Letras

Diez años, diez historias

13 noviembre, 2008 01:00

10 años de El Cultural

Woody Allen explicó en una ocasión que le interesaba el futuro, “porque es donde voy a pasar el resto de mi vida”. Por eso, antes de seguir, El Cultural se despide de la década revisitando cada año con un relato de 10 de los mejores narradores en nuestro idioma.

2008. adiós
Juan Pedro Aparicio

A primeros de octubre del 2008, la banca británica sufrió en Bolsa uno de los mayores descalabros de su historia, confirmación en las Islas de la gravedad de la crisis económica que afectaba al mundo. Poco después, el Primer Ministro recibía a un encogido Gobernador del Banco de Inglaterra con estas palabras: “¡Qué crisis del diablo!”. Ese mismo día, la estatua que se alzaba en la cima de uno de los edificios propiedad de lord Ildfordquest, en el distrito londinense de Chelsea, desapareció sin dejar rastro. Tras acceder al tejado, el inspector Swanson, de la policía metropolitana, se rascaba perplejo la barbilla. El grueso cable de acero que aseguraba el anclaje de la estatua estaba roto. “No parece cortado, sino derretido”, musitó. A continuación, fotografió el cable y unos garabatos sobre el pedestal ahora vacío. “Es como si hubiera salido volando”, opinó. “Tenía alas, sí, pero de piedra y pesaba demasiado”, comentó a su lado el administrador del lord que volvió a mostrarle unas fotografías de la figura desaparecida, un demonio con alas y cuernos, acuclillado sobre aquellas fachadas victorianas que tenían el color de la lumbre. Ya en casa, la hija de Swanson, licenciada en lenguas bíblicas, tuvo la curiosidad de mirar en el ordenador las fotografías que había hecho su padre. De pronto, exclamó: “¡Papá, si esto es arameo!”. Y señaló hacia lo que su padre había tomado por garabatos. “¿Lo entiendes?”, preguntó Swanson, tan inquieto como sorprendido. “Es muy extraño” -contestó la chica-. “Parece que dice: ‘Me voy. Vosotros no sois mejores que yo’”.

2002. Reacción de corrosión
Rafael Reig
Pensó que, por ser un año capicúa, acabaría de la misma forma que empezara. Por eso se llenó los bolsillos de euros: las pesetas perderían todo valor a partir del 1 de marzo. Estaba seguro de que el euro le iba a traer suerte. Tras las uvas, besó a su mujer con los ojos cerrados: se sintió como si acabara de meter los pies descalzos en un río. A finales de enero, apareció el escozor y se le pusieron rojas las palmas de las manos. En marzo fue al médico: ya no podía dormir a causa de los picores. Le diagnosticaron una alergia de contacto. Al ser de dos colores, cada uno con una aleación en la que hay distinta cantidad de níquel, las nuevas monedas desencadenan una reacción de corrosión que emite más níquel que el metal puro. Qué iba a hacer: se compró unos guantes de látex, pero no se atrevía a ponérselos en público. Terminó dejando las vueltas en el platillo y sólo utilizaba billetes. Lo cierto es que, en el bar, dejaba unas propinas tan espectaculares que acabó llamando la atención de una mujer joven. Aunque era universitaria y no profesional, aceptaba tarjetas de crédito, todas de plástico y sin rastro de níquel.

Ella creyó que era rico y él se creyó querido. Su mujer le dejó; también le dejó su amante, tras conseguir un apartamento. En Nochevieja bebió solo y se sintió como si acabara de pisar un charco. ¿Dónde estaban su mujer y las antiguas pesetas?

2000. Fin de siglo
Antonio Gala

Cuando me casé con Acacio, yo era joven. Demasiado, si es que se es demasiado alguna vez. Pero quería tener niños pronto… Acacio no era feo ni guapo. Era aburrido. Sólo me ilusionaba como necesario. Para lo de los niños digo. A mí lo del sexo me aburría. Me daba un poco de vergöenza y otro poco de risa: no estaba acostumbrada, no tenía confianza con Acacio ni nunca la tuve… Era soso y yo sosa.

