Mario Vargas Llosa. Tributo a un Nobel
La concesión del Premio Nobel a Mario Vargas Llosa es una gran noticia para la literatura en lengua española, pero, sobre todo, hace justicia a los méritos de un escritor de tarea incesante y variada, que no sólo es creador de ficciones propias, sino agudo intérprete de obras ajenas, como acreditan sus monografías sobre García Márquez, Flaubert, Victor Hugo y Onetti, entre otros autores.
No nos encontramos, sin más, ante un narrador -portentosamente intuitivo, eso sí-, sino en presencia de un intelectual que reflexiona con solvencia y profundidad acerca de la literatura -de su naturaleza, su función y sus técnicas- o sobre las transformaciones sociales y políticas de nuestro mundo, y que a menudo transforma las ideas y conocimientos de un homme de lettres en materia novelable.
Esa mezcla de experiencias personales y reflexiones constituye el cimiento que sostiene la obra narrativa de Vargas Llosa. En Los cachorros, un relato juvenil, se planteaban algunos de los motivos que vertebrarían luego la obra del escritor. Así, el de la adolescencia y sus impulsos frente a una sociedad represora, versión palmaria de la pugna entre la libertad individual y el autoritarismo -familiar, social, político- que tiende a cercenarla.
En el colegio, Pichula Cuéllar es el alumno distinguido, pero la desdichada amputación que sufre como consecuencia del ataque de un perro lo convertirá en un ser marginado por sus propios compañeros. Ya en este relato se advierte el empeño del autor -que se prolongará a lo largo de su obra- de romper con los moldes de la narración tradicional: los diálogos, el estilo indirecto libre y las distintas voces narrativas se mezclan con los fragmentos encomendados al clásico narrador omnisciente, de modo que el resultado es una realidad caleidoscópica, fragmentaria e insegura, como suma de diversos puntos de vista complementarios, entre los cuales el único que falta es, precisamente, el de Cuéllar, lo que recalca su naturaleza de objeto sometido a observación desde fuera, como un espécimen entomológico.
Pero será La ciudad y los perros (1962) la primera obra madura del escritor. La escuela de Los cachorros es ahora el colegio militar Leoncio Prado, donde la disciplina es mucho más rígida y la brutalidad como signo de hombría constituye un valor permanente. La violencia y crueldad de los castigos han favorecido la creación de un “Círculo” privado de estudiantes cuyo comportamiento reproduce los mismos esquemas inculcados por las autoridades docentes y en cuyo seno llega al límite la violencia con el robo del cuestionario previsto para el examen y el asesinato del delator.
El personaje más noble de la historia -una especie de segundo Cuéllar y, como él, trasunto del autor- es Alberto Fernández, poeta y testigo de los hechos, que, en contra de sus convicciones, se verá obligado a quemar sus cuentos, a obedecer a los despóticos oficiales y a olvidar lo sucedido para no ser expulsado de la institución, porque, una vez más, el poder opresor aplasta al individuo y ahoga su libertad.
La casa verde (1965) es una suma de historias variadas -la de don Anselmo y su prostíbulo de Piura, la del contrabandista y maltratador Fushín, corroído al final por la lepra, o la del indigno sargento Lituma, capaz de aprovecharse de la prostitución de su mujer- que, además de denunciar la frivolidad de un ejército tercermundista aliado con la Iglesia, mantiene su arquitectura merced a una técnica ya probada, como la de presentar simultáneamente y en el mismo párrafo, a fin de compensar la linealidad del lenguaje, diálogos que se producen en momentos y lugares distintos, voces que se cruzan y ayudan a sugerir una realidad fragmentaria e incompleta cuyo desciframiento exige la colaboración del lector.
Acaso hay que recordar aquí un modelo compositivo como el de la trilogía de Sartre Les chemins de la liberté -no sólo por las afinidades patentes entre la concepción literaria de ambos escritores-, sobre todo en el segundo volumen, Le sursis (1945). Personajes como el práctico Adrián Nieves, la lavandera Juana Baura -que da continuidad a dos generaciones- o el exaltado padre García, son algunas de las múltiples figuras que permanecen en la memoria del lector. El estilo narrativo acumula fragmentos discursivos diferentes, sobre todo en escenas rápidas con muchos personajes. El propio Vargas ha escrito palabras reveladoras acerca de la génesis de La casa verde en su ensayo Historia secreta de una novela.
Los oficiales de La ciudad y los perros y el destacamento militar de La casa verde -representantes de la disciplina brutal y la autoridad impuesta- sufren ahora un varapalo mayor, con inesperados ribetes humorísticos y caricaturescos, en Pantaleón y las visitadoras (1973), donde la historia del capitán que recibe la orden de proporcionar prostitutas a un grupo de soldados rebaja hasta niveles grotescos la función del ejército como uno de los pilares de la sociedad. Pantaleón es un digno y honrado militar que, sin embargo, tiene que doblegarse ante sus superiores -como lo había hecho el poeta Alberto Fernández- y que más tarde se doblegará de nuevo ante el poder seductor de Olga Arellano, que le hace romper sus principios.
