Cormac McCarthy o la clausura de una búsqueda
El escritor, muerto a los 89 años, tuvo una trayectoria coherente, indeclinable… y un poquito más juguetona de lo que acostumbra a decirse.
Resulta curioso hasta qué punto ha prosperado la idea de un póquer de la narrativa norteamericana durante la segunda mitad del siglo XX que conformarían Don DeLillo, Thomas Pynchon, Philip Roth y Cormac McCarthy (yo mismo la tengo incorporada a mi imaginario, que conste): son cuatro gigantes que comparten generación, es cierto, pero el parecido entre ellos es relativo, sobre todo si se trata del último nombre, el menos posmoderno de todos, el de raigambre más desesperada.
McCarthy acaba de morir, hecho no particularmente imprevisible dadas su avanzada edad (ochenta y nueve años) y la escena que cerraba su último libro, Stella Maris, en la que un personaje ruega a otro que le coja la mano "porque es lo que hacen las personas cuando están esperando el final de algo". McCarthy ha muerto, pues, y sería ocioso decir que con él lo hace también un mundo: primero, porque siempre es así cuando llega la muerte; y segundo, porque quizás ni siquiera sea verdad y el destino de su obra resida en recordarnos cuáles son los monstruos inmunes al paso del tiempo que acechan a Estados Unidos, a la época que ese país ha definido, y a los seres humanos que la han poblado.
Lo que sí lleva camino de hundirse en un pasado concluso, admitámoslo, es la vigencia del canon que forjó la sensibilidad narrativa de muchos de nosotros. Quedan dos de cuatro maestros, sin que parezca fácil que vayan a darnos más libros ni adentrarse más en un presente que ya nos les pertenece. Por lo tanto, El silencio de DeLillo y el díptico El pasajero/Stella Maris del autor que nos ocupa quedarán como sendos epílogos a un momento clave de la literatura occidental.
[Cormac McCarthy: cinco novelas para describir un mundo despiadado]
Desde su debut en el género con El guardián del vergel en 1965, McCarthy entregó hasta doce novelas, a ritmo impuntual, sin miedo a registrar ciertas variaciones tanto estilísticas como climáticas, pero sin dejar nunca de parecerse mucho a sí mismo. La crítica suele compararlo con William Faulkner por un montón de buenas razones (el Sur, las atmósferas demoledoras, el Gran Estilo…), aunque yo me atrevería a sugerir que las coincidencias se deben menos a la lectura del maestro que al tratamiento que los temas y paisajes (físicos, morales…) compartidos exigen inexorablemente.
Su primera obra maestra fue Suttree, en 1979, o tal vez Hijo de Dios, seis años antes. Ambas dejaban claras las coordenadas constantes de su obra: las vísceras existen para desparramarse, las almas para atravesar Infiernos, el lenguaje para desbordarse sin recato, a veces primigenio, otras, barroco, nunca apocado. Si consideramos a Herman Melville la verdadera piedra de toque de McCarthy, la narración etílica y semi-autobiográfica de Suttree sería su particular Bartleby, el escribidor, y lo digo tanto por aquello en lo que se parecen (en la superficie es poco: sólo la radicalidad de las negativas que encarnan sus protagonistas) como por las diferencias siderales que exhiben en extensión, estilo, tono o virulencia.
Si existen los libros perfectos, 'Meridiano de sangre' es uno de ellos
En los noventa, su admirable Trilogía de la frontera ejerció el papel de literatura-consenso en el circuito literario internacional, consagrándolo frente a crítica y público a base de pulir (quizás, si me apuran, "domesticar") sus aristas más ardientes. Y durante la primera década del XXI supo ajustar su escritura a parámetros que, aun dentro del rigor artístico, le dieron acceso a una mayor popularidad, y de ahí surgieron No es país para viejos (para mí, un buen libro menor) y La carretera (para mí, magistral: una lección de clasicismo americano inyectada en las venas de un relato distópico aparentemente idéntico a tantos otros muy populares).
Hollywood tocó a la puerta y la fama también, dos escenarios en los que el antaño escurridizo McCarthy se movió con elegancia y excelente disposición. El Premio Nobel no llegó, por supuesto, pero a quién le importa. Como se ve, hablamos de una trayectoria coherente, indeclinable… y un poquito más juguetona de lo que acostumbra a decirse.
Sin embargo, en el repaso anterior falta un título, el de una novela que pervivirá por encima del resto, igual que Moby Dick opaca cualquier otro logro de Melville. Me refiero a Meridiano de sangre, publicada en 1985, barbaridad máxima, wéstern sangriento de frontera que nos lega la imagen más perturbadora de la historia: un arbusto del que penden cadáveres de niños mediante ganchos que atraviesan sus gargantas. La estampa surge, queda fijada en el párrafo y sale de escena sin que nadie se detenga en ella, no los personajes, tampoco el narrador. Así estalla la violencia en aquellas páginas, fuerte y primordial, atónita, incansable.
En efecto, Meridiano de sangre nos tienta a invocar el eco de Moby Dick, solo que aquí Ismael no goza ni siquiera de la gracia de un nombre propio, el capitán Ahab carece de otra obsesión que una psicopatía febril, y el lugar metafórico de la gran ballena blanca lo ocupa la Nada más absoluta. Estamos ante una parábola del Antiguo Testamento, tan cruel como el peor de los profetas, a la que además McCarthy hincha de delirio mientras le extirpa dos posibilidades esenciales: la del Orden y la del Milagro. El resultado es desolador. Aquí los hombres son "larvas de un ser inescrutable" arrojados a un paisaje que constituye el único lenguaje de Dios, y el Mal afirma sin embozo que nunca morirá. Si existen los libros perfectos, Meridiano de sangre es uno de ellos.
Con todo, la fiereza de su obra podría invitarnos a encasillar a Cormac McCarthy en la categoría del nihilismo. No estoy seguro de ello. Ayer mismo, en el estupendo obituario que le dedicó, Eduardo Lago resaltaba su fe redentora en "los valores del humanismo". Con permiso de la admirable sabiduría de Lago, se me ocurre que a McCarthy no lo caracteriza esa fe, sino, acaso, la añoranza de esa fe. Por eso, sus dos últimas novelas (El pasajero y Stella Maris, que poco a poco crecen en mi recuerdo con la fuerza de los grandes cierres de las grandes literaturas) daban vueltas y vueltas a la necesidad humana de Sentido, aunque no logren hallarlo la ciencia ni la literatura, aunque la muerte siempre clausure nuestra búsqueda tarde o temprano.