Letras

Los nombres

Don deLillo

16 diciembre, 2011 01:00

Trad. de Gian Castelli. Seix Barral. 444 pp., 22'90 e. Ebook: 12'99 e.

La ficción admite muchas responsabilidades, y una de ellas es sociológica. El mundo se explica mejor a través de ciertas narraciones que mediante anuarios de estadísticas. Así, por ejemplo, para describir los años que nos trajeron hasta aquí trazaría un eje cinematográfico de María Antonieta (Sofia Coppola, 2000) a La red social (David Fincher, 2010), y otro novelístico que uniera Las partículas elementales (Michel Houellebecq, 1998) con Submundo (1997), de Don DeLillo (Nueva York, 1936). En la intersección hemos vivido nosotros. La única que me parece una obra de arte redonda es la novela de DeLillo, un autor de filiación posmoderna que, pese a su voluntad taxonómica, perdurará sobre todo porque sabe reconocer, en los intersticios de la realidad, misterios antiguos.

Ahora Seix Barral recupera Los nombres (1982), que abrió los 80 para el autor y supuso un salto de calidad que anunciaba sus tres grandes obras: Ruido de fondo (1985), Libra (1988) y, en lo más alto, la ya citada Submundo. Sólo un escalón por detrás, compitiendo con Mao II (1991), Los nombres resulta densa y reveladora. Su trasfondo histórico huele a pólvora ochentera, al conmovedor debate de "los bancos calvinistas frente a los productores de petróleo islámicos", con toda su desinformación, violencia y espionaje. Su protagonista, James Axton, separado de una mujer a la que ama, trabaja como analista de riesgos y pertenece a una colonia de americanos que viven fuera del país. El libro sigue la pista de una extraña secta que comete asesinatos según una peculiar pauta lingüística, y por supuesto la CIA tiene su papel. Axton, por cierto, comparte cierto despiste ontológico con el Slothrop de Thomas Pynchon.

La novela afronta el mito de Norteamérica y sus consecuencias. DeLillo captura la tensión entre la verdad de muchas críticas a su país (la fuerza no es inocente) y la evidencia de que USA es el chivo expiatorio del resto del mundo. Y lean esta afirmación extraordinaria: "si Norteamérica es el mito viviente de nuestro mundo, la CIA es el mito de Norteamérica". He aquí otro tema: la ramificación, ocultación y autonomía del Poder. Pero sobre todo, Los nombres es un libro sobre el lenguaje, visto como una verdad esencial: "la conversación es la vida; el lenguaje, su ser más profundo"; pero también como algo en peligro, acosado por la jerga especializada de los tecnócratas y por el borrón y cuenta nueva que quiere imponer el Poder, renombrando cada elemento del mundo, imponiendo significados, saqueando los nombres. Por cierto, DeLillo acaba de publicar su nuevo libro, The Angel Esmeralda, una recopilación de relatos de distintas épocas que probablemente se editará en castellano el año que viene. Pues bien, en el cuento "Momentos Humanos en la III Guerra Mundial", escrito en la misma época que Los nombres, leemos: "quiero que las palabras sean herméticas, que se adhieran a una zona oscura del más profundo interior". La espantosa traducción es mía, pero creo que se entiende la idea.

Los nombres acribilla al lector con frases memorables: "amo los países deficitarios"; "en América no sabemos matar. Es una forma de consumismo"; "el ego de las personas teme su propio fulgor". Regreso al principio de la reseña: DeLillo y el misterio. El Partenón de Atenas como un "grito de piedad", el amor como misticismo, el paisaje o el óxido de unas verjas como un significado denso y alterado… Todo este simbolismo indisoluble es también puro DeLillo, y deben prestarle atención porque en él late algo sospechosamente parecido al "espíritu". En cuanto a su valor sociológico actual, bastará decir que la novela enfoca una Grecia sometida a intereses extranjeros o citar este pasaje extraordinario con el que me siento obligado a acabar:

"-¿Qué hace un analista de riesgos?
-Política -dije-. Sin duda alguna."