Imre Kertész ante la perplejidad insuperable
Toda la obra Nobel húngaro se esclarece a la luz de los textos de 'El espectador', último tomo de unos diarios que desembocan en la reflexión sobre las preguntas que acechan al ser humano
22 marzo, 2021 09:10El espectador concluye el periplo autobiográfico de Imre Kertész (Budapest, 1929-2016). No es un libro más, sino un verdadero testamento espiritual, donde el Nobel húngaro reflexiona sobre la escritura, la fama, la enfermedad, las últimas décadas de Hungría, la relación con el público, la Shoah, el bloqueo creativo, el papel de los intelectuales, el lenguaje, la filosofía, la fe. Toda la obra de Kertész se esclarece a la luz de estas anotaciones que no desembocan en certezas definitivas, sino en la constatación de una perplejidad aparentemente insuperable.
El espectador es la última entrega de una trilogía que comenzó con Diario de la galera, donde el escritor narraba su largo silencio bajo el gobierno comunista, cuando descubrió que había transitado del totalitarismo pardo al totalitarismo rojo. La última posada, segundo título de esta tríada, recreaba la enfermedad que ensombreció sus últimos años, una cruel experiencia que le confirmó la impotencia del hombre frente al dolor físico y psíquico. Este tercer volumen reúne los apuntes comprendidos entre 1991 y 2001, cuando el reconocimiento crecía imparable hasta conducirlo al umbral del Premio Nobel de Literatura. En sus páginas, Kertész habla abiertamente de su muerte, que presume cercana. La fanfarria del éxito no puede ahogar su angustia. Para un superviviente de la Shoah, la muerte no parece algo turbadoramente extraño, sino una cita aplazada con un viejo conocido.
Eso sí, el dejar de existir plantea gravísimos dilemas. ¿Solo somos polvo de estrellas a punto de difuminarse en el cosmos como humo blanco en la oscuridad? ¿Merece la pena vivir? ¿Existe Dios? ¿Hay alguna forma de garantizar el triunfo sobre el Mal? “Me siento lleno de dolor, me siento lleno de vida”, escribe Kertész. Todos deseamos “morir a tiempo”, pero eso ¿qué significa? Nadie puede escoger el momento de su muerte. Sin embargo, se puede aspirar a “ser digno” de uno mismo y estar a la altura del horizonte moral que se ha elegido.
Kertész apunta que ni la ciencia, ni la política, ni la economía, pueden resolver las grandes preguntas que acechan al ser humano. La decadencia de la alta cultura nos aboca a la puerilidad, pero ese no es el único peligro. Según dice, la hegemonía de la ciencia y la técnica, herencia de la Ilustración, ha endiosado peligrosamente al hombre. Si la razón se atribuye un poder ilimitado, ignorando cualquier inhibición moral o espiritual, la vida humana pierde su trascendencia, convirtiéndose en materia fungible. Auschwitz es el fruto envenenado de esa deriva.
En este diario Kertész apunta que ni la ciencia, ni la política, ni la economía pueden resolver las preguntas que acechan al ser humano
Kertész contrasta su pensamiento con el de Wittgenstein, el judío que odiaba ser judío, pero que bregó con las palabras para cartografiar lo real, descubriendo que el lenguaje solo era una endeble escalera. Kertész coincide con Wittgenstein: lo importante, lo verdaderamente importante, está más allá. La palabra nos conduce hasta “lo místico”, ese no lugar donde se dirime el sentido de lo real. No podremos llegar hasta allí sin la palabra. “No escribo, luego no soy”, escribe Kertész y se pregunta: ¿qué nos cabe esperar? ¿El resto es silencio, como susurra Hamlet mientras agoniza? La muerte sigue siendo el gran problema de la filosofía y el arte. El mundo moderno no sabe qué hacer con ella. Kertész afirma que escribe para salvar y rescatar al alma de las ideologías, para encontrar “el camino a casa desde la inhumanidad, desde el extranjero, desde el destierro”. No hay otro hogar que “nuestra propia vida y muerte”.
