Letras

Fuego latente

LLuïsa Forrellad

4 enero, 2007 01:00

LLuïsa Forrellad. Foto: Santi Cogolludo

Traducción de Mª ángeles Cabré. Espasa. Madrid, 2006. 556 páginas, 22’90 euros

En 1953, el premio Nadal recayó en una joven y desconocida escritora catalana llamada Luisa Forrellad, por su obra Siempre en capilla. Se tuvo entonces la impresión de que los organizadores del premio intentaron repetir el caso de Nada, de Carmen Laforet, que una década antes había inaugurado el Nadal con éxito espectacular. Ahora, como entonces, se trataba de una mujer -no hay que desdeñar el dato- joven y desconocida en el ámbito literario, que probablemente narraba una historia con muchos ingredientes autobiográficos. Pero Luisa Forrellad no era Carmen Laforet, ni Siempre en capilla tuvo la acogida de Nada, que había representado como pocas obras de aquellos años -y sin que la autora se lo hubiera propuesto- el ambiente de una época y el espíritu de una generación que intentaba abrirse paso en el mundo devastado de la posguerra española. Por otra parte, Luisa Forrellad no volvió a publicar un solo libro, lo que hizo que su recuerdo se desvaneciese con rapidez. La autora que reaparece, medio siglo después de aquella efímera bengala, ha catalanizado su nombre en Lluïsa y ha escrito en catalán Foc latent, traducida inmediatamente por María ángeles Cabré.

Estamos a enorme distancia de la primeriza Siempre en capilla, con la que esta novela no guarda relación alguna. Fuego latente es una obra madura, ambiciosa y extensa, que trata de reconstruir cuarenta años de vida catalana y, muy especialmente, barcelonesa: los que van desde 1875 -año en que nace Pol Caselles, el narrador de la historia- hasta mediados de 1909, cuando ya ha concluido en Barcelona el terrible vendaval de la Semana Trágica. El intento de reconstruir artísticamente un amplio período de la historia catalana se inscribe en un ámbito ya transitado con diversa fortuna por otros autores. Bastará recordar, sin salir del último medio siglo, las cinco novelas de la serie "La ceniza fue árbol", de Ignacio Agustí, inaugurada en 1944 con Mariona Rebull, o la trilogía que, también con gran éxito, emprendió José María Girondella a partir de Los cipreses creen en Dios (1953). Y, si se requiere un ejemplo cronológicamente más cercano, puede incluirse el de Francisco Casavella, con su ciclo El día del Watusi.

