Image: El siglo de los intelectuales

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Letras

El siglo de los intelectuales

Michel Winock

4 junio, 2010 02:00

Zola, el "primer intelectual", según Manet

Trad. de Ana Herrera. Edhasa. 1.056 pp., 55 e.


El marxismo pretendía transformar la realidad. Menos ambiciosos, más apegados al presente, los intelectuales se conforman con influir en ella. Los intelectuales son los herederos naturales de Sócrates, que transformó la impertinencia en método filosófico. El intelectual es un personaje incómodo, irritante, que rehúye el dogmatismo y desconfía de las utopías. No es Shopie Scholl, que compromete su vida para rescatar la dignidad de Alemania, ni Margarete Buber-Neumann, que soporta las sevicias del Lager y el Gulag y, sin embargo, escribe: "nunca me faltó el regalo de la amistad". El intelectual alecciona y moraliza, pero su vida raramente es ejemplar.

El historiador francés Michel Winock (1937) ha realizado un estudio minucioso sobre el origen y el papel de los intelectuales en el siglo XX. La figura del intelectual nace en Francia con el famoso Yo acuso de Zola y se extiende hasta nuestros días. Winock sólo se ocupa de los intelectuales franceses. Bertrand Russell, Arthur Koestler o Isaiah Berlin no aparecen en este monumental trabajo, que no esconde la naturaleza ambigua del intelectual, donde el afán de notoriedad y la mentira conviven con el sacrificio y la defensa de la verdad.

El caso Dreyfus marca el inicio de una controversia entre la Francia nacionalista, xenófoba y antisemita y la Francia que fraguó el espíritu de la Declaración de Derechos del Hombre. Maurice Barrès se convertirá en el primer valedor de un nacionalismo enfermizo, que ni siquiera intenta averiguar si la condena de Dreyfus es injusta, pues entiende que lo esencial es preservar el prestigio del ejército y no sucumbir a la conspiración judía, orientada a destruir el concepto de nación. Barrès estima que el individuo es irrelevante frente a la Tierra y los Muertos (los nazis hablarán de Sangre y Suelo). Su cinismo e insensibilidad hacia esa "entelequia que llamamos persona" recuerda la filosofía del verdugo de Joseph de Maistre que presupone la culpabilidad de cada ser humano, asegurando que el poder del Estado no debe conocer límites. Winock nos describe a un Barrès megalómano e infatuado, exquisito y refinado hasta el extremo de justificar su pensamiento con argumentos estéticos. "Ser nacionalista no es un hecho moral. Se trata de una cuestión de sensibilidad". El que no siente la nación como algo que trasciende su propio yo, no se diferencia mucho del que carece de gusto para apreciar la perfección de los vitrales policromados de una catedral gótica.

El conflicto entre Barrès y Zola se prolongará hasta la II Guerra Mundial, cuando algunos intelectuales, como Drieu La Rochelle, Brasillach o Céline abrazan la causa del fascismo y otros -Malraux, Sartre, Simone Weil- luchan contra él, transformando su compromiso con una Europa democrática, tolerante y plural en el hecho central de sus vidas. Al margen de su antagonismo radical, hay algo que les une a todos: el anhelo de no pasar desapercibidos. A veces exageran sus méritos (Malraux se disfraza de aviador) o se comportan de forma teatral (Sartre rechaza el Nobel; Breton prodiga anatemas). Cuando el heroísmo es real, bordea la neurastenia: aquejada de tuberculosis, Simone Weil rechaza el alimento para compartir las privaciones de los franceses; Saint-Exupéry moviliza sus influencias para alistarse en una escuadrilla de aviadores a los que duplica la edad. Ambos pagarán el gesto con sus vidas.

La discrepancia ideológica no impide cierta afinidad vital. Drieu La Rochelle, con su aire trágico y romántico, elogia la guerra, asegurando que forja la grandeza de los pueblos. Saint-Exupéry no es un belicista, pero no oculta su simpatía hacia el riesgo, el sentido del honor o la trascendencia religiosa. Al igual que Maurras, experimenta una profunda aversión hacia el materialismo que contamina a la cultura occidental, escarneciendo todas las empresas del espíritu. Barrès, Maurras y Péguy constituyen un frente concebido para liquidar la herencia ilustrada. Los enciclopedistas han sembrado el nihilismo en las jóvenes generaciones. Barrès responsabiliza a los nuevos maestros del suicidio de su sobrino. Los jóvenes se quitan la vida porque ya no creen en el honor, la familia, la religión y la patria.

