-Todo lo que sabemos con seguridad.
-¿Y lo que todavía no sabemos con seguridad…?
-Una pregunta incómoda para un forense. Y me consta que ha tratado usted con unos cuantos.
-Los mejores pueden permitirse el lujo de arriesgar un poco -dice el comisario.
Prades sonríe de medio lado:
-No hay mucho que decir a partir de lo que hemos encontrado. En uno de los dedos de la mano hay un corte de hace varios días, ligeramente infectado; la sujeto cicatrizaba mal, yo diría que era diabética, es frecuente en una menopáusica con sobrepeso importante. No hay deformaciones artríticas ni ninguna otra señal obvia de patología laboral, al menos reconocible por inspección ocular; la musculatura es fuerte, pero no presenta hipertrofias destacables. Sí he encontrado varices, yo lo atribuiría a una predisposición innata favorecida por la obesidad y algún problema de circulación asociado. Por otro lado, sobre el tabique nasal y tras el pabellón auricular encontramos indicios de que llevaba gafas, pero no todo el tiempo, quizá sólo para ver la televisión, o coser, hay pequeños pinchazos en los dedos… Tampoco hay evidencias de que usara joyas, excepto un anillo en el anular izquierdo que debió de ponerse por primera vez cuando pesaba cuarenta kilos menos. No queda pelo ni vello en ningún lugar del cuerpo, así que nada por ahí… La piel está completamente alterada, pero he creído reconocer los límites del bronceado y juraría que no iba nunca a la playa, aunque sí pasaba bastante tiempo al aire libre, y la nitidez de los límites sugieren un guardarropa no demasiado variado, sin prendas escotadas. También se reconoce un antiguo conjunto de desgarros vaginales que debió de coserle un zapatero metido a obstetra; vacío mamario, estrías abdominales… Todo eso y otros indicios más débiles hacen pensar en una ama de casa rural y madre de dos o tres hijos que ahora andarán entre los treinta y los cuarenta años.
-No da el perfil de yonqui, ¿verdad? -dice Berganza mirando al comisario.
-Ni de espía rusa… -dice el comisario.
-Ni de invasor alienígena -cierra el forense.
-Bueno, qué más puede decirme… -pregunta el comisario dirigiéndose al forense.
-¿No he arriesgado ya bastante? -dice Prades.
El comisario finge decepción torciendo el bigote:
-Los he conocido más audaces…
Prades sonríe, siempre de medio lado:
-Pero no más certeros… Muy bien, le daré cuatro detalles que le parecerán interesantes. Primero: dadas las circunstancias he tenido acceso al estómago sin necesidad de autopsia y la sujeto no tomó sólidos durante al menos veinticuatro horas antes de la muerte. Segundo: quedan dos uñas sin desprender, en los pulgares de los pies, y presentan rastros de una mezcla aparente de barro, paja y excrementos de cerdo. Tercero: se aprecian moratones y marcas desiguales en nalgas y flancos que hacen pensar en que fue golpeada y azotada ante mortem. Y cuarto: hay marcas profundas que sugieren que fue colgada boca abajo por los tobillos, antes y después de morir.
-¿Puede precisarse su causa exacta?
-¿De la muerte? En este momento, no. Pero tiene todas las trazas de haber experimentado un desangramiento rápido, probablemente después de un degöello a cuchillo. Tómelo como una buena hipótesis de trabajo.
-¿A qué hora?
-¿Todavía no me he mojado lo suficiente? -Más sonrisa de medio lado-. Eso es imposible de precisar: la temperatura del cuerpo ha subido y bajado varias veces de modo forzado, y por supuesto tampoco se aprecia el rigor mortis habitual. Quizá hacia la medianoche, pero lo digo basándome en evidencias circunstanciales, y en eso el que debería arriesgar es Berganza.
El comisario cambia de nuevo a la izquierda la dirección de su mirada:
-¿Tenemos la ropa, o los efectos personales…, ese anillo que le iba pequeño…?
-Nada. Yo diría que la trajeron aquí desnuda, en un camión de ganado. -Berganza sigue hurgándose el pendiente.
-¿Huellas…? Supongo que habrán pasado ya los de la Científica…
-Sí; no han podido empolvar el matadero entero, pero al menos donde razonablemente pudiera esperarse que las hubiera no han encontrado nada. No es raro, las instalaciones se limpian y desinfectan a cada final de jornada. Tampoco hay pisadas, ni pelos, ni colillas, ni pelotillas de lana. Nada de nada.
-¿La víctima puede ser alguien de los alrededores?
-Eso es lo que pensamos. Lo del ayuno de veinticuatro horas sugiere que fue secuestrada hace uno o dos días. Si es del pueblo tienen que haberla echado ya de menos, aunque viviera sola… Veremos qué pasa durante la mañana.
-Bueno, esperemos que al menos la identificación sea fácil. -El comisario suspira-. Otra cosa: ¿dónde han encontrado el mensaje?
-Lo lleva entre los labios -sigue contestando Berganza-, escrito en un papel. Todavía está allí, no hemos retirado nada en espera de que llegara usted.
-Bueno, si les parece vamos a echarle un vistazo, podemos seguir hablando por el camino -dice el comisario.
-¿No quiere esperar al café? Se está usted quedando sin voz por momentos.
Justo en ese momento el ayudante de Berganza aparece con tres vasos de plástico.