El hombre es un orfebre que modela su existencia, imprimiéndole un sentido, pero en la época de Auschwitz y el Gulag ser pesimista no es una alternativa, sino un gesto de coherencia. Después de la Shoah, que acabó con la vida de 400.000 judíos húngaros, la Unión Soviética envió los tanques a Budapest para reprimir las protestas de 1956. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, el nacionalismo con tintes antisemitas ha vuelto a Hungría. Angustiado por la marcha de la historia de su país, Kertész se refugia en Kafka, pero en sus libros solo encuentra la locura, la esterilidad, la autodestrucción. En su opinión, el mundo no ha avanzado desde Edipo rey. La historia solo se mueve por la voluntad de poder. En ese sentido, Nietzsche fue clarividente. La esperanza no puede venir de la historia, sino de fuera, de lo místico, de eso que –según Wittgenstein– no podemos explicar racionalmente.
“¿Por qué hay que creer en las leyes de la física?”, se pregunta Kertész. Nosotros hemos decretado que son “absolutas”, pero no lo son. Únicamente, expresan nuestra forma de interpretar lo real. A pesar de su escepticismo religioso, Kertész admite su simpatía por la figura de Cristo. No le interesan los debates sobre su existencia histórica, ni sobre su filiación divina. “Cristo existe, pero no en este mundo”. Está dentro de nosotros, fundido con nuestro ser más íntimo. Vivir en un mundo injusto nos hace anhelar las figuras éticas que simbolizan la posibilidad de un porvenir diferente.
Al acabar de leer 'El espectador' sentí que más allá del desgarro y el escepticismo emerge la esperanza arrojando una luz inesperada
Kertész dedica unas páginas conmovedoras a su madre. Se plantea si la cuidó como debía durante sus últimos años y concluye que no: “Noto vilmente mi imperfección”. Ese malestar convive con la sensación de no vivir con suficiente intensidad. Solo es un espectador que duda de su talento para trasladar a palabras sus reflexiones e impresiones. No cree en la eternidad: “El ser humano es tan solo un fenómeno fugaz”. Tampoco se hace ilusiones sobre la posibilidad de conocerse a sí mismo. Le sorprende que Wittgenstein afirme que no se puede ser un “gran hombre”, ignorando lo que hay en nuestro interior.
Enfermo del corazón, Kertész finaliza sus apuntes, mirando de frente a la muerte. Sabe que su tiempo se acaba. Su corazón late con fuerza, como el de los poetas románticos, por culpa de la taquicardia. En las horas postreras, solo le queda su mirada de espectador. Contemplar su escritorio lleno de libros y papeles, una pequeña utopía al alcance de la mano, y mirar un pequeño jardín desde la ventana encienden su felicidad. El hombre libre se distingue por su alegría. La tristeza, el desánimo, la apatía son formas de vivir “indignamente”.
El espectador es un documento esencial para entender una época deformada por el campo gravitatorio de Auschwitz, un agujero negro que sigue ejerciendo una poderosa influencia sobre el presente. No es un libro que obedezca a un planteamiento sistemático. El título lo advierte claramente: solo se trata de apuntes. Quizás la unidad del libro venga determinada por el propósito moral de frenar el avance del nacionalismo y la intransigencia en Europa.
Kertész se declara pesimista, pero admite que las fuerzas del mal suelen acabar derrotadas: “De ninguna parte he recibido yo tanto cariño como de Alemania, donde me quisieron asesinar”. La conciencia a veces se adormece, pero siempre despierta. El mundo se salva por el amor. “No existe otro valor”, afirma Kertész. Si has amado y te han amado, has comprendido que “la valoración del hombre solo puede ser ética”. Quizás cometa un error de apreciación, pero al finalizar El espectador sentí que, más allá del desgarro y el escepticismo, siempre emerge la esperanza, arrojando una luz inesperada.