Guzel Yájina. Foto facilitada por la autora

Guzel Yájina. Foto facilitada por la autora

Letras

'Tren a Samarcanda', de Guzel Yájina: una odisea marcada por el hambre

La tártara trae una historia descarnada en la que un comandante escolta a un contingente de 500 niños a través de la inabarcable Rusia soviética.

4 agosto, 2024 02:06

Guzel Yájina (Kazán, 1977) nos asombra por su destreza para hilvanar una prosa de hermosos ramalazos líricos con una atmósfera irrespirable donde el horror lo impregna todo. Este no es un horror gratuito para epatar al público, como hacen algunos autores contemporáneos. La grandeza de Tren a Samarcanda está en la veracidad, en su sólida contextualización histórica y en su profunda visión psicológica, a la sombra de la gran escuela literaria rusa.

Tren a Samarcanda

Guzel Yájina

Traducción de Jorge Ferrer.
Acantilado, 2024.
584 páginas.
32 €

Si Yájina fuera pintora sería una “hiperrealista”, pero pegada a la historia de Rusia con seguridad se queda corta en los tiempos más atroces de la época soviética. La novela de Guzel Yájina avanza en un comprometido equilibrio entre la truculencia y el tremendismo, y el fulgor del estilo, pero sin resbalar nunca del alambre.

En 1923, en una Rusia arrasada por la revolución y la guerra civil, la hambruna golpeó parte del país: gentes famélicas calmaban el hambre chupando piedras o alimentándose de piojos. El Gobierno soviético decidió evacuar a parte de los niños huérfanos y abandonados de Kazán para llevarlos a Samarcanda, tierra fértil en el Uzbekistán soviético.

Los admirables personajes creados por Yájina son el comandante Déyev, militar del Ejército Rojo y Bélaya, una fuerte bolchevique comisaria para la Infancia. Ambos son los encargados de conseguir de la nada un convoy sanitario con 500 niños y niñas a bordo, de los dos años a la adolescencia, hambrientos, desnudos, sucios, con todo tipo de enfermedades, muchos de ellos rateros, y otros al borde de la muerte.

Para llegar a Samarcanda, en un tren sin apenas víveres ni carbón, tienen que recorrer en muchas semanas 4.000 kilómetros, atravesando los bosques del Volga, las estepas de los Urales, el mar de Aral y los desiertos de Asia Central. La lucha por la supervivencia es brutal, la sangre se nos hiela en cada parada del tren.

La odisea de Déyev, responsable del convoy y de sus pasajeros, es estremecedora, la muerte acecha, pero también las rocambolescas ayudas que llegan de bandidos, crueles soldados, gentes devastadas y enemigos. Los adultos del tren, Déyev, Bélaya, el enfermero Bug, al cuidado de los desahuciados, muchos de los cuales son enterrados por el camino, Fátima, que canta nanas al anochecer, todos están tan perdidos como los propios huérfanos.

"La novela avanza en un comprometido equilibrio entre la truculencia y el tremendismo y el fulgor del estilo"

¿Quién es el extraño Déyev que arriesga su vida para salvar a tanto desgraciado? Lo sabremos hacia el final, en una escena cumbre y desgarradora. Déyev, con el pobre Calenturas, un niño mudo que le sigue a todas partes, está llevando a cabo una secreta redención de sí mismo. Es una especie de salvador suicida, roto por dentro por el remordimiento.

Imaginamos a los pequeños viajeros por los motes terribles que ellos mismos se adjudican: La Loquita Zarca; Nazar el pajero; Zhanka Encamada; Fadia Muérete mañana; Zinka el Úlceras; Markel Tres Tumbas; a un chiquillo de espinazo torcido le llaman Muerte Súbita.

En un epílogo con comentarios de la autora se da cuenta de los libros de la época consultados: Los niños de la calle, El Gólgota de los niños, El libro del hambre, Los colectivos de la calle y sus monitores, por citar sólo algunos, y se explica cómo los lenguajes de los pequeños evacuados están reproducidos de manera literal y los motes surgen de documentos reales.

Guzel Yájina, guionista, novelista y filóloga, que con su primera novela, Zuleijá abre los ojos (Acantilado), recibió los grandes premios de Rusia y fue traducida a más de veinte idiomas, se ha revelado, también con Los hijos del Volga, no traducida en España, como una de las grandes renovadoras de la literatura rusa. Escudriña un tiempo silenciado por sus mayores para remover la hedionda sustancia histórica del pasado, añadiéndole unas briznas de esperanza, con la transustanciación de la grandeza literaria.