Al desnudo
¡Palahniuk! ¡El escritor que combina ingenio, patologías, camisas imperio grasientas y sociología de serie z! ¡El almacén de restos de serie, el cachondo mental que hace del nihilismo un juego, alguien de quien resulta adecuado escribir una reseña con signos de admiración, porque siempre mete ruido y porque tanta exclamación es de un mal gusto placentero!
Me dijo un amigo que Chuck Palahniuk (Portland, 1964) necesita una lectura atenta. La necesita pero no la pide, contesté, como buen adolescente. Palahniuk me parece un artista menor, un gamberro, un anarca sin utillaje. Sin embargo, me divierte hasta la carcajada y suelo encontrar instantes brillantes en sus mejores libros: allí, Palahniuk mezcla astros y mocos logrando que los segundos signifiquen tanto como los primeros. Su obra sirve para entender nuestro tiempo aunque, si imaginamos esta época como una enfermedad, la sátira de Palahniuk funciona como absceso y la sintaxis de David Foster Wallace, como diagnóstico. No es una crítica.
Ahora bien, últimamente no anda fino. Sus novelas anteriores, Snuff y Pigmeo, eran divertidas pero no iban a ninguna parte, lastradas por la obviedad de su plan general. Con Damned, un trabajo posterior a Al desnudo que aún no se ha traducido, pasa algo parecido. El título que nos ocupa hoy es el más flojo de estos cuatro.
Al desnudo es una fábula de Hollywood, una parodia kitsch de El crepúsculo de los dioses o de las órbitas oculares de Bette Davis. Cuenta la historia de la gran estrella Katherine Kenton (hermosa, decadente, divorciada infinitas veces) y su asistente, la narradora Hazie Coogan. Coogan es la verdadera creadora de Kenton, el cerebro oculto tras la figura pública. Ella la ha moldeado y convertido en lo que es. Más aún: una y otra son las dos caras de una misma representación. Por eso, a Coogan no le hace ninguna gracia que aparezca en escena un joven atractivo, Webster Carlton Westward III, empeñado en seducir a una Kenton ya envejecida para luego vender como rosquillas unas memorias escandalosas.
Este no es un Palahniuk domesticado. El autor no se ha adocenado, aunque las guarradas y demás signos de vida estén menos presentes
En Error humano, Palahniuk afirmaba que sus libros “tratan de una persona solitaria que busca alguna forma de conectar con los demás”. Es decir, tratan sobre cómo intenta conectar esa persona. Sobre la dificultad de discernir la realidad de la ficción ante los demás y ante uno mismo, pero no como reflexión literaria sino como problema vital. Muestra la diferencia entre una vida de verdad y un mero simulacro dispensado por la sociedad de consumo.
Todo esto se repite en Al desnudo, donde leemos que “cualquier verdad real y cualquier dato valioso quedará siempre perdido en una montaña de ficciones hechas trizas”. Esta especie de Mil y una noches hortera puede parecer, a ratos, un Palahniuk domesticado. En absoluto: el autor no se ha adocenado, aunque las guarradas y demás signos de vida estén un poco, sólo un poco, menos presentes. Por desgracia, lo que le ocurre es que no domina la escenografía y varios de los recursos que usa, como el name-dropping o los paralelismos con el montaje cinematográfico, son tan mecánicos y repetitivos que casi convierten el libro en un aburrimiento. Palahniuk, que llevaba años señalando a Hollywood como uno de esos dispensadores de simulacros, aquí no logra cobrarse la presa ni decir nada realmente valioso. Al desnudo se deja leer, y poco más.