Image: Novela española. Mirando hacia atrás

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Letras

Novela española. Mirando hacia atrás

13 noviembre, 2008 01:00

González Ledesma, Miguel Delibes, Luis Landero y Aramburu. Delante, Roberto Bolaño y Chirbes

10 años de El Cultural

Hace diez años, El Cultural comenzaba su andadura, y lo hacía de un modo involuntariamente simbólico: con la reseña de la última gran novela de Miguel Delibes, El hereje. Uno de los nombres fundamentales de nuestra narrativa entregaba su testamento novelesco inaugurando una publicación que nacía con criterios y principios que coincidían en buena medida con los que habían presidido su trayectoria: la modestia, la sinceridad insobornable, la honradez como columna vertebradora de la conducta.

Lo mejor de las hemerotecas es que nos permiten hacer presente el pasado y, al mismo tiempo, contemplarlo bajo otra luz. Repasar el medio millar de ejemplares que El Cultural ha ofrecido a los lectores durante sus diez años de existencia constituye un estímulo excelente para reflexionar acerca de la producción literaria de este período y, más específicamente, de la novelística, porque, frente al ensayo, la poesía, la biografía, los llamados libros de autoayuda u otras modalidades, la novela continúa siendo el género más frecuentado por los lectores que buscan entretenerse con historias ajenas y sumergirse en mundos nuevos. Es harto sabido que el ser humano es un animal narrativo y que no inventó el lenguaje para pedir, comprar o vender cosas, sino, sobre todo, para contar sucesos, reales o imaginados. El Cultural ha mantenido desde sus comienzos la voluntad de reseñar lo que sus críticos consideraban más destacado, sin tener en cuenta su procedencia editorial, de tal modo que, a diferencia de lo que ocurre en otras publicaciones, el panorama de noticias que ofrece es, si no completo -porque tal cosa sería una aspiración imposible, dado el volumen de obras que segregan las imprentas españolas-, sí muy representativo de la historia literaria reciente; a la historia real, no a la que se desarrolla paralelamente a ella y a veces logra usurpar su puesto.

Las dos historias
Porque hay dos historias posibles, o, si se prefiere, dos panoramas, resultantes de enfoques diferentes. Si se atiende a la lista de los libros más vendidos -esos top ten de la letra impresa-, a las apariciones televisivas o radiofónicas de ciertos autores, al número ingente y a todas luces excesivo de premios literarios dotados con cantidades planetarias que recaen siempre, indefectiblemente, en obras extraordinarias, imprescindibles, seleccionadas por jurados solventes entre centenares de originales meritorios (y esto incluye a los desorientadores premios concedidos a obras ya publicadas); si se acogen, en suma, todas las sutiles formas de publicidad que actúan sobre el desprevenido lector, nos hallamos en una especie de Siglo de Oro de la novela. Con esta historia, con este panorama optimista y triunfal, se podría hacer lo mismo que hizo el gran Luciano de Samosata al publicar en el siglo II su Historia verdadera: anteponerle un prólogo para confesar paladinamente que, a pesar del título dado a su obra, nada de lo que ella se contaba era cierto. ésta era la única verdad del libro.

La otra perspectiva, muy diferente, surge de la lectura directa de las obras, hecha sin lentes de aumento, sin dejarse impresionar por las reseñas -a menudo complacientes en exceso-, por los premios o por cualquier forma de publicidad. En este caso, el paisaje es menos brillante y luminoso, pero más cercano a la realidad, y no necesita de prólogo admonitorio alguno. Frente a un panorama embellecido, los hechos erigen ante nosotros otro más modesto -pero en absoluto desdeñable- que se impone. Es un paisaje en el que predomina una planicie seca y monótona, donde surgen de vez en cuando, sin demasiada continuidad, inesperadas elevaciones del terreno. Se ha producido la consolidación de valores seguros, como Luciano G. Egido, con novelas como El amor, la inocencia y otros excesos (1999), o Fernando Aramburu, que demuestra en Los ojos vacíos ( 2000) su capacidad para crear mundos propios cuya única realidad es la literaria. Enrique Vila-Matas ha redondeado con algunos títulos su singularísima obra. Ha mantenido su buen nivel narrativo Luis Landero con El guitarrista (2002) -menos artificiosa en tema y construcción que Hoy, Júpiter (2007)-, y también algunos otros autores cuya estima se creó igualmente en el decenio anterior y cuya obra ha crecido ejemplarmente, como son los casos de Ignacio Martínez de Pisón -desde María bonita (2000) hasta Dientes de leche (2008)- y de Rafael Chirbes, sobre todo por su obra Crematorio (2007), una de esas creaciones que dignifican la literatura.

