El fin del arte
Con El fin del arte, Donald Kuspit (profesor de Historia y Filosofía de Arte y crítico habitual de la revista Artforum y otras influyentes publicaciones) contesta a Arthur C. Danto, quien, en La muerte del arte (1984) y Después del fin del arte (1997) analizaba con conclusiones opuestas la quiebra de la modernidad. De las contradictorias meditaciones de estos y otros pensadores, lo que queda bien claro -cualquiera puede verlo en galerías y museos- es que el arte se halla desde hace décadas en una etapa de incertidumbre y redefinición de su propia esencia. No es sólo lo que digan los críticos: los artistas mantienen posturas irreconciliables, y todas ellas respetables, todas vivas. Es cierto que esta situación, que no hay por qué considerar negativa, ha podido conducir a un “todo vale” que pone en riesgo el juicio estético. Pero no es posible hoy mantener la actitud que Kuspit abandera: defender una sola entre decenas de maneras de “ser artista”, desautorizando cualquier otra. Los creadores nos están ofreciendo multitud de perspectivas: es preciso discriminar entre las que son verdaderamente reveladoras y las que no nos aportan nada, pero hemos de estar atentos y abiertos. Porque como justamente señala el autor, asistimos a una desmedida proliferación de propuestas, a una mercantilización intolerable, a una “fatiga de lo nuevo” e incluso a una “farsa delirante”, no cabe duda de que el arte atraviesa una etapa crucial.
La tesis del libro es que después del expresionismo abstracto surge el imperio del “postarte”, cuyas raíces se encuentran en el realismo de Manet y Courbet y sus bases teóricas en el ready-made de Duchamp (“envidioso aguafiestas”) y el conceptualismo de Allan Kaprow. Kuspit condena la confusión entre arte y realidad, que es para él siempre banal, y la primacía de la idea sobre la ejecución de la obra. Lo que habríamos perdido sería la experiencia estética, que se produce sólo a través de la obra física, y que surge de las regiones del inconsciente. Concibe, según su habitual enfoque freudiano, el acto creativo como sesión psicoanalítica, el estudio como clínica y la obra como herramienta de curación. El arte debe transmutar la fealdad del mundo en belleza, ser trascendente, puro y primitivo. Esto, y él lo sabe, no es sino un desiderátum, pues reconoce que aunque el artista crea que es un vidente y un profeta (y aunque lo sea), la sociedad ya no está dispuesta a verlo así.
Para hacer valer tales exigencias traza una breve historia del arte moderno en la que exagera las indudables aportaciones del “culto de lo inconsciente”, pretendiendo que el simbolismo, el expresionismo, Van Gogh, Gauguin, Cézanne y Degas transformaron la visión de la realidad exterior a partir de una poderosa visión interior, y olvidando que todos ellos construían de forma muy consciente imágenes en las que introducían aportaciones formales o estilísticas bien meditadas. Y, de otro lado, arremete contra casi todo el arte producido desde los 60: por conceptual o apegado a la realidad, por no transformar la fealdad, por “banalizar difamatoriamente el gran arte tradicional” (artistas feministas), por ser sólo expresión de ingenio, por utilizar medios de reproducción mecánicos (¡!) o por no respetar el espacio sagrado del estudio. Así, se carga a artistas tan importantes como Leon Golub, William Wegman, Hamish Fulton, Beuys, Bruce Nauman, Kiki Smith... y decenas más. Su gran bestia negra es el arte “excremental”, lo que hasta cierto punto sorprende en alguien tan interesado en el psicoanálisis (pero él se niega a ver en el inconsciente una “fuente de suciedad”). En todo esto parece subyacer un conservadurismo estético, que se evidencia al final del libro, cuando propone su alternativa de futuro: los Nuevos Viejos Maestros, “ni tradicionales ni vanguardistas sino una combinación de ambos”. Son todos pintores, todos figurativos... y unos cuantos terriblemente anticuados y pretenciosos, de gusto pésimo.