Letras

Imperios del mundo atlántico

John H. Elliott

2 noviembre, 2006 01:00

John H. Elliott. Foto: Alberto Cuéllar

Traducción de Marta Balcells. Taurus. Madrid. 2006. 680 paginas, 29’50 euros

John Elliott es el más importante de los historiadores hispanistas de las últimas décadas, no solo por la envergadura de su obra escrita, sino también por las de sus numerosos discípulos o por la honda huella que ha tenido en la historiografía modernista española. Profesor inicialmente del Trinity College (Universidad de Cambridge), pasó posteriormente al King’s College de Londres (1968-1973) y al "Institute for Advanced Studies" de Princeton, (USA) (1973-1990), para concluir finalmente su brillante carrera académica en su país natal, como "regius professor" de la Universidad de Oxford -una cátedra de provisión directa de la corona-, en la que se jubiló`, en 1997. De sus múltiples distinciones cabe destacar el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1996) o el nombramiento por la reina de Inglaterra de caballero, con el tratamiento de Sir. Entre sus discípulos, hay historiadores tan destacados como Geoffrey Parker, Tony Thompson, Richard Kagan, Edward Cooper, Robert Stradling, James Casey, Jonathan Israel, Peter Sahlins, Charles Yago, Robert Evans o James Amelang, así como los españoles Xavier Gil Pujol o Antonio Feros. Pero su principal título de presentación son sus estudios, decisivos en el desarrollo que ha experimentado la historia de la España Moderna, y especialmente la del tiempo de los Austrias. En 1963, Elliott publicó la primera de sus dos grandes obras de investigación: La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640), traducida posteriormente al catalán y al castellano. La segunda, publicada en inglés en 1986, sería El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia (Crítica, 1990), que se convertiría en uno de los mayores éxitos editoriales experimentados en España por un libro de historia. Pero la obra de Elliott es más amplia. ¿Quién no recuerda su libro sobre La España Imperial, un estudio de conjunto de la historia española de los siglos XVI y XVII cuajado de enfoques y planteamientos novedosos a la altura de los años sesenta? ¿O el que -en compañía de Jonathan Brown- dedicó a la construcción del palacio del Buen Retiro: Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la Corte de Felipe IV, de 1980? Buena parte de sus numerosos artículos -reunidos muchos de ellos en diferentes publicaciones- han sido también aportaciones decisivas, como lo fueron dos libros que he dejado voluntariamente para el final, por cuanto que algo de ambos hay en el que hoy nos ocupa. Se trata de El Viejo Mundo y el Nuevo (1970) y Richelieu y Olivares (1984). El primero de ellos anunciaba el interés de su autor por las interacciones entre Europa y las tierras colonizadas al otro lado del Atlántico, mientras que el segundo es un bellísimo estudio comparativo de los dos personajes claves en la política y el enfrentamiento franco español del siglo XVII.

Imperios del Mundo Atlántico constituye la tercera gran obra de Elliott, lo cual ya es decir mucho sobre ella. A diferencia de las otras dos, en este caso no se basa en la investigación minuciosa sobre las fuentes, sino en un exhaustivo manejo de la bibliografía existente. La razón de ello está obviamente en el tema abordado: un estudio comparativo de conjunto entre los dos grandes imperios coloniales americanos de la Edad Moderna: el español y el inglés. Elliott se plantea la cuestión de fondo del distinto resultado final de ambos. Mientras que en la parte principal del británico, las colonias inglesas de Norteamérica, la independencia dio paso a una etapa claramente expansiva, tanto política, como social, económica o culturalmente, los territorios hispánicos emancipados han tenido una historia contemporánea plagada de crisis y problemas. ¿Hasta qué punto la historia de las dos colonizaciones puede explicar tal diferencia? Nada mejor, para ello, que una comparación permanente entre una y otra, si bien la inmensidad del tema y las numerosas cuestiones que plantea, en el espacio y en el tiempo (desde el XV al XIX), obligan al autor a ciertas restricciones, como la que hace al centrar su interés en las colonias inglesas de Norteamérica y en Nueva España, mucho más ampliamente tratados que otras zonas americanas de ambos imperios.