* * *

Varela está un poco tenso, pero como no se le indica otra cosa sigue al comisario que a su vez sigue a Prades y Berganza hacia el ascensor.
Vuelven a atravesar la recepción en dirección de salida y caminan por el exterior de la nave hasta el extremo opuesto a las oficinas, donde el asfaltado gira hacia un barrizal cruzado por profundas roderas. El comisario piensa que aquello parece el ano del edificio y, sin embargo, es probablemente su verdadera boca. Lo confirma cuando, tras dos grandes portones abiertos, queda a la vista el muelle de carga y un camión de ganado aparcado ante él. Huele a pocilga.
-Primera Parada del Vía Crucis -dice Berganza.
La caja del camión parado junto al muelle está dividida en dos pisos enrejados. El comisario se acerca a los barrotes del inferior agachándose un poco. El hedor es intenso, sólo le echa un vistazo al suelo cubierto de paja sucia que limita la jaula de un metro de altura, compartimentada en varias secciones. Varela asoma también la nariz y la retira enseguida.
-¿Los restos de las uñas coinciden con la paja del camión? -pregunta el comisario.
-En apariencia sí -dice Prades-. Como ve la hay por todas partes en esta zona, pero en el suelo está muy rota y manchada de barro.Y en el cadáver he encontrado tanto briznas manchadas como limpias. En los barrotes de las jaulas han aparecido muchas huellas, pero naturalmente pueden ser las del conductor habitual que las abre y las cierra. Veremos.
-Si llegó viva en un camión, debería haber encontrado contusiones importantes… -dice el comisario-. No creo que una mujer de esa edad y constitución pueda mantener el equilibrio en la caja de un camión en marcha, y menos metida a cuatro patas en una jaula.
-Eso a menos que hubiera hecho el viaje apretada entre cuatro o cinco cerdos -dice Berganza-. Antes hemos hecho el recorrido dos veces, la primera con el propietario, nuestro amigo el poeta del Porsche, y la segunda con el matarife del pelo azul; y por cierto que tienen visiones muy distintas de cómo funciona el asunto… Según el matarife, los transportistas procuran agrupar el máximo de animales en el mismo compartimento, en parte para ahorrarse el trabajo de cambiar la paja del camión entero, pero también porque así las bestias se dan menos golpes contra los barrotes. Parece ser que si un cerdo llega muerto no se factura.
-De todas maneras puede que tras la autopsia aparezcan más señales -añade Prades-. Fracturas, traumatismos… En cualquier caso, ningún golpe fue mortal porque pasó por aquí viva, de eso estoy seguro. Lo que no sabemos es si pasó por los corrales de ahí detrás o si la hicieron entrar directo a la cadena del matadero.
-"Línea de sacrificio" según el propietario -dice Berganza-. Se nota que sabe de literatura…