Pasaba el tiempo: lo único que pasaba. Yo era cristiana y soñadora: marido, fidelidad, familia, débito conyugal de cuando en cuando, tener la casa como los chorros del oro… Pero de niños, nada. Años y años. Cuando una es decente, o sea, tonta, todo acaba por hartarle. Eso fue lo que me pasó. Yo creí que era estéril. Que era estéril yo. Y lloraba por los rincones como en un cuplé. Fui a ver a un médico de eso. Y me dijo que yo sí servía; que yo podía ser madre. Me alegré por una parte; por otra, me morí.

Conseguí que fuese Acacio a analizarse o como eso se llame. Tres mañanas después fui al hospital y salieron dos médicos y me entregaron este diagnóstico que tengo ante los ojos: “Examen microscópico. Biopsia de testículos derecho e izquierdo. Tubos con la luz ocluída por exudado fibrinoide, con ausencia de epitelio germinal. Diagnóstico: Escleroatrofia tubular bilateral”. No entendía aquel lío. En la calle volví a leerlo. Todo me daba vueltas. Nada de niños. Nada de la única esperanza de alegría. Mi mundo roto. La tragedia.

Y la aprensión, el temor del contagio. Ese “exudado fibrinoide”. Yo no quería hacer más el amor (o lo que fuese aquello). Me resistía, me sublevaba. Acacio llegó a levantarme la mano: “Soy tu marido”. Yo me lavaba mis partes hasta desollarme. él no era un borracho ni un mal hablado; pero me daba asco. No era del todo inculto; tenía conversación, buenos modos; pero me daba asco el exudado. Y como no era un hombre satisfecho, porque yo lo rehuía, empezó a ser todo eso y más. Me escatimó el dinero, me ignoraba, se iba de farra muchas noches.

Hasta que se acercó el año 2000. Empezaría un nuevo siglo. O no, según se mire. De verdad, de verdad, nunca empieza nada a estas alturas.

Me hice de un centro cultural para distraerme. Acacio me acompañaba alguna vez. La nochevieja del 1999 fuimos allí a cenar en compañía de otros matrimonios. Después íbamos a tomar las uvas. El reloj estaba en el vestíbulo cerca de la primera planta. Mientras por la larga escalera bajaban los demás, yo empujé, con todas mis fuerzas, a Acacio contra la barandilla que daba al vestíbulo.

La rompió, se precipitó, se partió la cabeza, se mató. O lo maté. Eso es lo de menos. Un accidente. El caso es que comienzo el siglo dispuesta a lo que sea para tener un hijo. Aunque me haya pillado algo mayor. Para engendrarlo. Y para mantenerlo. Creo que me ha caído de golpe el siglo encima. Un siglo pesa tanto…

2007. San Valentín
Montero Glez

Llamó a la puerta con los nudillos, una, dos veces, así hasta que el vozarrón dijo: “¡Adelante!”. Una vez dentro, sus ojos tardaron en hacerse a la poca luz del despacho. Una pequeña lámpara, sobre la mesa, partía en dos la sombra del jefe y levantaba un brillo fúnebre a la madera, semejante al de un ataúd recién barnizado. De refilón pudo ver el almanaque, el taco del año 2007. el día 14 de febrero, marcado en rojo.

El jefe le señaló una silla pero él, antes de sentarse, ya había formulado la pregunta: “A quién hay que matar?”. Esta vez, el jefe le dio el nombre en voz baja; tan sorda que tuvo que leerlo en sus labios. Así se mantuvo durante todo el tiempo, con los ojos fijos en aquella boca envuelta en penumbra que iba dando detalles sobre la víctima. Por lo pronto salía en moto todas las noches, y no llevaba escolta. Acostumbraba a entrar en el portal de su amante sin quitarse el casco. El jefe también soltó el nombre de la fulana, recalcando que era mujer pública ya que era mantenida con dinero público. Asimismo había que acabar con ella. “Vamos a darles el día de San Valentín” esto último, el jefe lo apuntó bien alto.
-¿Cuánto?
-250 palabras.- Respondió el jefe, señalándole ahora la puerta.-Lo damos mañana, en primera.
Volvió raudo a su puesto. Era temprano y la Redacción del periódico aún estaba desierta. Entonces empezó a golpear las teclas con el pulso firme de los asesinos.