La respuesta a la reacción tradicionalista no tardará en llegar. Impregnado por la filosofía de Nietzsche, Gide rompe con el cristianismo y la utopía comunista, dos idearios enfrentados por la historia, pero igualmente uncidos a una perspectiva moral. Los alimentos terrenales es un manifiesto contra cualquier metafísica que denigra lo inmediato, alegando que la felicidad nos espera en un futuro. Gide considera que la "puerta estrecha" a la que aluden los evangelios sólo garantiza el infortunio. La dicha hay que buscarla en el presente y no procede del espíritu, sino de los sentidos. No hay que esforzarse en justificar la vida, pues la vida es injusta y el filósofo sólo puede ser un "inmoralista". Gide prepara el terreno a los surrealistas con su teoría del acto gratuito. El protagonista de Los sótanos del Vaticano arroja a un desconocido desde un tren en marcha, sin experimentar culpabilidad ni alegar pretextos. Es un acto puro, de inocencia premoral, que no se puede juzgar ni condenar, pues pertenece a la misma categoría que los juegos infantiles, donde no hay perversidad, sino un placer irreflexivo.

Los surrealistas, continuadores de la revolución moral y sexual impulsada por Gide, identifican esa inocencia precristiana y antiburguesa en los crímenes de Germaine Berton y Violette Nozière. Berton mata por convicción política; Nozière asesina a sus padres por oscuras e ilegítimas pasiones.

Pasan los años. Se apacigua el fervor de las vanguardias. Surgen nuevos intelectuales: católicos íntegros, pero inconformistas (Bernanos, Mounier); existencialistas que perciben la vida como un esfuerzo inútil (Camus) o que confían en el marxismo como herramienta de transformación social (Sartre); nuevos conservadores, que no miran hacia atrás, sino hacia un porvenir, donde los cambios se produzcan por medio de reformas y nunca por revoluciones violentas (Raymond Aron); mujeres que entienden la liberación femenina como una etapa irrenunciable en la emancipación del género humano (Simone de Beauvoir); estructuralistas y postestructuralistas que diseccionan los mecanismos del poder político, denunciando su intromisión en la vida privada por medio de la escuela, la clínica o una sexualidad falsamente normalizada (Foucault). ¿Se acaba la lista o podemos incluir en ella a Henri-Lévy, Finkielkraut, Luc Ferry o Michel Onfray, sin menospreciar a otros muchos?

Winock estima que el radicalismo ha convertido a los intelectuales en una figura anacrónica. Pedían lo imposible y la historia nunca se pliega a una expectativa tan alta. Winock no repara en que hay una enorme distancia entre el intelectual y el filósofo. Sócrates fue un intelectual, un agitador, un sofista; Platón, Hegel, Marx o Sartre se inclinaron por la teoría, especulando con la posibilidad de realizar el absoluto. Se echa de menos esta distinción en el admirable estudio de Winock, abocado a convertirse en un clásico de los estudios culturales. Winock escribe con una prosa fluida y amena, nada francesa. No se muestra nostálgico con los intelectuales. Asegura que sigue existiendo el intelectual orgánico (Gramsci), pero ahora se disfraza de columnista, tertuliano o humorista de medianoche. Tal vez no se equivoque al afirmar que la función crítica corresponde a la sociedad y a los educadores, pero da miedo pensar cómo sería el mundo si alguien no se hubiera atrevido a escribir el célebre Yo acuso.

Intelectuales Fernando Aramburu

Eran tiempos distintos. Las capas populares abrigaban un anhelo de liberación que nada tenía que ver con el privilegio actual de adquirir bienes de consumo. El dinero aún no había suplantado los ideales colectivos. Y ellos, duchos en la palabra escrita, modelaban la opinión pública en la artesa de las cuestiones éticas y sociales. La prensa diaria fue su púlpito. Aquella prensa, ¿quién se acuerda?, que no se limitaba al menudeo de chismes y sensaciones. Debatían a veces con acritud. Sus desencuentros, sus enemistades, adornan hoy la historia cultural de sus naciones. Anécdotas aparte, encarnan la diversidad de ideas, base de la democracia. ¿Quién sino ellos puede pensar con profundidad y matices la realidad social que nos envuelve? Hemos pasado una época de bonanza que, según dicen, se acaba sin remedio. Ahora que estamos amodorrados, gordos, perezosos, quizá los necesitemos más que nunca.