Los tres de cabeza, siempre seguidos de Varela, avanzan unos metros.
-Segunda Parada -continúa Berganza-. ¿Ve la manguera?, los cerdos suben por esta rampa… Generalmente se resisten a avanzar… Nosotros aún no lo notamos, pero para un cerdo esto atufa a sangre; saben que los van a matar: chillan, se niegan a caminar… Según el matarife a algunos les dan espasmos nerviosos y se pueden morir de un ataque de estrés en mitad del pasillo. Los que siguen aguantando sobre sus patas avanzan por aquí… Lo normal es que el recepcionista ande entre ellos empujándolos a patadas, o dándoles con una vara…
-¿Las marcas en las nalgas? -pregunta el comisario, mirando al forense. El interpelado afirma con la cabeza.
-Bueno -continúa Berganza-, aquí les dan un primer manguerazo para lavarlos un poco. Agua fría, naturalmente, y sin champú acondicionador: un buen chorro a presión para quitarles el barro y a correr hasta la cámara de gas… Maldita sea: me parece que no voy a poder volver a comerme una chuleta de cerdo sin acordarme de esta pasarela. ¿Sabe usted que los cerdos son más inteligentes que los perros?
-Bueno, siempre puedes comer chuletas de perro -dice Prades antes de volverse hacia el comisario-: En realidad no creo que la ducha fría sea para lavarlos sino sobre todo para provocar la vasoconstricción periférica. Eso favorece el desangrado.
-Pues eso -dice Berganza-: aquí los vasoconstriñen a manguerazo limpio y después entran en la cámara de gas. "Cámara de insensibilización", según el propietario.
-¿Qué gas? -pregunta el comisario.
Responde el forense:
-Lo habitual es una mezcla de anhídrido carbónico al setenta por ciento y oxígeno al treinta. Parece que es mejor solución que la electronarcosis: más rápido, también facilita el desangrado, y además propicia menos fracturas y hemorragias capilares en los animales.
-¿Y cómo actúa en una persona la dosis de inhalación calculada para insensibilizar a un cerdo? -pregunta el comisario.
-A peso supongo que un humano saldría de ahí bastante más narcotizado que un puerco… Según el matarife, un cerdo blanco pesa unos ciento cincuenta kilos al llegar al matadero, y el cadáver que hemos… recopilado parece corresponder a una mujer obesa de alrededor de ciento diez, por tanto algo menos que un cerdo corriente. Pero no estamos muy seguros de si se usó la mezcla habitual de gas. Es posible variarla manualmente según el tamaño y la raza de los ejemplares, y de hecho nos hemos encontrado las espitas cerradas.
-Bien -Berganza retoma su papel de cicerone-, por esta cinta transportadora salen de la cámara -agarra un lazo de soga que cuelga de una guía-. Aquí suele haber un tipo que les liga las patas con esto…, las dos patas juntas. Entonces la cadena se mueve, la guía sube -va señalando para orientar la mirada del comisario-, y el bicho queda colgado boca abajo hacia donde el matarife lo espera para degollarlo. Para "esangrarlo" según el propietario.