2006. El año del desamor
álvaro Pombo

Un pajaro de papel en el pecho dice que el tiempo de los besos aún no ha llegado
Un sms deletreado en el pecho dice que el tiempo de los besos aún no ha llegado


Aquel año 2006 fue el doscientos cincuenta aniversario del nacimiento de Mozart y el estreno de Brokeback Mountain. Durante todo el invierno se sentó frente a la chimenea de leños de encina y escuchó el adagio del concierto para clarinete y orquesta de Mozart. Una melodía para oír al final de la vida, bellísima y clausurada sobre sí como un atardecer de otoño. Los crisantemos amarillos significaban lejanía. Los crisantemos blancos significan lo acabado. Vio una sola película aquel año: Brokeback Mountain. Y esa película, en su distanciamiento y acabado, le recordó cómo había vivido su pasión homoerótica. Había sido intenso, celoso, como el otoño reverberante, seguido del gran frío polar que acude a veces a Madrid a helar las manos de los corredores y de los ciclistas que circulan por el Cerro de los Locos, por la Casa de Campo, por el Parque del Oeste o la Ciudad Universitaria. No era el final, aún quedaban años por delante, como queda vino en la crátera de la elegía de Jenófanes -traducción de Adrados-: Dulce como la miel, oliendo a flores, que da palabra de que nunca hará traición agotándose. La conciencia de que quedaba vino y vida y otoño pendientes era un consuelo ambiguo. Y la ambigöedad era la cualidad de su vida. Entonces arregló su vieja bicicleta y salió aterido a la casa de Campo. Se sentó a esperar el Santo Advenimiento. Era Adviento. Adviento de los cántaros. Un joven ciclista se detuvo junto a él en el cerro de Garabitas y le preguntó la hora. Eran las seis de la tarde. Los vasos comunicantes del alma y del anochecer se desvivían juntos. Estuvo a punto de recitar: Oh, joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni de atractivo para tu corazón. Pero desistió y se lanzó monte abajo en dirección al desolado Puente de los Franceses.

1999. Un jardín entre los ojos
Alberto Ruy Sánchez

En una ciudad balinesa entretejida de arrozales y jardines, una mujer bellísima, Ayú, cultiva el más extraño: con miel, entre ceja y ceja, se pegaba nueve granos de arroz. Pregunté a mi amigo Katut sobre esa extravagancia. Sonrió suplicándome que nunca contara lo que estaba a punto de mostrarme. La seguimos discretamente hasta una casa de masajes y escuchamos a otra mujer que le preguntó en tono de burla: ¿Ya regresó tu dios azul? Ella, indignada, no respondía. Pero cada tarde alquilaba una de las terrazas de masaje y esperaba…
¿A su amante?, pregunté.
“No, está convencida de que Shiva vino a hacerle un masaje la otra noche. Tan profundo que le tocó el corazón por dentro.”
¿Cómo?
“Ayú vino a tomar un masaje. Se instaló desnuda pero se durmió esperando. Yo terminé mi trabajo en el arrozal, prosiguió Katut, y vine a tomar mi clase semanal de masaje. También olvidé que en luna llena todos van al templo. Entré a donde ella dormía y, sin mirarme, dio órdenes tan firmes que pensé que era mi nueva maestra. Las seguí con esmero. Tanto que los dos fuimos muy felices. Y nos quedamos dormidos. Cuando regresaban las masajistas, me di cuenta del equívoco y escapé en silencio. Ellas le juraron que nadie estuvo ahí. Que había soñado. Pero Ayú tenía una prueba. De mi camisa habían caído sobre la cama varios granos de arroz y nueve, con mi sudor, quedaron pegados en su frente mientras dormía. Y eso, ella insiste, en la última luna llena de 1999, es un claro mensaje de Shiva. Desde entonces renueva y ofrece ese jardín entre sus ojos. Y en cada grano ve un Lingam mágico y diminuto que le recuerda su enorme felicidad.”