Y, entre esas elevaciones súbitas que rompen la monotonía de una llanura austera y sin relieves, cabe citar algunas obras aisladas de autores que se han prodigado poco y cuya trayectoria es aún imposible adivinar, al menos en el terreno de la narrativa. Así ocurre con la novela del poeta Carlos Marzal titulada Los reinos de la casualidad (2005), soberbio ejemplo de prosa creativa, o con obras como Los agachados (2003), de Jorge Márquez, Saber perder (2008), de David Trueba, y El estupor y la maravilla (2008), de Pablo d’Ors. Es preciso también incluir, entre los hallazgos más esperanzadores de estos últimos años, dos narraciones sobresalientes publicadas en editoriales de poca difusión y por autores minoritarios: Espejos de humo (2005), de Moisés Pascual Pozas, y Más allá del olvido (2007), de Andrés Martínez Oria. Ambas pasaron en su momento casi inadvertidas para la crítica: una prueba más de la influencia que las grandes editoriales ejercen sobre periódicos, revistas, suplementos e incluso librerías para imponer sus productos. Se trata de un factor extraliterario que, sin embargo, provoca consecuencias en la literatura.

Dos autores destacables han aparecido y se han desarrollado en este decenio. Uno de ellos es Pepe Monteserín, a quien, por encima de otros títulos, debemos quizá la obra más original de los últimos años: La conferencia (El plagio sostenible) (2006), donde las fronteras entre narración y ensayo se diluyen gracias a una sorprendente inserción de la literatura en la vida, aderezada con elementos lúdicos y humorísticos que, sin embargo, no trivializan la novela. Casi al mismo tiempo, el Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig, utilizaba también la literatura como tema esencial de la obra, pero sin integrarlo tan ajustadamente en un contexto narrativo.

En un sentido diferente, ha surgido en estos años otro autor de personalidad acusada, que cultiva una modalidad afín a la "novela negra", localizada en escenarios y ambientes españoles bien conocidos por él y con una tendencia marcada a la distorsión, gracias a un tratamiento idiomático desgarrado y sorprendente que lo aleja de autores que también han visitado este terreno, como Juan Madrid, y hace pensar en la deformación esperpéntica de Valle-Inclán. Se trata de Montero Glez, autor de Sed de champán (2002), Cuando la noche obliga (2003) o Manteca colorá (2005), que, sin rehuir las convenciones de la hard-boiled novel, profundiza en los personajes y presenta una visión convincente de algunos estratos del inframundo social. Estos rasgos, acentuados, si cabe, en algunos aspectos, se prolongan en su última novela, Pólvora negra (2008), donde la novela negra se mezcla con otra modalidad genérica en boga: la narración histórica.

Los imperativos de la moda
En la difícil armonización entre ficción y realidad, entre producción narrativa y entorno histórico -o, si se prefiere, ante la disyuntiva de utilizar la novela como reflejo de una sociedad o como entidad autónoma-, existen varias soluciones posibles. La más sencilla consiste en rehuir el encuentro directo con los hechos coetáneos y trasladar la historia a épocas pretéritas. Es lo que hace la novela histórica, que tiene hoy un amplísimo círculo de lectores y que, en muchos casos, no pasa de ser pura recreación arqueológica, cuando lo que de verdad importa en esta vertiente narrativa es arrancar del pasado sucesos o conflictos que puedan ser identificados con otros actuales, sugiriendo de este modo la esencial homogeneidad de la naturaleza humana. Desde Tolstoi a Marguerite Yourcenar, los mejores ejemplos de novela histórica no dejan de apelar a la actualidad, como lo hacen, para un lector actual, las pasiones que mueven a los personajes homéricos, los celos de Otelo o los remordimientos de Raskolnikov, por muy alejadas que se hallen de nosotros las creaciones que los albergaron.

En la novela histórica actual -incluso en la cultivada por historiadores, como José Luis Corral, ángeles Irisarri, Jesús Sánchez Adalid, Juan Eslava Galán, César Vidal y otros- parece haber más preocupación por la exactitud de los datos y la determinación del marco ambiental que por la creación de personajes diferenciados y perdurables. Y algunas derivaciones, como las novelas de templarios, sectas medievales y códigos secretos, pertenecen sin más a la literatura de consumo, mimética y repetitiva, que tiene sus lectores, claro está, pero que se asienta en los arrabales de la literatura. Naturalmente, el misterio y la acción -dos componentes típicos del folletín- son ingredientes de éxito seguro si se conjugan con fortuna, y ahí está para demostrarlo la cifra de ventas que han alcanzado las obras de Carlos Ruiz Zafón y algunas de Pérez Reverte.

Por razones cronológicas obvias y atrapando la ocasión por el copete, como si la literatura fuese un juego conmemorativo, muchos escritores han publicado en estos últimos años novelas sobre la guerra civil española. Para casi todos ellos era lo mismo que escribir novela histórica, porque hablaban de unos años alejados de sus experiencias. De ahí las ingenuidades, los numerosos anacronismos -sobre todo léxicos y fraseológicos- que salpican las páginas y les dan aire de forzado pastiche. De ello no se libran ni siquiera las obras mejor documentadas y compuestas, como Mala gente que camina (2006), de Benjamín Prado. Una obra ha puesto de manifiesto estas incongruencias: la titulada ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007), de Isaac Rosa, en la que el autor reescribe y pone en solfa su propia novela anterior sobre este asunto, señalando su inmadurez y sus defectos.