-Es evidente que el cadáver fue colgado -dice Prades-, ya le he mencionado las marcas en los tobillos. La muerte se produjo en algún momento después de eso. Al parecer el matarife produce una incisión profunda en la papada del animal para alcanzar los grandes vaso sanguíneos poco antes de su llegada al corazón. Eso es compatible con lo que he encontrado, así que provisionalmente podemos suponer que así fue.
Berganza ha avanzado de nuevo unos pasos y anuncia el siguiente punto de interés:
-Aquí es donde se aposta el rey Arturo con su Excalibur. Fssst: les pega el tajo y ya entramos en lo que se llama "pasillo de esangrado", que es donde terminan de morirse los bichos; ¿ve?, van colgando y la guía los hace avanzar lentamente. Por todo el pasillo salen duchas de agua fría, como en un túnel de lavado, eso también ayuda a que se desangren más rápido,¿es así, Prades? Luego la sangre se recoge en unas canaletas y va a una caldera de cocción donde coagula…
-Espero encontrar sangre humana en los cien kilos de morcilla que tenemos en la caldera -dice Prades,caminando entre el comisario y Varela, que avanza siempre el último, en silencio-. A mí me basta con una muestra homogénea para el laboratorio, no sé qué va a decidir hacer la jueza con todo lo demás…
Berganza señala ahora una especie de bañera metálica con una tapa hermética:
-Esto de aquí es la cámara de escaldado.
-Según el gerente se somete al animal a un baño de agua a sesenta y cinco grados centígrados -Prades se ha detenido junto al comisario a dos pasos del artefacto; Varela se para también tras ellos-. Es una temperatura suficiente para ablandar el pelo y facilitar la depilación, pero no tanta como para que se desprendan las pezuñas. En el caso de un humano la mayor parte de las uñas saltan -se saca las manos de los bolsillos y hace gesto de uñas saltandole de los dedos-, supongo que si las buscáramos las encontraríamos en ese caldo de ahí dentro, pero no le aconsejo que se acerque, huele a diablos.
Varela no huele a nada nuevo, pero da un paso atrás. Berganza sigue siempre a la cabeza, avanzando hasta cada nueva parada:
-Aquí está el salón de belleza -algo hace que se acuerde otra vez de su pendiente y tenga que comprobar con la mano que sigue en su sitio-. Este cacharro se llama "flageladora en seco": no me pregunte cómo funciona porque no he querido saberlo. Después viene una chamuscadora con quemadores de gas propano, y a la salida, si el cliente tiene el pelo rebelde, se le termina de socarrar a mano con un soplete. Aquello de allá es la "flageladora de agua", que tampoco sé cómo funciona pero suena a máquina de soltar manguerazos a mala idea.
-No creo que nuestro cadáver haya pasado por el proceso completo -dice Prades, de nuevo detenido a la derecha del comisario-.Al parecer cada raza de cerdo requiere un proceso de depilado distinto, más o menos severo. En el cuerpo recopilado no hay rastro de pelo o dermis superficial, pero las capas más profundas de la piel han resistido bien, así que…
-Y ya sólo queda el destripe antes de entrar en la sala de corte -dice Berganza, que ya espera a los demás junto a unas puertas con ojos de buey que interrumpen el largo corredor por el que han llegado-. "Evisceración", según el propietario. Aquí vuelven a colgar a los bichos en esta especie de trapecios, pero esta vez con las patas separadas para que los operarios puedan trabajar mejor.
-Naturalmente lo primero que se retira son los intestinos -dice Prades, haciendo gesto de intestinos saliendo de su propia tripa-, es importante que no se rompan para no contaminar la carne. Después se extrae el estómago y lo último el aparato urinario y genital -no se señala nada pero hace gesto de rebañar un yogur con la cucharilla-. Los despojos se analizan para asegurarse de que el cerdo está sano, y del resto del mondongo se separa lo comestible de lo no comestible: una parte pasa directamente a las cámaras de refrigeración y el resto se envía a
una planta de aprovechamiento de subproductos. Lo siguiente ya es cortar la espina dorsal en dos mitades con una sierra mecánica, decapitar al animal, y ya entramos en la sala de despiece.