2001. historias de la historia
José María Merino

Ricardo vivía la época demayor plenitud de su vida: había conseguido trabajo en una universidad norteamericana de la “Liga de la hiedra”, y una colega iba a ser Berta, la Jana de las Janas, como él la llamaba, que en el tiempo de la facultad había sido, más allá de la cercanía en las aulas, su amor nunca declarado ni confesado, pues era la novia de álvaro, el amigo de la infancia de Ricardo. Pero al terminar la carrera, álvaro había encontrado otro amor, precisamente durante una estancia de becario en los Estados Unidos, y Berta quedó desconsolada, propicia a la compañía de Ricardo, que desplegaba con esperanza sus tácticas de conquista. Hicieron juntos el viaje, y se aproximaban a Nueva York dos horas después de la destrucción de las Torres Gemelas, que obligó a desviar el avión al aeropuerto de otra ciudad. Cuando los viajeros conocieron la catástrofe, estaban inmersos en un fluido palpable de duelo, consternación y sospecha que complicaba todos los movimientos.

Desde aquella ciudad en la que habían aterrizado, sólo era posible llegar a su destino en un tren que saldría acaso veinticuatro horas después. Sin duda en el mundo se había producido un desastre histórico, y Ricardo percibió atribulado la oleada de aquella desolación cuando Berta y él, en el pequeño bar abierto en una de las calles de la ciudad solitaria, coincidieron inesperadamente con álvaro, que mostró la sorpresa y el regocijo de un reencuentro deseado.

2004. El valle en llamas
Ramiro Pinilla

Bien. Simple mala suerte. Cuando creía haberme librado para siempre de la larga tarea de mis Verdes valles, colinas rojas”, de pronto, sus personajes se me rebelan en una pesadilla nocturna y me lanzan: “Declaraste que, a partir de cierto capítulo, tus criaturas -es decir, nosotros- dejaron de estar manipuladas por ti y tomaron sus propias riendas. Falso. Juego literario para engrandecer tu novela. ¡Tú siempre fuiste el maldito dios de nuestros destinos! Pero escúchanos y escuchen todos:
-Isidora: “Si Roque me quiso tanto, ¿por qué me abandonó al final?, ¿por qué tú, Pinilla, también me olvidas hasta el punto de no acordarte siquiera de matarme?”
-Roque: “Tú, que me hiciste vivir tantas guerras… ¿por qué no me enseñaste a ser feliz?, ¿por qué me arrancaste de Isidora y hube de depositar mi añoranza en una silla?”
-Madia o Magda: “A mí, el más insignificante de tus muñecos, ¿por qué me cargaste con ocho hijos, sin que ninguno lleve el nombre de Roque?”
-Ella: “Aunque me rodeaban gusanos, a los que dominé, y me dibujaste de una sola pieza, mi interior desbordaba de fulgores humanos. El hambre crea monstruos y yo llegué a Getxo con hambre”.
-Don Manuel: “Quisiste que lo comprendiera todo, a unos y a otros, y lo intenté, y me encontré tan en el centro que no me proporcionaste ese valor que se arriesga a elegir”.
-Asier: “Haces que cuente tanto de los demás que queda muy poco para mí, aunque me concediste una eterna infancia sacralizada que yo no quería”.
-Efrén: “No fui tu personaje más querido, así que me envolviste en lo que más desprecias: el oro. Gracias. Pero te quedaste corto, amigo. Tu bastardo capitán de empresa Efrén Bascardo Puerta es un eco pálido del poder y de la gloria, y eso que contaste con el poderoso escenario de la gran industrialización vasca. Fracaso de escritor.
-Jaso: “Te ensañaste con mi debilidad y con lo que calificaste cruelmente de demencia provocada por la bendita fe de mi madre en el destino de nuestro pueblo. Pero amé de verdad a la neskita eterna”.
-Cristina: “Jamás comprendiste mi mundo vasco. Creaste nuevos mitos, pero eran sólo literatura; por eso los llamaste mitos. Pero escucha, Pinilla: ser vasco es lo más importante que hombres y mujeres pueden ser en el mundo. Lo ha dicho uno de mis intelectuales. Mientras no entendáis esto…

