Zadie Smith apela a la solidaridad en Estados Unidos: "Deberíamos defender nuestros vínculos"
- Reproducimos un fragmento de 'Bajo el estandarte de Nueva York', el cuento incluido en el libro 'La ciudad', que integra textos de varios autores y acaba de ser publicado por la editorial Nórdica.
- Más información: Zadie Smith arremete contra los egos de los escritores masculinos en su primera novela histórica
4 de noviembre de 2017
Las ciudades tienen rutinas. En nuestro radio de diez manzanas, la gente va y viene y no es raro oírla hablar de Miguel Ángel, como tampoco del maldito presidente, de los malditos Yankees, de si es un virus o una alergia, de si existen carbohidratos buenos o algo parecido… Con los neoyorquinos no siempre puede predecirse el tema de conversación que sacarán, pero sí resultan muy fiables en otros aspectos: tienden a caminar con rumbo fijo a una hora precisa del día, semana sí semana también, de modo que al cabo de un tiempo es posible tratarlos como relojes humanos porque siempre te indican dónde estás en relación con el resto del mundo. Hace tiempo, era capaz de averiguar si llegábamos tarde o no al colegio con solo echar un vistazo a la actriz de cine que pasaba a diario bajo el arco de Washington Square, hasta que se mudó —o cambió de rutina— y empecé a orientarme por el hombre sonriente y canoso que paseaba con el enorme labradoodle marrón: ¿aún estaba sentado en el banco o ya se había levantado? Hoy he descubierto que yo también sirvo de reloj a los demás: "Cada día te veo a las nueve y diez leyendo un libro en la ventana del café, y cada día pienso: qué rutina más buena, y luego: debería leer más". Eso me ha dicho una chica en el vestuario del gimnasio esta mañana antes de irse a la ducha sin aguardar respuesta: no quería decirme nada más. Así son nuestras rutinas. Sin embargo, resulta que este mes mi rutina ha coincidido con otro ciclo más profundo que ha sacudido la ciudad durante dos semanas seguidas, una sucesión de accidentes y acontecimientos que se erigen como cantos gregorianos de la vida en la ciudad —la ciudad como un principio social y organizador—, un ciclo al que tal vez todos los habitantes de la ciudad estemos llamados a contribuir a nuestro modo, tarde o temprano, cuando nos llegue el momento.
A mí me tocó el martes pasado a las 10:19 de la mañana en la esquina de Mercer con la Tercera. Allí, una mujer joven y blanca con un bebé trataba de bajar el bordillo con el carrito para cruzar la calle cuando una pieza se desencajó de los bajos, la rueda salió rodando y el carrito, después de un leve tambaleo, se derrumbó. El bebé quedó sujeto, pero el pesado y enorme capazo seguía en posición horizontal solo gracias a los esfuerzos de la madre. Como hace unos cuantos inviernos me sucedió lo mismo, me apiadé de ella y me acerqué a ayudarla; pero si pensaba estar haciendo algo especial, enseguida me desengañé al verme entre los seis miembros del improvisado grupo que se había apresurado a rodearla justo en el mismo instante. Éramos blancos, negros, asiáticos, altos, bajos, hombres, mujeres, jóvenes, muy jóvenes y viejos. Uno de nosotros llevaba un uniforme de guardia de seguridad. Yo vestía un mono tejano. Dos iban con ropa de trabajo serio. Uno tenía un monopatín. Éramos una "muestra representativa de la población". Tres levantaron el carrito, uno corrió tras la rueda, dos se agacharon a examinar el mecanismo, uno volvió con la rueda. Durante la operación intercambiamos un mínimo de palabras, tan pocas que quizá un visitante de otro planeta habría sospechado que la comunicación en nuestra ciudad era sobre todo telepática. "¿Está puesta?", "Ahí", "A ver, un momento", "¿Así?", "Perfecto", "Ya está". Todo sucedió muy rápido, y las "gracias" dispersaron a todo el mundo en un segundo, como si la fuerza de propulsión de la palabra nos enviara a cada uno de vuelta a nuestras rutinas, hacia arriba o hacia abajo, a clase o a la oficina o al gimnasio, ya desconectados de esa madre con su hijo y de los demás.