-¿Quiere verla, o vamos directamente a las cámaras? -pregunta Berganza, señalando con el pulgar las puertas con ojo de buey-. En realidad no hay nada ahí que nos interese demasiado.
-Vamos directo a las cámaras -responde el comisario.
Berganza pasa por un pequeño vericueto que sortea la sala de corte, cerrada en el centro de la nave. Detrás va el comisario con la manos a la espalda, luego Prades con las manos en los bolsillos y, siempre por último, Varela, con los brazos cruzados y una palma abierta cubriéndole el embozo. En ese orden van llegando a la sección de empaquetado, una sala grande, punteada de pilares de hormigón pintados de blanco. Berganza sigue gesticulando como un guía de museo:
-Aquí es donde los empleados reúnen y empaquetan los pedidos que reciben de las carnicerías. Un pedido puede estar formado por una o varias partes de uno o varios cerdos, ¿me explico? Puede constar, por ejemplo, de cuatro lomos, una careta y, no sé…, ocho kilos de costillas. Y los empleados tienen que recorrer las tres cámaras frigoríficas en busca de las distintas piezas. -Señala tres grandes puertas de acero inoxidable en un lateral. A Prades-:¿Entras tú…?
Prades se pone unos guantes de látex que ha sacado de una caja que le abulta el bolsillo de la americana y acciona la apertura de la primera cámara:
-Aquí hace frío, esto se mantiene a dos o tres grados sobre cero…, podemos echar un vistazo rápido y salir, si no convendría ir a los vestuarios a por unos anoraks de la empresa. Antes nos hemos pasado dos horas revolviendo carne con la jueza y el fotógrafo y hemos salido medio congelados, incluso con el anorak.
La luz en el interior de la nevera es mortecina, parte de una única bombilla desnuda que cuelga en el centro del techo. Prades y el comisario son los únicos en entrar, Berganza se queda en el quicio tocándose la oreja y Varela un poco más atrás, atisbando.
-Bueno, en total tenemos treinta y seis despieces diferenciados -explica Prades-, doce en esta nevera, diez en la siguiente, ocho en la otra y seis sueltos que veremos al final. Vamos a ver…,aquí tenemos tripería y vísceras. -Mueve un carro y tira de una pesada bandeja encajada en guías laterales-. El hígado que buscamos está en el tercer cajón, me ha costado un poco distinguirlo… ¿Sabía usted que en la Edad Media se estudiaba anatomía humana diseccionando cerdos? Se parecen bastante a nosotros… Todo está en su sitio, pero he ido metiendo en bolsas los órganos difíciles de diferenciar para no tener que revolverlo todo otra vez cuando nos lo llevemos… No sé si le interesa inspeccionar algo en concreto… Allí están los intestinos, en el carro de al lado el estómago, por aquí tenemos el páncreas, las glándulas salivares parótidas…, el cerebro está en ese carro de ahí, el corazón también por allí al fondo… No le aconsejo que se entretenga con los pulmones, al fotógrafo se le ha descompuesto el estómago… ésta ha sido desde luego la cámara que nos ha llevado más tiempo. Está todo perfectamente separado y ordenado, pero mire esto -abre un cajón y mete la mano enguantada en busca de la bolsa correspondiente-: ¿sabe usted lo que me ha costado desanudar los nueve metros de intestino delgado?
-Prefiero no imaginármelo -dice el comisario-. Creo que podemos darlo por visto.

Salen de la primera cámara y entran en la siguiente. En ésta se almacenan pies, orejas, cintas de lomo, solomillos, presas de aleta, carrilladas, violines, secretos… Prades abre un cajón y saca un largo pedazo de carne roja.
-¿Había visto alguna vez una lengua humana cortada a la altura de la laringe? Tiene muchas más papilas gustativas que la de un cerdo, nunca se me había ocurrido pensarlo. Aquí están los lomos, bastante más pequeños que los ordinarios, y…, en fin, costillas, panceta, filetes… Según dice el matarife el despiece de machos y hembras puede ser distinto; una puerca bien cebada da lugar a solomillos de mejor calidad, por ejemplo. Eso implica que a veces se elija a un ejemplar en concreto para algún pedido especial, pero en general se va despiezando según las necesidades del día, sin preocuparse mucho del sexo del animal. En el caso que nos ocupa, una parte del cuerpo abierto en canal ha seguido un proceso de corte y la otra simétrica otro distinto. Como puede suponer eso me ha complicado más aún el trabajo de identificar el cadáver completo… ¿Vamos a la última?

