Image: Imperator

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Letras

Imperator

por Isabel San Sebastián

30 julio, 2010 02:00

Isabel San Sebastián. Foto: Alberto Cuéllar

LA ESFERA DE LOS LIBROS

Isabel San Sebastián -como ya hiciera en La visigoda y Astur, obras que han superado los 120.000 ejemplares en ventas- da vida de nuevo en esta novela a unos personajes históricos y resucita un mundo olvidado, de paisajes tan evocadores como los de las Cruzadas, en el que el poder y la gloria se jugaban a una sola carta: la Fuerza.

El primer mártir del que llegaron noticias a Fanjau se llamaba Pedro y era panadero.

Corría el año del Señor de 1204 y en toda Francia resonaban los ecos del llamamiento lanzado por el papa para combatir la herejía. El soberano, Felipe Augusto, había ordenado levantar hogueras por doquier a fin de erradicarla de sus dominios, y su brazo secular golpeaba de manera tan implacable como la furia del populacho.

Acorralados, apedreados, linchados a palos en plazas y campos o abrasados vivos en sus hogares, gnósticos, valdenses, bogomilos y demás seguidores de doctrinas desviadas entregaban el alma a su Dios entre atroces sufrimientos. Pero eran sin duda los cátaros quienes representaban el mayor peligro de contagio, dado el vertiginoso ritmo al que se propagaba su creencia, y eran sus cabezas visibles quienes merecían, en consecuencia, la consideración más severa. Por eso eran las más perseguidas.

A Pedro, propietario de una tahona en un pueblecito cercano a Reims, le denunció un competidor celoso de su prosperidad, lo que le catapultó de inmediato a la condición de ejemplo. ¡En mala hora! De la noche a la mañana se convirtió en un fantoche horrendo, expuesto a las garras del vulgo con el propósito deinfundir terror. Su nombre había sido escrito en el Libro del Mal Agüero.

Una madrugada de invierno, poco antes del amanecer, fue detenido en su domicilio por los soldados del conde, arrastrado de calle en calle a medio vestir, zarandeado, sometido a las burlas de sus propios vecinos sin explicarse el porqué de semejante odisea, y finalmente arrojado a la suciedad de una mazmorra, en la que se abandonó exhausto, incapaz de comprender. Allí permaneció encadenado durante muchas jornadas idénticas en su monotonía, hasta que una pelambrera grisácea le cubrió el rostro. Entonces, un día como cualquier otro, apareció por allí un barbero, le permitieron asearse y ponerse ropa limpia, y le condujeron al tribunal que había de juzgarle, compuesto por una docena de clérigos a quienes presidía el obispo de la ciudad.

-Jura solemnemente que acatas la autoridad de la Santa Madre Iglesia aceptando con humildad sus preceptos -le conminó el instructor de la causa, envuelto en un hábito oscuro.

-¿Por qué he de jurar lo que jamás he cuestionado? ¿De qué se me acusa exactamente y quién es mi acusador? -respondió él, eludiendo el fondo del asunto, pues su fe no reconocía más intermediarios entre los hombres y Dios que su Hijo, Jesucristo.

-Jura o perecerás. Jura que el cuerpo de Cristo está presente en la sagrada hostia y que sólo el bautismo del agua nos lava la mancha del pecado original.

Pedro palideció. El fiscal, con una voz que parecía surgir de las profundidades de la tierra, acababa de poner el dedo en la llaga que desgarraba a la familia cristiana. Los "puros", a quienes muchos denominaban con la palabra griega "cátaros", otros "albigenses", por el emplazamiento de su cuartel general, y la mayoría simplemente "herejes", rechazaban obstinadamente los sacramentos que los católicos consideraban cimientos esenciales de su religión y argamasa de su unidad. Para ellos todo era más sencillo, pues únicamente habían de regir su conducta sabiendo elegir entre el bien, manifestado en el espíritu, y el mal, representado en todo lo material, obra engañosa del diablo. Una elección acertada les obligaba a vivir con la máxima humildad, lejos de cualquier goce mundano, pues su vía hacia la salvación no era otra que la pobreza extrema. Claro que un fabricante de panes no se exigía a sí mismo tanto. Tampoco lo hacía la mayoría de sus correligionarios, que admiraba el ascetismo de los "perfectos" asumiendo, al mismo tiempo, su propia debilidad. De ahí que muchos de ellos hubieran renegado públicamente de su fe con el fin de salvar la vida, como tendría que hacer Pedro si quería ver de nuevo la luz del sol que tanto amaba.

