La segunda muerte de J. D. Salinger
La muerte de J. D. Salinger (Nueva York, 1919) parece irreal porque su vida se había escamoteado a la opinión pública desde 1965, internándose en un silencio deliberado y estricto. Sin la resonancia trágica de Ambrose Bierce, que desapareció en el fragor de la Revolución mexicana, Salinger adquirió la estatura del mito al repudiar la popularidad que había adquirido con El guardián entre el centeno (1951), donde Holden Caulfield encarnaba la rebeldía de la joven burguesía americana, reacia a aceptar la educación de unos padres conformistas y autocomplacientes. La novela no pretendía inculcar nuevos valores ni promover el cambio social. Sólo era la certificación de un fracaso que anunciaba un porvenir de escepticismo, desencanto y desencuentros generacionales. No es casual que poco después, Nicholas Ray dirigiera Rebelde sin causa (1955), donde se confirmaba que la guerra del 45 había constituido efectivamente la derrota del fascismo, pero también había liberado un profundo malestar. Los jóvenes no se dejaban educar porque el mundo había perdido la fe en dogmas e ideologías.
El guardián entre el centeno revelaba que Salinger era un prosista excepcional, con grandes dotes para la narración y la creación de personajes, capaz de combinar la introspección con el humor y el absurdo. En 1953, aparecerían Nueve cuentos, donde se apreciaba la huella de Scott Fitzgerald, pero con el lastre de una metafísica alimentada por las religiones orientales y cierto énfasis retórico. Esas limitaciones se repetían en Fanny y Zooey (1961) y Levantad carpinteros la viga maestra (1963), relatos o novelas breves protagonizados por la familia Glass, una colección de seres improbables que reproducían la mezquindad de una América ebria de prejuicios. Hapworth 16 sería el último cuento de la saga. Después, el silencio o, más exactamente, el ruido. Convertido en personaje de ficción (Descubriendo a Forrester), su hija Margaret publicó unas memorias que le acusaban de una incurable afición a las jovencitas y una perversidad que le empujaba a comportarse como un tirano o un depravado sexual. No sabemos si realmente era así (un ogro atormentado por su experiencia en la Segunda Guerra Mundial), pero es inevitable que la noticia de su muerte nos produzca cierta incredulidad. Tal vez no se trate más que de una notable exageración, como ya sucedió con Mark Twain o del ardid de un mago que ha conseguido realizar el truco perfecto, extraviándose para siempre en una chistera de doble fondo.