Image: Un día es un día

Image: Un día es un día

Letras

Un día es un día

Margaret Atwood

17 mayo, 2013 02:00

Margaret Atwood. Foto: Alonso González

Traducción de E. Murillo, V. Pozanco y A. Palomas. Lumen. Barcelona, 2013. 338 pp. 19'90 e.


Les pido que se sobrepongan a este título anodino, Un día es un día, que al parecer ha escogido la editorial; a una portada afectada, suave y tramposa como catálogo de lencería, que el contenido no merece salvo por la sinopsis de algún relato, y ni aún así; sobrepónganse, incluso, al prólogo tirando a fláccido que la autora ha escrito para la ocasión. Sobrepónganse, digo, porque esa autora es Margaret Atwood (Ottawa, 1939), hechicera canadiense a la que admiro casi sin condiciones a pesar de que hace unos años la premiaran con el Príncipe de Asturias y pese a la recurrente amenaza de que el día menos pensado puede ganar el Nobel. Eso son accidentes; sus libros, no.

Un día es un día es una selección de doce relatos de Atwood que pretende establecer cierta continuidad entre ellos: divididos, a veces arbitrariamente, en los bloques "Infancia", "Madurez" y "Vejez", a través de su lectura puede recorrerse la vida de una mujer. O de "la" mujer, puesto que hablamos de muchas mujeres. La idea del volumen nació de Lumen y yo la aplaudo porque, más allá de algún desajuste estructural sin importancia, la selección es excelente, las traducciones solventes y la lectura, memorable. Estamos ante una Atwood en tono menor, y con ello no me refiero a una cuestión de calidad sino a una opción, a un registro más de los muchos que tiene esta poeta y narradora. En las páginas de este libro no encontramos nada tan sofisticado como ese novelón titulado El asesino ciego; ningún cuento tan terrible ni terrorífico como sus tres novelas distópicas (dos de ellas colosales y la tercera, El año del diluvio, una decepción); aquí no nos inmergimos en el fango intenso y ctónico de aquella obra maestra titulada Resurgir, aunque ese fango se otea en el horizonte y a veces nos salpica. No, Un día es un día discurre por un territorio doméstico bien acotado. Como la narradora dice de la vida en la época de su infancia: "era como el haikú japonés: una forma limitada, de perímetros rígidos, en cuyo interior era posible la más asombrosa libertad".

Libertad, pues... Sin embargo, a menudo planea sobre las mujeres de Atwood el peso no tanto de la fatalidad como de la inevitabilidad. Esa condición inevitable de lo que hacemos con nuestra vida tal vez se deba a que no existe libre albedrío, como ahora está de moda discutir; o tal vez, simplemente, sea una impresión y no una verdad. Pero en la literatura de Atwood, desde luego, lo inevitable sí que existe y tiene el peso específico de un huevo macizo, denso y natural, cincelado por el paso del tiempo. Estos personajes miran atrás, en un gesto que Atwood varias veces hace explícito con el salto del tiempo verbal, y ven una infidelidad, un desengaño, una traición. O una nobleza feliz, tanto da. Y al ver esas cosas sonríen, porque poco más cabe hacer ante lo que fue o no fue inevitable, pero ahora ya lo es para siempre. Y como la familia es otro nombre del tiempo, ahí están los padres de Atwood recreados luminosamente en los cuentos que abren y cierran el volumen. No son los mejores pero son muy buenos, y están llenos de una vida excéntrica y plena.

¿Nos hemos puesto muy serios? Entonces convendría añadir que la autora sabe resultar juguetona, aproximándose con descaro al sexo ("a Alma le sienta bien ser una fruta prohibida") o burlándose alegremente de lo que haga falta: "la asombra que el mundo pueda albergar una maravilla semejante a la colosal y cautivadora imbecilidad de Ed". O atención a este arranque del cuento "Auténtica basura" : "las camareras toman el sol como una manada de focas desolladas".

Leer este libro es un asunto ágil y feliz, aunque no inofensivo. Hay personajes ricos y algunos excéntricos, y pocos pobres. Y hay muestras definitivas de que la escritora canadiense conoce bien a las mujeres, sí, pero también a los hombres: nuestro afán de posesión, nuestras debilidades y nuestra energía, la ternura que sentimos hacia lo que nos parece indefenso, nuestra pasión hacia lo que no respetamos.

O tal vez, en realidad, Margaret Atwood no conoce en absoluto a nadie, si debemos creer lo siguiente: "todo el mundo cree que los escritores saben más acerca de la mente humana, pero es un error. Saben menos. Por eso escriben". Es posible, pero también por eso los leemos.