Aunque las diferencias no deben ocultar las muchas similitudes que hubo entre ellas, la colonización española, más temprana y que en muchos momentos constituyó un ejemplo para los ingleses, se caracterizó por la creación de sociedades mixtas, en las que los europeos y sus descendientes, pese a su predominio, convivían y se mezclaban en una cierta proporción con los indígenas, y posteriormente con los africanos llevados a la fuerza como esclavos. Frente a tal modelo, los ingleses practicaron una colonización excluyente, empujando fuera de sus límites a los indios que habitaban aquellas tierras antes de su llegada y segregando de forma más rígida que los españoles a los esclavos africanos. La causa de fondo de tan distinto comportamiento estuvo en la abundancia de poblaciones indígenas sedentarias y ricos yacimientos mineros en las tierras colonizadas por los españoles, frente al "yermo" de resonancias bíblicas de la costa oriental de norteamérica. La búsqueda de oro y riquezas, que guió la colonización hispana desde sus inicios, y la ambición de los conquistadores de que los indígenas trabajasen para ellos -junto a otros elementos como el deseo de evangelización- hacían necesaria la coexistencia de ambas sociedades o "repúblicas". La colonización española rindió importantes beneficios, y no sólo a los particulares, sino también a una corona que, desde un principio, controló eficazmente su participación. En la América Hispana se crearon nuevos reinos, que pasaron a formar parte de la vasta Monarquía española, y en los que se desarrolló un proceso de institucionalización cuya principal característica fue la ausencia de asambleas representativas por encima de los cabildos municipales. La colonización inglesa fue mucho menos controlada por el estado, se basó más en la iniciativa privada y rindió frutos bastante menores. A cambio, la diversidad religiosa de los colonos, muchos de ellos disidentes del anglicanismo oficial en Inglaterra, les llevó a la constitución de sociedades nuevas, cuyo éxito fue facilitado por la "ausencia" de indígenas. En ellas se desarrolló una mayor libertad de creencias e ideas, favorecida además por un sistema político basado en las asambleas representativas. No deja de ser curioso, sin embargo, que en el XVIII, cuando ambas colonias habían alcanzado un grado de madurez social y económica, los ingleses deseasen imitar el modelo español de control estatal para obtener mayores beneficios, al tiempo que los españoles pretendían copiar a los británicos, reforzando, con bastante éxito por cierto, los aspectos mercantiles y la contribución fiscal de su imperio.

En suma, Elliott realiza una comparación permanente entre las realidades imperiales española e inglesa, atento al influjo que pudieron tener las características respectivas de ambos modelos coloniales en la distinta historia posterior de los Estados Unidos y de las Repúblicas hispanoamericanas. Pero, como el propio autor señala, la historia comparada de las colonizaciones no tiene todas las respuestas. Algunas hay que buscarlas en las diferencias entre los procesos descolonizadores -más prolongado y sangriento el hispánico-, en las consecuencias de la coyuntura internacional y el equilibrio de fuerzas globales en los siglos XIX y XX, o en los diferentes rasgos
geográficos y medioambientales de un continente tan extenso y variado.

Cortés en Tenochtitlán

El 8 de agosto de 1519, Cortés y sus hombres se dirigieron hacia el interior, por un terreno montañoso y difícil, para conquistar el imperio de Moctezuma. A medida que avanzaban, muchos indígenas salían a darles la

bienvenida, descontentos bajo la dominación de los mexicas. Entre la muchedumbre, llegaron hasta el puente levadizo de la ciudad de Tenochticlán, donde el propio emperador Moctezuma se acercó a recibirlos. Hospedados en el palacio del padre del emperador, Moctezuma les agasajó con numerosos regalos. Los españoles

consideraron su cortesía como una sumisión. Al cabo de unos días, "con su habitual perspicacía", Cortés captura a Moctezuma provocando un levantamiento de Tenochtitlán. Los españoles tuvieron que retirarse durante la famosa "Noche triste", y pasaron los siguientes catorce meses tratando de recuperar la ciudad. Tras un encarnizado asedio, el imperio mexica quedó finalmente destruido en agosto de 1521. México se constituía así en el primer virreinato español en América: el virreinato de la Nueva España.