Raymond Carr. Foto: Paco Toledo.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
[...] En España, por aquellos años, no había más que un turismo británico de élite. Al parecer los pocos ingleses que se encontraron por la Península llevaban consigo o habían leído el libro Fabled Shore, de Rose Macaulay, publicado sólo un año antes en Inglaterra. La autora había recorrido España y hacía interesantes observaciones sobre la historia, el carácter, la geografía... Raymond y Sara también llevaban el libro consigo. Pero además, ambos habían leído a Brenan. España era un palimpsesto histórico, decía la guía. Había tal cantidad de maravillosos monumentos históricos (descuidados) por todas partes, que parecía que crecieran «como higueras salvajes». Tantas oleadas de invasores le conferían una gran riqueza y variedad cultural. Los españoles debían estar acostumbrados a los extraños, y por lo general era gente sumamente amistosa, «enormemente amables y corteses, por encima de otros pueblos» se leía en el libro de la Macaulay, «cortesía aplastante» anotaba en el margen Raymond. Sin embargo, había zonas en las que, como destacaba la autora (y Raymond corroboraba), los lugareños insultaban a los turistas, los apedreaban o les lanzaban tomates. Quizás porque no había apenas turistas. Raymond y Sara se cruzaron con un solo automóvil conducido por un inglés. Era todavía muy difícil encontrar gasolina. Las carreteras eran espantosas y hacían que su coche se moviera como si se fuera a desarmar, así que en las guías enseñaban cómo decir en español: «Mi automóvil ha caído en una cuneta. ¿Me puede hacer el favor de enviarme un buey para sacarlo?». Y luego estaban los posibles problemas políticos, en realidad los menos si se era un turista. En ciertas zonas advertían a los extranjeros contra los maquis «predadores» que asaltaban a los viajeros para mostrar su descontento con el régimen. Pero no era normal encontrarse con un maquis furioso. Lo más habitual era que, si los visitantes mostraban su interés, la gente charlara con ellos para quejarse más o menos abiertamente. «Nunca ha estado en un país cuyos ciudadanos se mostraran tan ansiosos por expresar sus puntos de vista sobre su gobierno», escribía Brenan, que acababa de viajar a España sólo un año antes. Había un enorme descontento con el régimen por la pobreza, por el coste de vida, la corrupción y el mercado negro. A Brenan le parecía que podía esta preparándose una revolución: «Es extraordinario lo que se parece este país a la Rusia de antes de la revolución -escribía-. En un cierto sentido es incluso más revolucionario en sentimientos de lo que lo era en 1936, debido a que se halla corrupto y podrido, y las condiciones son tan malas que todo el mundo excepto hallan inmensamente desilusionados, incluso los falangistas». Raymond, según me señaló, tuvo exactamente la misma sensación que Brenan. Le chocó la fuerte hostilidad al régimen: «Como en la Italia de Mussolini [...] existía un ius murmurandi, el derecho a lamentarse, a quejarse por el mercado negro y la corrupción en las altas esferas». Pero ambos también tenían claro que una revolución sería imposible por el peso de la policía y el ejército y por el «apoyo moral del miedo» a que se produjera otra guerra civil. Y es que, al margen del descontento, la presencia psicológica de la guerra (la neurosis de la guerra, como la llamaba Brenan) era muy patente. Aún se podían comprobar incluso los daños físicos y se conservaban deliberadamente algunas iglesias quemadas. La presencia de la Iglesia (y su poder) era algo que también resultaba muy evidente para el viajero. Empezando por la inocente visita a cualquier monumento religioso. «Señora, ¿va usted en manga corta a la iglesia? ¿Sin medias? ¡Pare! ¡Pare!», le decían a Rosa Macaulay, que reflexionaba sobre la invitación a la presencia libre y a la participación de la Iglesia anglicana. Raymond y Sara -ambos ateos- aún se sorprendieron más del peso y la presencia eclesiástica. Quizás fue eso lo que más le impresionó.
Pero la realidad es que no se implicaron en política. Observaban con enorme curiosidad e interés ese entorno que se les hacía fascinante. Les impresionó el subdesarrollo y la pobreza, aunque resultara «pintoresca», como decía Trollope que sucedía con la pobreza en las zonas rurales (y en los climas secos y soleados, añadía Raymond). Esa imagen de pobreza inmensa, terrible, sería algo que irían reafirmando en sus posteriores viajes con los Mosley por Galicia, Navarra y Andalucía. Había arados que no se utilizaban en Inglaterra desde la Revolución industrial, mutilados renqueando por las aceras con tacos de madera, cientos de vendedores callejeros, niños descalzos mendigando en las ciudades, analfabetismo... y hambre, mucha hambre. En ciertos puntos se hacía tan evidente que Sara no pudo evitar repartir leche entre los niños cuando estuvieron en Madrid. ¿Cómo había llegado a esta situación el país que antaño sustentaba un gran Imperio? Ese país poderoso, soberbio y tan oscuramente católico que Fox retrataba en su libro de mártires. La España imperial católica había sido una referencia negativa para la reafirmación del protestantismo y la civilización británica y ahora era un pobre país subdesarrollado. Ésta sería la cuestión clave que espoleó definitivamente su curiosidad por la historia de España. El por qué de su decadencia. Y también una sensación que era, al tiempo, de atracción y repulsión pero sobre todo de enorme curiosidad por un país cuyo carácter le resultaba incomprensible.