Lluïsa Forrellad cuenta la historia del ascenso social de un personaje cuya evolución representa nítidamente la transformación de la burguesía catalana, el paso de los modos de vida rurales y arcaicos a la sociedad industrializada y urbana y las tensiones y desajustes económicos que el cambio acarrea. Una época convulsa, proyectada sobre el fondo histórico de la pérdida de Cuba y Filipinas y, más tarde, sobre la interminable guerra de áfrica. Unos años, en fin, en que la construcción del Ensanche barcelonés se une al desarrollo del feminismo, al arraigo de movimientos políticos secesionistas, e incluso a la transformación de las formas de cortesía en el lenguaje cotidiano. Pol Caselles narra su vida, en una serie de secuencias encabezadas por una fecha, a modo de diario, con intervalos variables entre los distintos fragmentos, lo que permite a la autora dosificar con habilidad las elipsis y seleccionar los hechos más significativos y relevantes de la historia. Pol Caselles, hijo de la criada de una masía y de un padre desconocido, conoce desde niño el trabajo duro del campo, participa en distintas cuadrillas de segadores y vendimiadores, trabaja más tarde, en medio de grandes penalidades, en las obras del Ensanche y, por último, consigue un empleo en la finca Darniu, situada en medio de un bosque en la falda del Tibidabo y propiedad de una familia que representa "la poca aristocracia viva que quedaba del Viejo Régimen" (p. 23). El ritmo vertiginoso de las primeras páginas se hace más reposado para relatar los años de Pol en la torre Darniu, su relación con la numerosa servidumbre -con espléndidos retratos de muchos de ellos, desde el mayordomo Llucià o la anciana Caterina a la cocinera Gabriela, el mozo Pepet, el experto Màrius o el cochero Sadurní-, y su ascenso desde el humilde puesto de jardinero hasta mayordomo del amo Darniu, paralítico a consecuencia de una lesión sufrida en un atentado y que determinará su temprana muerte. Este desdichado final cierra la primera parte de la novela. La segunda se desarrolla en un ámbito urbano. Pol se ha casado con la delicada Amèlia, viuda del amo Darniu, y ha heredado, además, las extensas propiedades de quien antes de morir se revela como su padre. El matrimonio se ha trasladado a Barcelona, observatorio privilegiado para seguir de cerca la evolución de Cataluña y lugar de encuentro de una multitud de personajes que convergen en la ciudad -y también en el relato principal- y que son objeto de acabados retratos: los hermanos Guix, el matrimonio Climent, y Berta -con su tortuosa historia-, Jaume Ubald, el masovero Nicasi, el periodista Melcior Malla, la feminista Maria Serret o la pedagoga Julieta Setó, entre otros tipos tan convincentes como representativos, animan un escenario profundamente inestable y movedizo. Anota Pol el 20 de diciembre de 1908: "Postrimerías de un año intranquilo. Planeaban sombras de descenso social, un toque de vulgaridad iba minando las costumbres y la devoción de la gente [...] la imagen del rico burgués era blanco de los odios socialistas. La idea iba calando. Erupciones de pelo en las caras y una dejadez voluntaria en el vestir congraciándose con la penuria obrera. Todos disfrazados de pobres [...] Se malhablaba a gusto. El lenguaje soez formaba parte del léxico demócrata" (p. 506).
El lector encontrará en este friso riquísimo de personajes, en este encadenamiento de historias privadas indisolublemente asociadas a la historia social, no pocos motivos de meditación acerca de la naturaleza humana, de la coexistencia de espíritus nobles y gentes mezquinas, de las desigualdades e injusticias que presiden la vida pública, de la manipulación política e interesada de las multitudes, de las pasiones más execrables. Tendrá, además, en algunos momentos la impresión -errónea, sin duda- de que la historia tiende a repetirse. En cualquier caso, el buen lector disfrutará con esta novela, que recrea un mundo rico y complejo, y lo hace con gran plasticidad expresiva, que llega hasta ciertos detalles minúsculos de la "elocutio", como alguna feliz onomatopeya ("el dring de plata de la campanilla", p. 276) o alguna afortunada aliteración: la viuda Amèlia tiene una "figura estilizada, alada, hada de duelo" (p. 280). Junto a esto, hay algunos errores subsanables: "Seguíamos uno detrás del otro como el punto y la i" (p. 51; ¿detrás?) y numerosos catalanismos achacables a la traducción: "aguantar (se)" por "mantenerse, sujetarse" (pp. 104, 134, 162, 380, 535, etc)., "parada" por "puesto de venta en un mercado" (pp. 21, 135, 324, 520, etc.), "ir" con el sentido de "funcionar" ("el teléfono no va", p. 549) o giros como "de buena mañana" (p. 79) y "no saco ni un chavo" (p. 362). Tampoco Pol puede hablar de una "cafetería" en 1893, ni escribir en 1894 que los criados estaban "posicionados en su papel". Pese a estos lunares, vale la pena leer a esta Lluïsa Forrellad rediviva.

Medio siglo de silencio latente

La necesidad de escribir ha sido un fuego latente que no se ha extinguido en este medio siglo en que nada parecía saberse de Lluïsa Forrellad (en la imagen, la noche en que recibió el premio Nadal por Siempre en capilla [1953]) . Y de pronto, "ya tengo cuatro novelas cociéndose en el horno. Las tiene el editor. No es broma. Llevo 50 años sin publicar y ya no puedo permitirme perder más tiempo". Confiesa Forrellad que este largo silencio se ha debido "al miedo que tiene el que ha conseguido una medalla de oro y teme obtener sólo la de plata. Era un temor que teníamos Carmen Laforet y yo, y también Ana María Matute. Mi mayor enemigo durante estos años he sido yo misma". Y en ese "yo misma" incluye su "escritura anárquica" que la lleva a saltar de una novela a otra, a escribir notas en cuadernos, folios perdidos, libretas, 50 páginas por aquí, 200 por allí.... "Hasta que mi sobrino me insistió en que me comprara un ordenador. En cinco años me han salido ocho novelas". Estas cuatro novelas que ha puesto ya en manos de su editor fueron escritas al mismo tiempo, y algunas de ellas comparten escenarios. "Hay dos de ellas que transcurren en Cataluña, aunque una en la ciudad y otra en el medio rural. Otra tiene un argumento que pedía desarrollarse en Italia". Aunque de todas ellas, la escritora asegura que Fuego latente es la más compleja y difícil.