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Letras

Con la cabeza bien alta

Wangari Maathai

17 mayo, 2007 02:00

Wangari Maathai

Trad. Silvia Pons. Lumen. Barcelona, 2007. 400 páginas. 21 euros

La peripecia vital de Wangari Maathai (Nyieri, Kenia- 1940) es una poderosa objeción contra las interpretaciones de la historia que minimizan el papel del individuo en los procesos de cambio social y político. Premio Nobel de la Paz 2004, la lucha de Maathai en favor de un desarrollo sostenible sólo es un aspecto de su compromiso con un continente humillado y maltratado por el imperialismo colonial europeo, no menos dañino que una descolonización caótica e irresponsable. Joseph Conrad reflejó la tragedia de áfrica en El corazón de las tinieblas (1902), mostrando que la oposición entre civilización y barbarie sólo era una pobre excusa, incapaz de ocultar la crueldad de una política basada en el expolio de los recursos y la explotación de los pueblos.

Kenia no pertenece a ese pequeño grupo de países africanos (Egipto, Libia, Túnez y Suráfrica) que disfrutan de niveles de nutrición semejantes a los de Europa. De hecho, sufrió una espantosa sequía a principios de 2006 y se calcula que el 35% de su población está severamente desnutrida. No ha conocido un genocidio como el de Ruanda, ni guerras civiles tan sangrientas como las de Liberia o Sierra Leona, pero la rebelión Mau-Mau mantuvo al país en estado de emergencia entre 1952 y 1959. Tras la independencia, los sucesivos gobiernos se han caracterizado por el autoritarismo y la corrupción y los recientes intentos de reformar la constitución desataron disturbios en todo el país.

Perteneciente a la etnia kikuyu, Wangari Maathai creció en el mundo rural, pero sus notables dotes intelectuales le permitieron acceder a una beca en Estados Unidos y, más tarde, ampliar sus estudios en Alemania. Licenciada en biología, se doctoró en medicina veterinaria, convirtiéndose en la primera africana que obtenía ese grado académico. Ejerció la docencia universitaria en la Universidad de Nairobi, soportando a veces el escepticismo de sus alumnos y colegas masculinos. Divorcida de su marido, que alegó en el juicio que Wangari era "demasiado instruida, demasiado fuerte, demasiado obstinada y muy difícil de controlar", fundó el Movimiento Cinturón Verde, gracias al cual se plantaron más de 30 millones de árboles en el país para contrarrestar la erosión del suelo y mejorar la calidad de vida de las mujeres. Esta iniciativa le valió el apelativo de Mujer árbol.

Su oposición a la dictadura de Daniel Arap Moi le hizo entrar y salir de la cárcel con indeseada frecuencia. Su tenacidad impidió que un complejo urbanístico ocupara el lugar del Parque Uhuru en Nairobi. Bajo la presidencia de Mwai Kibaki, Wangari se convirtió en viceministra de Medio Ambiente y Recursos Naturales. El cargo no menoscabó su espíritu crítico. En las últimas páginas de estas memorias, reconoce que la democracia por sí sola no soluciona los problemas, pero sin ella las posibilidades de superar la pobreza y proteger el medio ambiente son nulas. Gobernar consiste en establecer acuerdos, algo complicado y muchas veces decepcionante para las expectativas de las sociedades que apuestan por el cambio. Las transformaciones son lentas, como el crecimiento de los árboles, pero cuando arraigan su sombra cobija a muchos. Wangari contempla el futuro de su país con esperanza, renunciando a ese pesimismo que frustra de raíz cualquier iniciativa. Su carácter optimista ha inspirado toda su trayectoria y, pese a ciertas polémicas (como sus declaraciones sobre el SIDA, atribuyendo la enfermedad a una ingeniería genética concebida para despoblar áfrica), su figura concita un enorme respeto. Su preocupación por las mujeres africanas, sujetas a intolerables discriminaciones, su defensa del medio ambiente y los derechos humanos y su interés en promover la educación como primer paso hacia el desarrollo económico y la convivencia pacífica, justifican el reconocimiento internacional y la concesión del Nobel.

