Tierras de poniente
J. M. Coetzee
1 mayo, 2009 02:00J. M. Coetzee. Foto: Eric Miller
Hay escritores con un destino. Camus prestó su voz a una Europa escéptica y desencantada; Kafka prefigura la impotencia del hombre ante el poder totalitario; Coetzee encarna la conciencia ética de un país lastrado por la segregación racial. Hasta ahora inédita en España, Tierras de poniente aparece en 1974, el mismo año en que el gobierno racista de Pretoria impone el afrikáans en las escuelas, desatando una oleada de descontento entre la población negra que alcanzaría su punto más dramático en la rebelión de los estudiantes en Soweto. En esos años de sangre, sudor y plomo, la desaparición del apartheid parecía una quimera. Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, de padre holandés y madre inglesa, Coetzee se marchó de Suráfrica a comienzos de los 60 y no regresaría hasta 1984, seis años antes de que el preso 466/64 recobrara la libertad. El inconformismo de Coetzee no se extinguió con la subida de Nelson Mandela al poder. La persistencia de las desigualdades sociales encendió su desilusión y, tras recibir el premio Nobel en 2003, solicitó la ciudadanía australiana. Aunque Nadine Gordimer le recriminó la ausencia de un compromiso político más explícito en su reseña de Vida y época de Michael K, premio Booker 1983, Coetzee nunca se ha desviado de un actitud militante contra el apartheid. Tal vez el recelo de Gordimer pueda explicarse por el carácter metafórico de las primeras novelas, pero al escoger un escenario simbólico (como es el caso de Esperando a los bárbaros, 1980) Coetzee extiende a la reprobación moral a cualquier forma de opresión, trascendiendo los límites temporales e históricos.Tierras de poniente se divide en dos relatos. El primero adopta la forma de un informe psicológico para el ejército de los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. El segundo es una narración en primera persona que recrea la expedición de un antepasado de Coetzee, al que se atribuye el descubrimiento del río Orange y de la jirafa. Ambos textos combinan el falso rigor de la literatura científica y documental con la ironía y la enajenación de personajes implicados en injustificables aberraciones morales. En El proyecto Vietnam, el psicólogo que diseña estrategias para aliviar las tensiones de los militares norteamericanos en combate no es capaz de mantener su equilibrio mental. Infeliz en su vida privada, el conocimiento de las atrocidades cometidas contra el pueblo vietnamita producirá un delirio florido que le conducirá al internamiento psiquiátrico. Las fotografías no escamotean la verdad: un gigantesco marine violando a una niña, las condiciones infrahumanas de los prisioneros comunistas, cabezas decapitadas convertidas en trofeos de guerra. La memoria se transforma en el lienzo de estos horrores, no menos sobrecogedores que Los desastres de la guerra, testimonio permanente de la violencia del hombre contra el hombre. El psicólogo rescata la mitología freudiana para arrojar algo de luz sobre el instinto depredador de nuestra especie. Las terribles fotografías son pornografía y ejercen fascinación y espanto, indignación moral y una vergonzosa seducción erótica. Es imposible martirizar la carne y no sentir ternura y deseo hacia el cuerpo que se profana. La racionalidad cartesiana naufraga al buscar una explicación. La tortura es el umbral donde la razón abdica y el instinto manifiesta su poder. Estados Unidos representa al Padre de la horda primitiva. La rebelión de los vietnamitas es la conspiración de los hijos que matan al Padre para poner fin a su brutal tiranía. Coetzee añade una reflexión que encara la posibilidad de un apocalipsis nuclear. La técnica desborda nuestra capacidad de representación. Nos encontramos en la era de Atenea: el conocimiento ha sustituido al poder elemental de la fuerza desnuda. Hay un futuro donde el mundo continúa sin el hombre y ese futuro sólo se realizará con la aquiescencia del hombre, desdichado Prometeo que provocará su desgracia al no ser capaz de controlar su ambición.
En La narración de Jacobus Coetzee, una expedición criminal, de tintes genocidas, muestra sin pudor el racismo de los colonos europeos. Jacobus Coetzee, hijo bastardo de un holandés y una criada hotentote, se adentra hacia el norte de Suráfrica, buscando elefantes y territorios vírgenes. Al igual que Tintín en el Congo, Jacobus dispara contra todas las especies que se cruzan en el camino: antílopes, leopardos, jirafas, monos, hipopótamos, elefantes. Coetzee ya manifiesta la sensibilidad ecológica de Elizabeth Costello: la naturaleza no es complaciente con la vida de los animales, pero el hombre ha desatado una guerra de exterminio, que prospera gracias a las armas de fuego. Algo similar sucede con los bosquimanos y hotentotes. En 1760, Jacobus predice que el hombre blanco no tardará en matarlos a todos. La mujer bosquimana no es nada: “apenas un trapo con el que te limpias y luego lo tiras”. Su cuerpo maniatado esperando la violación es la prueba convulsa del poder blanco. Ancianos y niños son perfectamente desechables. Los hotentotes, en cambio, pueden ser utilizados como criados, pastores o peones. Jacobus enfermará y pasará unas semanas en una aldea namaqua. Será cuidado y atendido, pero perderá su carromato, armas y víveres. Incluso le abandonarán sus sirvientes hotentotes. Humillado y ávido de venganza, conseguirá regresar a Ciudad del Cabo. Dos años después, organizará otra expedición para borrar la aldea del mapa. Matar a “la gente oscura” es un deseo ardiente del hombre blanco y Jacobus sólo será el brazo ejecutor de una civilización superior.
Mecanismos internos es un prodigio de la crítica literaria, que completa Costas extrañas (Debate, 2004). Disponemos por fin de las piezas compuestas entre 2000 y 2005. En total, quince años de trabajo ensayístico que refleja el doloroso tránsito de la cultura europea por el siglo XX, sin ignorar los conflictos de la sociedad norteamericana y la crispada Suráfrica. Al internarse en The Misfits (1961), la notable película de John Huston basada en un guión de Arthur Miller, Coetzee se acerca a la atormentada intimidad de Marilyn Monroe. El personaje de Roslyn es el espacio concebido por Huston y Miller para que la actriz “pueda expresarse a sí misma”, criatura rota e inadaptada que alcanza su cénit dramático en la escena donde baila alrededor de un árbol entre nubes de Nembutal.
Robert Walser es otra de esas vidas malogradas que, según Coetzee, sólo adquieren grandeza en su propio fracaso existencial. Paul Celan pertenece al mismo linaje, un poeta que tal vez exige demasiado al lector porque soporta una carga excesiva como hombre. Bruno Schulz también sucumbiría en el largo pogromo de una Europa antisemita, pero sobrevivirán sus enigmáticos dibujos y sus cuentos, que expresan el paradójico destino del pueblo judío, abocado a una marginalidad esencial, donde la cultura europea ha constituido su identidad. Lo entendió perfectamente Walter Benjamin en el inacabado Libro de los Pasajes, donde el fragmento se muestra más esclarecedor que la obra finalizada. Hay un hilo invisible entre Tierras de poniente y Mecanismos internos: la voluntad de entregar la palabra al sufrimiento. Toda la obra de Coetzee responde a este imperativo, un absoluto moral que permite hablar a los que no son nada, a los que murieron en el olvido y ahora levantan la voz para recordarnos que existieron.