2003. Un año en el reino
Luis Mateo Díez

El viaje de Eliseo Doncel a Celama duró un año. Lo que cualquiera de sus compañeros de Almacenes Generales cumplimentaban en sus Rutas en menos de un mes, lo hizo Eliseo en un año exacto, no sólo con las consabidas contrariedades del viajante de comercio que incumple la obligación del regreso reglamentado y el correspondiente saldo de cuentas, ventas y pedidos, sino con la inquietud del perdido o, lo que es peor, de quien se va y desaparece sin ninguna advertencia profesional. El año de Doncel en Celama, el año 2003, no obtiene otra constatación en su memoria, según las necesarias e inocuas declaraciones posteriores, al Jefe del Almacén, que le recibió con todas las reticencias posibles y la convicción del engaño y la culpabilidad, que la de una luz vertiginosa en el pliegue de la carretera por un tramo del Oasis de Broza. Una luz que le deslumbra y aturde. Un rayo que provoca una sacudida en el coche y la paralización del cuerpo y el alma.

Decir que desde aquel suceso y aquella desaparición la vida de Eliseo, a quien el Almacén disculpa a pesar del informe negativo, se contrae en la soledad y la misantropía, extremando la condición ajena de su comportamiento, tan distinto a como se mostrara anteriormente, apenas sirve para constatar la rareza del suceso o, si se quiere, el absurdo de la aventura. Eliseo no es el mismo, aunque nada delate un cambio o una transformación en el ordenado cumplimiento de las obligaciones laborales. Sigue viviendo como viudo y, como tal, fallece seis años después, tan triste y apesadumbrado como siempre lo fue, en lo que a su devenir doméstico atañe.

Del año en el Reino de Celama ya no quedan ni suspicacias ni curiosidades. Los clientes nada supieron de él, por las pensiones y destinos de la Ruta no hubo ningún registro y, entre los compañeros, cundió la idea benigna de que un piramiento lo tiene cualquiera. La luz vertiginosa que incendia el pliegue de Broza, el resplandor quemado que aturde y deslumbra, lo reconocen o recuerdan, sin embargo, otros forasteros que también cruzaron Celama en alguna ocasión. Pero esos forasteros, al contrario de Eliseo Doncel, no se fueron un año, apenas los segundos que necesita el despegue de una nave que acaba de posarse y vuelve a ascender rompiendo el cielo, como si el más allá del firmamento tuviera un espejo en la ruina de los yermos que en Broza parecen más menesterosos que en ningún otro lugar de lo que muchos siguen llamando Reino de la Nada.

2005. El triángulo
Manuel Rivas

A esa hora, se siente un cuerpo hecho de trapos viejos, con costras de pigmentos, cuerpo de madejas de hilas sucias, palabras manchadas, manos blasfemas, rescoldos de pigmentos, decantaciones, surcos lacrimosos de cera, grietas, la morralla oleosa de la poda de sombras, el motín de las cosas despreciadas, las culpas amontonadas en las esquinas, la escoria de los trazos, el momento tóxico, el sublime tullido, el místico veneno, la luz resentida en los yacimientos de sombra, la ciénaga del suelo, una llanura de viento insomne, las ánimas de los murciélagos en las púas de los alambres, las ovejas royendo el cuero de las hierbas, el cuartear de la rosa de los vientos, el crujir de una aurora florentina en la ventana del estudio. Al fin, Jean Ingres cede, se atreve. Tensa el temblor. Pinta la espalda más bella de la historia del desnudo. La de Margherita, hija del panadero Francesco Luti. En 1518, Rafael Sanzio se dispone a acariciar aquella curva y ella, la Fornarina, sentada en el regazo del pintor y amante, mira a Ingres con su rostro resplandeciente de esposa, año de 1814.