¿Por qué se le pedía un comportamiento extraordinario -se había preguntado una y otra vez en la oscuridad de su encierro- si no era más que un hombre cualquiera? ¿Quién le había asignado semejante cáliz? ¿Alguien le había preguntado si deseaba representar el papel? Él no había nacido para ser un héroe. Lo suyo era la harina que sus sirvientes traían en grandes sacos del molino viejo, el agua tibia a la que agregaba levadura en la proporción adecuada para cuajar un pan esponjoso, el tacto suave que adquiría la masa al empezar a crecer… Ésa era su vida.

-Arrodíllate y besa la cruz de Nuestro Señor -amenazó la voz del acusador, ofreciendo a los labios del reo un crucifijo de madera y plata.

-No adoraré un instrumento de suplicio -replicó Pedro, sin renegar de Jesucristo ni traicionar sus creencias-. No besaré el madero en el que fue torturado el Hijo de Dios.

-¿Te atreves a despreciar el símbolo de nuestra redención? ¡Jura de una vez, blasfemo, o sométete al juicio divino!

No fue la valentía lo que le movió a hacer lo que hizo, ni tampoco el fervor religioso. Fue más bien la rabia, unida al cansancio. La conciencia de haber llegado al final de lo soportable sin conseguir mover una pulgada las posiciones de partida que habían desencadenado esa situación, así como el consiguiente abandono, fruto de la resignación. Una extraña mezcla de indiferencia y prisa por acabar, en la certeza de que su respuesta le abriría de inmediato las puertas de la libertad. Con voz sorprendentemente tranquila, señalando uno a uno a todos los miembros del tribunal, exclamó:

-No es Dios quien me somete a este juicio sino vosotros. Vosotros que os consideráis mejores que yo. Vosotros, con vuestros vientres prominentes y vuestras conciencias satisfechas…

No pudo concluir la frase. Dos guardias armados le sacaron de la sala en volandas, mientras él desgranaba un padrenuestro, ahora sí, ya a gritos, presa de un ataque de cólera del que se arrepintió de inmediato.

Al amanecer del día siguiente, ante los muros de la fortaleza, el verdugo a las órdenes de Roberto de Dreux, señor de Reims, fue el encargado de ejecutar la sentencia, en presencia de la esposa del magnate, la condesa Matilda, de toda la corte, revestida de sus mejores galas, y del variopinto gentío acudido a contemplar lo que anticipaba iba a ser una ejecución de las más jugosas.

Con el mismo manto que llevaba al comparecer ante sus jueces, la cara sucia, los ojos hinchados por el llanto y las manos atadas a la espalda, el hereje subió por su propio pie a lo alto del haz de leña preparado para reducirle a cenizas.

Sus pasos eran vacilantes, se tambaleaba al ascender cada peldaño, pero, sordo a las imprecaciones que le escupían los asistentes a su particular calvario, mantenía una serenidad que algunos tomaron por prueba inequívoca de su posesión demoníaca y otros simplemente por locura. El secreto estaba en un bebedizo que le había hecho llegar, sobornando al carcelero, uno de los pocos cátaros que aún quedaba en la ciudad, oculto bajo una identidad falsa y una religiosidad fingida. Aquel brebaje de hierbas había adormecido sus sentidos, más llamados que nunca en aquel trance a servir de instrumento a Satanás. Le iba a brindar, al menos, el consuelo de un final sin excesivo dolor físico.