El espíritu áspero
Gonzalo Hidalgo Bayal
24 julio, 2009 02:00Escuela española en los años 50. Foto: AGA
Hora es ya de proclamar la excelencia de un autor que habría que situar, por méritos propios, en la línea primera de nuestros narradores actuales. El espíritu áspero es una especie de prolongación y ampliación del mundo ya delineado en obras anteriores: la imaginaria tierra de Murgaños, la ciudad de Murania, pueblos como casas del Juglar y sus alrededores -Múrida, Murganillos, Soz, La Moga, etc.-, topónimos sonoros que, aun teniendo como modelo real las comarcas del norte de Cáceres, han alcanzado sobrada entidad por sí mismos y configuran el ámbito geográfico de las historias, el Macondo particular del autor. Si en Mísera fue, señora, la osadía el marco histórico de las acciones se situaba en los últimos años del franquismo y en El cerco oblicuo (1993) el tiempo acotado era de la transición política a partir de 1975, El espíritu áspero amplía el enfoque temporal y sigue, a lo largo de 262 fragmentos o parágrafos, el desarrollo de unas vidas a lo largo de medio siglo XX, como indican algunas alusiones y referencias a la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y sus afanes culturizadores, la guerra civil, las represalias de los años inmediatos -léase con detenimiento el humorístico y a la vez doloroso relato del juicio militar contra el "desafecto" don Gumersindo en las páginas 194-210- y los primeros signos del despegue económico basado en la construcción.
En este marco histórico y geográfico -con algunas contadas salidas a Madrid- aloja el narrador, que se refiere a sí mismo como "Bayal" en un par de ocasiones, una serie de peripecias, algunas de ellas vividas y otras -las más antiguas- leídas en un manuscrito que don Gumersindo, el profesor de latín del Instituto, dejó escrito con el título de "Beatus ivre". Esta mezcla de Horacio y Rimbaud lograda mediante la paronomasia pone en la pista de un procedimiento esencial en la escritura de la novela que constituye, además, un rasgo constante en la literatura de Hidalgo Bayal: los juegos lingöísticos, el gusto por los palíndromos inesperados -uno de ellos servía de título a la novela del autor titulada Amad a la dama, atribuida al escritor palindrómico "Saúl Olúas", autor igualmente de La sed de sal o de Sale el as (p. 54)-, por las bromas etimológicas, por las creaciones neológicas, las deformaciones y juegos métricos y las parodias de todo tipo: en el colegio de los Padres Hervacianos estudian los "infelices hervatillos" (pág. 104); se distingue entre "erudito" e "hirudito", que es, de acuerdo con la base latina hirudo, "sanguijuela del entendimiento ajeno" (pág. 259); la fusión de las iniciales de los enamorados Minerva Cabañuelas y Mente Cato da origen a una fórmula amorosa einsteiniana: E = MC2; la parodia de textos filosóficos produce divertidos neologismos como aquidad o ahoridad (pág. 231); "No hay Dios sin tres" (pág. 152) es la fórmula de un personaje para explicar la Santísima Trinidad; Franco es el "general superlativo", y hay delitos "de lesa generalisimidad" (pág. 451) o "de lesa regiminidad" (pág. 458); incluso "puticidad" (pág. 317) se nos antoja en el contexto un neologismo insoslayable.
Con una actitud de lejana estirpe barroca, y en una línea en la que figuran nombres como Julio Cortázar, Raymond Queneau, Guillermo Cabrera Infante o Julián Ríos, Gonzalo Hidalgo convierte las páginas de El espíritu áspero en un ininterrumpido festín verbal. Acaso el ingenio del autor, encarnado sobre todo en personajes como don Gumersindo, se extiende con demasía a otros, como Ramiro, Valentín o los componentes del grupo musical "Tia Laos" (otro malicioso palíndromo), con detrimento de la verosimilitud. Nada hay que objetar, sin embargo, a esta pirotecnia verbal, porque es gracias a ella como se logra que cada página ostente lo que sin duda es uno de los atributos de la verdadera literatura: el hecho de que, gracias al tratamiento idiomático de sus componentes, lo conocido y familiar nos parezca nuevo. Aquí se recogen muchas historias, se sigue la trayectoria de muy diversos personajes bien trazados, como don Gumersindo, Pedro Cabañuelas y su mujer, Ramonato, el hispanista Walter Alway, Vizcaíno y el grupo de amigos, don Ananías o algunos de los profesores del colegio religioso hervaciano, cuyos perfiles caricaturescos recuerdan a veces a los jesuitas de la novela AMDG, de Pérez de Ayala. El relato es de naturaleza cervantina: el narrador va y viene en el tiempo, mezcla sus recuerdos personales con los datos entresacados del "Beatus ivre" de don Gumersindo -en algún caso retrasa demasiado algunas informaciones, como sucede con el parágrafo 112, o incurre en alguna repetición (pp. 239 y 251)-, y, como ya hizo Cervantes, se permite apostillar, reducir o poner en duda algunas informaciones de la fuente escrita.
El conjunto abarca, como ya se ha dicho, medio siglo de historia española visto desde un lugar alejado y recóndito, desde un territorio al que los sucesos de la historia coetánea llegan como con sordina y donde lo que se desarrolla es una intrahistoria que no consiste únicamente en la acumulación de pequeños detalles, sino en el reflejo fiel, como en un microcosmos, de los vaivenes de la vida española. Si, por ejemplo, la afición de Pedro Cabañuelas al mundo cartaginés parece segregarlo de su mentor don Gumersindo, devoto de la cultura romana -e incluso se produce cierto alejamiento durante los años de la guerra-, esta divergencia, que traduce a escala minúscula la sangrienta confrontación real de los españoles, se cierra con un acercamiento progresivo tras el destierro de don Gumersindo, en un movimiento iniciado por Pedro Cabañuelas que simboliza sutilmente la reconciliación de antiguas posturas enfrentadas.
Hay mucha sutileza en estas páginas -ya no sólo expresiva-, mucha hondura en la visión de ese pequeño mundo, definitivamente engrandecido por la literatura. Estamos ante una espléndida novela.
Así comienza El espíritu áspero
"Cautiva la mirada, absorto en los destellos fugaces que las lámparas arrancaban a la roja intensidad del vino, don Gumersindo fingía un pudoroso interés frente al discurso en que el ontólogo de Andarón vertía profusas alabanzas, desmesurados méritos. Antes había leído, entre aplausos, ohes de asombro y comentarios al margen, los numerosos telegramas de adhesión enviados desde los más diversos puntos y por los más insospechados remitentes, en su mayoría antiguos alumnos que habían alcanzado cátedras, subsecretarías, escaños, o entrevisto un huequecito, al servicio de la ONU, en el apartamento nebuloso de ordinales avenidas neoyorquinas. Especial sorpresa produjo, sin duda, tanto o más que por el contenido por el renombre que lo firmaba, el enviado por el escritor Saúl Olúas, cuyo enigmático texto rezaba sólo: "Sum summus mus". Después se adelantó Ramiro A. Espinosa, el vate de Murania, para declamar una encendida loa, sazonada de adjetivos explosivos, magnánimos y esdrújulos. Durante los minutos que se prolongó el recitado, acosado por la pródiga impiedad de los endecasílabos, el profesor se removió esquivo en su asiento, en ascuas [...] «Poeta, haz versos, pero no odas», dijo en voz baja para regocijo de los flancos comensales.