Cornelia-Funke

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Letras

Muerte de tinta

26 junio, 2008 02:00

Cornelia Funke
Traducción de Rosa Pilar Blanco. Siruela. Madrid, 2008. 704 páginas. 24,90 euros. (A partir de 12 años)

Uno de los rasgos característicos de la literatura fantástica es su carácter alegórico. A partir de la ficción se construye un universo alternativo gobernado por un tramado de principios, leyes y normas que lo articulan, ordenan y jerarquizan. Estos patrones determinan desde los comportamientos individuales hasta las tipologías humanas, pasando por la delimitación de las posibilidades de la magia o por las fronteras que demarcan los confines entre realidad y fantasía. Toda esta compleja estructuración se deriva de una cosmovisión que está en la base de la narración fantástica y cuya exposición se despliega a lo largo de ella. En este sentido, parte del atractivo que este género tiene para sus seguidores consiste en la posibilidad de reconstruir a través de la lectura tal horizonte conceptual. Mucho se ha escrito sobre el sustrato teológico-metafísico que sirve de fundamento a obras como Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien o La materia oscura, de Philip Pullman. Mientras en estas sagas, el cristianismo sirve de cimiento doctrinal sobre el cual partir o ante el cual reaccionar, la trilogía Mundo de Tinta de Cornelia Funke se enclava en un ideario humanista que ve en el libro, la lectura y la cultura el espejo que dota de significado a la realidad. Ahora bien, en el caso que nos ocupa la complejidad argumental, prolijidad de personajes y ambientes (que va en aumento en cada entrega) contrasta con el esquemático, bienintencionado y enjuto constructo teórico que debería proveer de sentido a la alegoría.

Cornelia Funke (1958, Dorsten, Alemania) se limita a desarrollar metáforas del tipo “leer abre mundos”, “la lectura nos transporta a otro espacio”, “el libro nos habla de nosotros mismos”… y así, la ausencia de un modelo teórico solvente es precariamente reemplazado por referencias metaficcionales a otros libros, por la constante apelación a las bondades de la literatura y por la cansina presencia del motivo del libro dentro en el libro.

Ya en Corazón de tinta, primera entrega, encontramos las principales virtudes y carencias que caracterizarán la trilogía. Estamos frente a una escritora que domina la técnica de construir escenografías, moldear la intriga, desplegar un buen cúmulo de acciones y ganar la simpatía del lector por medio de recursos tan variados como los ingeniosos nombres de los personajes o el empleo de oportunas y canónicas citas para prologar los capítulos. Pero también nos enfrentamos a una novela innecesariamente gruesa. Si, por ejemplo, El señor de los anillos es el producto de una labor de síntesis y su extensión está justificada por la magnitud del universo en el que el autor desea introducirnos, en Corazón de tinta, y sobre todo en sus continuaciones, da la impresión de que se trata de una obra abultada artificialmente e incluso en muchas ocasiones tediosa.

Con Sangre de tinta tuvimos de nuevo la oportunidad de apreciar tanto el meditado plan argumental trazado por la autora como de advertir sus grandes fallos. Nos referimos, a la reiteración, a la circu-
laridad y al empleo cada vez más frecuente a la casualidad para poder sortear sin esfuerzo la dificultades que plantea un proyecto tan ambicioso.

Muerte en tinta se mantiene coherente a los dos títulos anteriores. Sólo que una vez leída las 1274 páginas que la preceden, con las 704 restantes uno se pregunta si literariamente se justifican tantas páginas para decir tan poco. Más allá de tanto trepidante suceso y de tantas palmadas en el hombro del lector, no hay una cosmovisión que tenga la solidez suficiente para cimentar las bases de un edificio tan pesado. La alegoría que dio origen y sentido a la saga hace mucho que se agotó y como lector uno se siente más en un agotador parque temático que partícipe de un universo paralelo.