La mezcla de realidad biográfica y ficción se acentúa en La tía Julia y el escribidor (1977). Si se describe simplemente como la historia de Mario, que se enamora de su tía política Julia, diez años mayor que él, y logra salvar dificultades hasta casarse con ella, se simplifica abusivamente la obra, ya que, además de la permanente denuncia del autoritarismo -en este caso, el de las convenciones sociales- que reprime la libertad, habría que anotar el paralelismo irónico entre la vida que Mario planea para sí mismo, fuertemente rechazada por su entorno, y las historias truculentas que escribe para la radio el folletinista Pedro Camacho, bien recibidas por los mismos que repudian el propósito de Mario.
Es patente el contraste entre realidad y ficción y la distinta óptica con que las enfocamos. Por eso la solución es tal vez mezclar armónicamente ambos planos, que es lo que Vargas Llosa ha procurado hacer siempre. Un ejemplo más es su novela inmediata, La guerra del fin del mundo (1981). Desde el intimismo de La tía Julia saltamos a la complejidad del gran fresco colectivo, donde alientan los modelos de Guerra y paz, La cartuja de Parma o Victor Hugo.
La historia de la rebelión de Canudos, en Brasil, a finales del XIX, había sido novelada por Euclides da Cunha en Os sertoes (1902), y Vargas Llosa, sin falsear los datos históricos, amplía el ámbito de las acciones para abarcar un mundo complejo, donde las clases sociales, la situación política, las frustraciones de los más desfavorecidos y ciertas prédicas religiosas forman un conglomerado que, una vez más, multiplican personajes, voces y perspectivas que sitúan la obra en el camino de esa novela total que ha presidido las mejores creaciones del género.
Por encima de todo sobresale la figura de Antonio Conselheiro, que anuncia la llegada del Anticristo (la joven República brasileña, empeñada en separar Iglesia y Estado) y arrastra hacia la nueva Jerusalén de Canudos a turbas de seres marginales y descontentos, sin horizonte alguno en sus vidas.
Otra insurrección malograda, aunque de ámbito más reducido, se narra en Historia de Mayta (1984), recomposición de la historia del idealista Alejandro Mayta, convertido en agresivo militante político, y la intentona de Jauja de 1958. Se trata de rehacer los hechos mediante diversas entrevistas, procedimiento que hace pensar en el reportaje periodístico, pero también en otros modelos, como la estructura narrativa utilizada por Orson Welles en Ciudadano Kane, con todas sus derivaciones.
También aquí hay diálogos cruzados y voces que se mezclan, pero lo esencial son las divergencias, las versiones diferentes de los hechos ofrecidas por los distintos entrevistados. Una vez más, la verdad es evasiva, y sólo alcanzamos una suma de perspectivas parciales que nunca recubren la totalidad. Este perspectivismo -que inventó y practicó magistralmente Cervantes- es una constante en Vargas Llosa.
Y convendría anotar, de pasada, la versatilidad del autor en la parodia de modalidades genéricas, como el relato de intriga en ¿Quién mató a Palomino Molero? (2008) -donde, sin embargo, no se oculta el fondo social, como en las mejores novelas negras- o la narración erótica de Elogio de la madrastra (1988), desenfadada apología de la transgresión como manifestación de la libertad. Por último, y ya sin espacio para cerrar adecuadamente esta revisión, es necesario destacar la última gran novela -hasta el momento- del autor: La fiesta del chivo (2000).
De nuevo se parte de un hecho histórico: el asesinato del dictador de la República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo, evocado gracias al relato de Urania Cabral, exiliada cuyo padre perteneció al círculo de Trujillo y que ahora vuelve para acompañar a su progenitor en sus últimos días, que cerrarán también simbólicamente el recuerdo de una época ominosa.
La reconstrucción minuciosa de los hechos y su aparente carácter documental se benefician de una escritura poderosa que los potencia y traza como fondo, una vez más y aunando dos perspectivas separadas por dieciséis años de vida, el tapiz de la corrupción social, las perversiones de todo tipo, la degradación moral que ensombreció y envileció durante años una colectividad. En este ajuste de cuentas con un poder abusivo se muestra, fresco e inmarcesible en sus convicciones y en su estilo narrativo, el mismo Vargas Llosa de hace cuarenta años, para quien la literatura es algo más que un ejercicio estético y que ahora acaba de recibir, aunque tardíamente, el reconocimiento de la Academia sueca.