Tentaciones negras
La otra corriente de moda que ha cobrado auge en estos años es la novela de misterio, más inspirada en los mecanismos de la novela negra norteamericana que en la clásica detection novel de intriga, porque, como ya enseñaron Hammett o Chandler, la investigación de un delito no es tan sólo una cuestión individual, sino que permite sacar a la luz las miserias ocultas de una sociedad. Ni siquiera un escritor como Juan Benet, tan ajeno, en apariencia, al género, se sustrajo a esta tentación y publicó en sus últimos años El aire de un crimen (1980). Más tarde han hecho lo mismo autores como Guelbenzu y Alejandro Gándara. Y no hay que olvidar la producción de Manuel Vázquez Montalbán, maestro con numerosos discípulos. Diversas variantes de la pareja detective-ayudante, procedente de A.Conan Doyle y que Vázquez Montalbán respetó, reaparecen en autores notables, como Lorenzo Silva o Eugenio Fuentes -capaces también de componer novelas con hondura psicológica muy alejadas de la indagación policial-, o, en menor medida, Alicia Giménez Bartlett. Un itinerario independiente es el del hábil Francisco González Ledesma y su nostálgico comisario Méndez, presente de nuevo en obras como Cinco mujeres y media (2005) o Una novela de barrio (2007), que parece buscar una mayor trascendencia, aunque con resultados discretos, en la reciente El candidato de Dios (2008).

En medio de mucha literatura trivial, sin más aspiración que la de entretener -¡como si fuera tan sencillo!- y servida con un lenguaje pobre, previsible y salpicado de lugares comunes, destaca un esfuerzo por devolver a la literatura su prerrogativa de mitificar una historia dándole contextura propia, independiente y más rica que la conocida en el mundo real. Me refiero a la extensísima novela de Ramiro Pinilla titulada Verdes valles, colinas rojas, un caso único en nuestra narrativa reciente, cuando el esfuerzo exigido por las grandes construcciones parece orientarse, muy debilitado, hacia el terreno de la novela corta, el cuento -es significativo que hayan surgido colecciones específicas dedicadas a este género- y, en el último eslabón, el microrrelato. La novela de Pinilla no trata sólo de reconstruir un amplio período histórico de vida en una comarca vizcaína, son que convierte este lugar en un espacio mítico -con sus historias de familias, sus leyendas y sus tradiciones peculiares- que poco a poco va desmoronándose al compás de la historia. Una escritura poderosa y una gran capacidad para la creación de caracteres psicológicos bien perfilados hacen de esta obra una singular excepción en la literatura narrativa reciente.

En menor escala, y adherida más bien a los modelos tradicionales de Ignacio Agustí y José María Gironella, la novela Fuego latente (2006), de la reaparecida Luisa Forrellad, ha tratado de rehacer igualmente medio siglo de historia barcelonesa.

Bolaño y la novela de América
Pocas veces nuestros escritores se acercan a tierras americanas. Salvo Armas Marcelo -y, en una vertiente muy concreta, José María Merino-, que ha tenido tradicionalmente casi la exclusividad y sigue ostentando la primacía, son contadas las ocasiones en que los escritores españoles sitúan el marco de sus historias al otro lado del Atlántico. Hay excepciones notables: Nuria Amat (Reina de América, 2002), Roberto Tejela (El narco consorte, 2007) o Pepe Monteserín (La lavandera, 2007). La presencia de escritores hispanoamericanos entre nosotros es, sin embargo, constante. En estos diez años, dos grandes como Vargas Llosa y Fuentes han ofrecido, respectivamente, La fiesta del chivo y La silla del águila, que no desmerecen de sus mejores logros anteriores. Y se ha producido el descubrimiento -y la temprana desaparición- de un narrador excepcional, impregnado de literatura -en buena medida, el motivo central de sus obras- y con una inventiva fuera de lo común: el chileno Roberto Bolaño, cuya novela Los detectives salvajes (1998) constituye una de las cimas de la narrativa hispanoamericana de las ultimas décadas.

Bengalas efímeras
Junto a este caso excepcional, sería injusto no recordar algunas obras aisladas que alcanzan el nivel de la mejor literatura, como Siberiana (2000), del escritor cubano, ya fallecido, Jesús Díaz, o La muerte lenta de Luciana B, del argentino Guillermo Martínez.

Diez años son pocos para afirmar con seguridad, y menos aún para vaticinar. Pero en este tiempo hemos visto esfumarse como bengalas efímeras algunos nombres antes prometedores, como José ángel Mañas, o nacer y agotarse a otros que parecían aportar una voz nueva, como Unai Elorriaga o Javier Cercas, cuyos Soldados de Salamina no han tenido continuación adecuada. Hay que confiar en que el agotamiento sea pasajero, pero es incierto su futuro, como lo es el de las tentativas experimentales que surgen de vez en cuando -como es el caso de Agustín Fernández Mallo-, donde los modelos narrativos de carácter literario y cinematográfico se ven desplazados por el comic, los blogs o determinados mecanismos informáticos. Las actitudes vanguardistas dejan siempre poso, aunque ese resultado tarde en verse. Podremos comprobarlo dentro de otros diez años.