Salen de la segunda y entran en la tercera cámara. Berganza y Varela los siguen siempre de quicio en quicio y escuchan la conversación desde allí.
-Bueno, aquí tenemos jamones y paletillas -dice Prades-. Esto ha sido fácil. Aquí están las piezas que nos interesan, mucho más largas que las corrientes, desde luego.
Las piernas han sido separadas del hemitronco en dos cortes -señala haciendo girar a conveniencia la pierna derecha que cuelga de un gancho: uno por la línea que pasa entre los glúteos, y otra por una perpendicular a la dirección dorsal, tangente al ilion. Se ha retirado también parte de la carne de las zonas de inserción, vulva, esfínter anal y demás, y también el manto superficial de grasa de esta parte, con lo que quedan a la vista las capas musculares de la cadera. Sin embargo, se aprecia aquí uno de los desgarros de los que le hablaba -Prades resigue con el índice enguantado-, ¿ve este costurón lateral?, casi une la vagina con el ano, en la otra pieza se aprecian mejor aún… ¿Ve también lo que le decía de la obesidad de la sujeto?, fíjese qué cúmulos adiposos en el muslo. -Da una sonora palmada al trozo de carne-. La sangre retenida en las venas femoral y safena se ha eliminado presionando la pieza, al parecer es el procedimiento habitual… Como ve, los pies están en su sitio, con la única uña que resistió al escaldado. -Se mueve unos metros y manipula otra pieza más pequeña y difícil de identificar como brazo humano-.En cambio en el caso de las extremidades anteriores se han cercenado las manos; eso se hace también a veces con los cerdos, cuando se prevé destinar la paletilla a la fabricación de embutidos. En fin…, notará usted que faltan algunos pedazos importantes. Uno es el rabo, desde luego, pero no lo hemos encontrado por ninguna parte. -Prades sonríe para señalar su propio chiste-. Y lo demás lo tenemos empaquetado en un mostrador de ahí afuera. ¿Vamos a ello y terminamos? Llevo desde las cinco de la mañana a base de cafés, no veo el momento de salir de estos congeladores y comer algo caliente.

Los cuatro se alejan de las cámaras y dan la vuelta a un largo mostrador de acero montado bajo unos paneles verticales.
Varela, por un capricho de la trayectoria del grupo, va ahora caminando delante, curioseando en los papeles sujetos a los paneles con pequeños imanes. Parecen hojas de pedido: "Cárnicas Mantilla", "El Asador", "Charcutería Hernández"… El mostrador es en realidad una isla que rodea los paneles metálicos, muy bien iluminado bajo una linea de fluorescentes. Pasando al otro lado, Varela se detiene ante una bandeja honda de plástico azul, precintada con un plástico transparente ajustable. Se acerca, distingue algunos pedazos de carne rosada, pero le llama la atención sobre todo un papel que destaca en el centro, visible bajo el film de plástico. Tiene escrito un breve texto a rotulador, en impersonales mayúsculas de palo. No suena a nombre de carnicería, desde luego. Vuelve a mirar la carne que hay alrededor y, al enfocar bien la mirada, tiene el tiempo justo de girar sobre sí mismo y usar el puño hecho un cucurucho para contener la bilis que su estómago le envía garganta arriba.