Sus memorias, con un título que asume la dificultad de ser mujer en áfrica, se desdoblan en dos períodos, que marcan la diferencia entre lo íntimo y lo público, lo personal y lo político. Wangari aborda los grandes problemas del continente: el subdesarrollo, el hambre, las deficiencias sanitarias y educativas, la inexistencia de una cultura democrática, la herencia europea, los intereses financieros de las empresas extranjeras, la corrupción, la discriminación de la mujer, la deuda externa, la guerra, los niños soldado. Su fe en un mañana mejor no es ingenuo, sino realista, pues áfrica necesita cambiar y los cambios no se producen sin ilusión y confianza. El pesimismo sólo agrava la situación de un continente que sólo representa el 1’6% de la economía mundial, pese a su inmensa variedad de materias primas. Wangari no excluye la posibilidad del fracaso. Fracasar no es un delito. Lo importante es "recuperar la calma y seguir adelante". Su iniciativa de plantar árboles refleja esa perspectiva a largo plazo, que necesita áfrica, a veces demasiado resignada a su infortunio. Los árboles preservan la calidad del suelo y garantizan un futuro. No son una solución inmediata, pero en ningún caso renuncian a un porvenir mejor.

Wangari es una mujer de innata rebeldía, no sólo en lo político, sino también en lo biográfico. Es una voz que no se conforma con transitar por el mundo, sin opinar, mediar o intervenir. De niña, al escuchar los mitos de su pueblo, se pregunta por qué ningún relato explica "cómo perdieron las mujeres sus derechos y privilegios". Ese inconformismo no implica el desprecio de las tradiciones. La desaparición de la cultura africana para asimilar el modelo europeo ha provocado un vacío que ha favorecido la violencia y la destrucción del medio ambiente. Los nombres europeos han sustituido a los africanos, las guerras mortíferas han desplazado a las tensiones entre clanes, que se resolvían con muchas menos víctimas, el plástico ha reemplazado a las cestas confeccionadas con cuerda de sisal y otras fibras naturales. Ahora sólo se fabrican para venderlas a los turistas. Mientras tanto, las bolsas de plástico han convertido el paisaje natural y urbano en un gigantesco vertedero. Antes de la colonización europea, imperaba la creencia de que los muertos se reunían con sus ancestros. "Que duermas allí donde hay lluvia y rocío". ésas eran las palabras que precedían a los que se encaminaban hacia el descanso eterno. Ahora la muerte es una evidencia cotidiana, saturada de crueldad e injusticia. Los niños se han acostumbrado a crecer en medio de la violencia.

Wangari experimenta la segregación racial en Estados Unidos, el machismo de sus compatriotas, la arbritariedad del poder, la incomprensión de los más cercanos, pero su indignación siempre está asociada a la voluntad de vencer los obstáculos, sin ceder al resentimiento o la furia irracional. Es una mujer emotiva, que recuerda con cariño a su padre, frío y autoritario, casado con cuatro esposas, pero lleno de dignidad y orgullo, nunca brutal. No hay menos afecto hacia la figura de la madre, una campesina tenaz, no muy expresiva, pero entregada a su familia, y hacia sus hermanos, sin establecer distinciones por su origen. Sin justificar la poligamia o la economía de subsistencia de sus antepasados, Wangari nos evoca un mundo elemental sostenido por un equilibrio sin las crispaciones del mundo actual. Incluso hay palabras de estima hacia las monjas que se ocuparon de su educación, pese a los castigos vejatorios o la prohibición de hablar en su idioma.

Wangari Maathai muestra una enorme sensibilidad hacia el paisaje africano, pero está lejos de la perfección formal de Kapuscinski o el talento de Doris Lessing. No es Nadine Gordimer ni Coetzze, pero ha superado la tentación del fatalismo en un continente desesperanzado, que ha combatido la adversidad con coraje y que se ha enfrentado a la política con madurez, procurando lo posible en vez de lo óptimo. Sus memorias insinúan un futuro menos sombrío para áfrica, una tierra que ha fascinado a los europeos, sin excitar su compasión.

"¡Levantémonos!"

En las últimas páginas del libro, Maathai hace este llamamiento: "Mientras muchos hombres y mujeres seguimos tejiendo la ropa con la que vestir a la Tierra desnuda, sabemos que en todo el mundo son muchos los que se preocupan por nuestro planeta azul. No tenemos otro lugar al que ir. Los que somos testigos de la degradación del medio y del sufrimiento que de ello se desprende no nos podemos quedar de brazos cruzados. Si estamos dispuestos a cargar con nuestra responsabilidad, pasemos a la acción. No podemos cansarnos ni rendirnos. Hagámoslo por nosotros y por las generaciones venideras: ¡Levantémonos y caminemos!"