-Su ayudante se nos ha adelantado -dice Prades, dirigiéndose al comisario-. Suerte que sólo ha tomado café. El fotógrafo se había comido un cruasán…
-Varela, ¿se encuentra bien? -pregunta el comisario desde lejos. Varela trata de asentir mientras tose y traga gran cantidad de saliva y mucosidad amarga. Se ha propuesto ante todo no vomitar en el suelo.
-Salga a tomar el aire si quiere, le vendrá bien.
Varela niega con el gesto; la tos va remitiendo. Cuando los otros tres dejan de prestarle atención nota los ojos mojados de lágrimas y la mano derecha llena de babas. No lleva pañuelo; se limpia los ojos con la manga del uniforme y mete la mano en el bolsillo de los pantalones para secársela en el forro interior. Nota la humedad traspasando hasta el muslo. Pero poco a poco se siente mejor, y en cuanto puede controlar la respiración vuelve a acercarse al mostrador.

El comisario y Prades se hallan de pie ante la bandeja, y Berganza se magrea el pendiente sentado a medio metro de ella, sobre el mostrador, con las piernas colgando; Prades da explicaciones y el comisario escucha con las manos a la espalda.
Varela respira hondo y se acerca un poco más. Por encima del hombro de Prades, bastante más bajo que el comisario, puede ver algo. Lo importante es no enfrentarse a ello de golpe. Primero se detiene en la parte alta de la careta, usando el hombro de Prades como máscara para ocultar el resto. Luego puede mirar los ojos, primero uno y después los dos al tiempo. Son ojos hundidos, vacíos, sin cejas ni pestañas, cerrados sobre el párpado inferior. La nariz parece un poco enrojecida en la punta, quizá por alguna mancha de sangre, y el labio inferior y media papada quedan ocultos por el rectángulo de papel sujeto en la boca. La expresión es relajada, beatífica, como la de un Buda dormido. A los lados de la cara, donde uno espera encontrar las orejas, están las manos presentando el dorso, rollizas y blancas, apretadas a lado y lado de los carrillos. La línea de corte a la altura de la muñeca es el único lugar donde se reconoce la sangre fresca sobre la palidez rosada del conjunto, y también algunos tendones blanquecinos. Los dedos cerrados, enrojecidos en la punta desungulada, cuelgan sobre algo que no puede identificar al principio, estorbada su perspectiva por el hombro de Prades. Es algo redondeado y blando, cubierto por una piel tan fina que transparenta venillas azules. Tiene que moverse un poco para reconocer en la esquina inferior un pezón de amplia areola.

Prades, entretanto, no para de hablar: -… dicen de Heliogábalo que comía vulva y mamas de marrana a todas horas. Ya sabe cómo eran de raros esos romanos… Según el propietario ya no se estila consumir semejante manjar, pero al parecer nuestro artista ha querido obsequiarnos como a verdaderos príncipes.
¿Vulva?, ¿dónde está la vulva?, se pregunta Varela en cuanto se ha traducido mentalmente el término. No puede resistir la tentación de asomarse al hueco que queda entre Prades y el comisario para ver la caja completa. Enseguida encuentra lo que busca, bajo la papada, encajado entre las mamas, como un par de abultados labios verticales separados por una abertura en forma de gota invertida. Ahora el conjunto entero le parece un disfraz doblado y metido en su caja, con su máscara, sus guantes y el resto de complementos. Pero ¿un disfraz de qué?, se pregunta Varela: ¿un disfraz de cerdo? No es hasta este momento cuando se da cuenta de que la aprensión con que se ha acercado, sólo en cumplimiento de lo que él considera su deber de policía, se ha convertido en expectación morbosa, algo que le hace temblar las piernas. Siente ante ello una mezcla de excitación y arrepentimiento, como un niño fascinado en la tarea de torturar a un escarabajo.

En ese estado de ánimo vuelve a fijarse en la leyenda escrita en el papel sujeto en la boca: EN EL NOMBRE DEL CERDO, una frase que en la primera lectura le ha parecido incompleta pero que ha adquirido de pronto significado pleno. Lo mismo que ocurre con un oscuro poema de amor cuando uno lo lee por fin enamorado.

Ediciones Destino publica el 29 de agosto de 2006 En el nombre del cerdo, de Pablo Tusset.