Entonces volvió a ocurrir. Fue a los siete días exactos, en el mismo sitio, a la misma hora, pero ahora se trataba de una anciana china que llevaba un palo largo al hombro de cuyos extremos colgaban dos enormes bolsas de plástico llenas de latas viejas. La mujer tropezó con el mismo bordillo y se cayó de espaldas. Empezó a chillar y aullar, como una especie de faro que atrajo hacia sí a muchas más personas que el acontecimiento anterior, aunque lo ocurrido a partir de entonces presentó una estructura casi idéntica. Uno se fue a buscar el zapato perdido de la mujer, otros recogieron las latas para devolverlas a las bolsas y otra recuperó el sombrero. Los subequipos dispuestos a ambos lados de la anciana se prepararon para levantarla. Yo le até los cordones. "¿Ambulancia?", "Creo que no", "Una…, dos… y tres", "Venga", "¿Todo bien?", "Todo bien". Y luego, una vez más, cuando llegó el momento de expresar la gratitud, nos desvanecimos a todo correr, y eso era lo único que unía en ese instante a los diez o doce neoyorquinos allí agrupados: la necesidad de estar en otra parte. Mientras me apresuraba a llegar a mi cita, traté de poner palabras a la experiencia de ese martes y el anterior. ¿Cómo se le llama a un grupo de gente así? ¿Coalición de los dispuestos? ¿Conglomerado suelto de ciudadanos? ¿Comunidad de extraños? ¿Grupo de trabajo improvisado? Pensé en el mundo rural, de donde procede mi marido, Nick, y en las largas conversaciones —interconectadas e interpersonales— que desencadenarían esa clase de incidentes: "¿Tú no eres el hijo de Carol, el que se fue a Inglaterra?", "¿Dónde vives, cariño? ¿Eres de aquí?". Y luego caería alguna broma, y simpatía a raudales, y tal vez un "Pero siéntate" y un "Voy a poner la tetera al fuego". Sé que mucha gente preferiría esta otra versión. Cuesta defender la ciudad frente al campo.
El martes que la anciana china se cayó era Halloween, y también el día del ataque terrorista en el carril bici de la parte baja de Manhattan, muy cerca de la escuela de secundaria Stuyvesant. Me enteré mientras pastoreaba a un minihombre de malvavisco y a una minivampira por la feria de Halloween de la Tercera vestida de Maléfica —versión dibujo animado—. La gente miraba el teléfono y se transmitía la noticia en susurros para que los niños no lo oyeran. Nos encontrábamos justo en el bordillo donde había tropezado la mujer china unas pocas horas antes. Pensé en los dos incidentes leves que había presenciado, ninguno de los cuales había llegado a emergencia, y me pregunté qué sucedería cuando la tragedia golpeaba en serio. ¿Uno restaña la sangre mientras el otro encuentra los miembros esparcidos por el suelo? Y cuando se llevan los cuerpos —unos al hospital y otros a la morgue—, ¿todo el mundo sigue con lo que estaba haciendo? Esa noche vi cómo se ponía en marcha el consabido tropo de neoyorquinos retomando sus rutinas en las noticias y los programas nocturnos de la televisión. Muchos señalaron el hecho de que los desfiles de Halloween no se habían cancelado —ni los infantiles ni los de adultos—, y nos seguíamos emborrachando como cada martes por la noche, y al día siguiente volveríamos a nuestras rutinas porque "eso es lo que hacemos los neoyorquinos". Estuvo muy bien oírlo, aunque algunos de los comentarios vinieran de personas que aquí, en Nueva York, podemos considerar "interesados": solo nos hacen caso en los momentos trágicos y nos desprecian en nuestras facetas cotidianas, los mismos que creen que los únicos vínculos sociales significativos son fijos, sólidos e irrompibles —sangre, país, fe— y que, por tanto, jamás podrán comprender a una ciudad como Nueva York en su faceta cotidiana, donde los vínculos se forman y disuelven con una fluidez tan vertiginosa como la fuerza que son capaces de mostrar durante su breve existencia.
Oímos hablar a menudo de la actitud desdeñosa de nuestros medios costeros hacia aquellos que se conocen como "deplorables", desprecio que se ve reflejado en un significativo número de estadounidenses que no ocultan su repulsión por esta ciudad y por las ciudades en general. Nunca olvidaré la primera vez que oí a un estadounidense decir que esos degenerados de Nueva York se lo merecían —fue hace dieciséis años, en Jamaica—. Me impresionó mucho porque era la primera vez que oía algo así, pero en estos días es fácil notar que el sentimiento vuelve a fluir, polivalente para todo tipo de desastres. En internet puede leerse que unos estadounidenses dicen a otros estadounidenses que la Costa Oeste se merece sus incendios y la Costa Este sus huracanes. Frente a un odio semejante, aquellos que vivimos en estos agujeros del infierno supuestamente impíos, decadentes y de moral degenerada deberíamos, a mi entender, hacer algo más por defender la estructura de nuestros vínculos, no solo en tiempos de tragedia, sino siempre. Sí, después de los desastres y los ataques, "seguimos adelante", pero no solo eso. También funcionamos bastante bien en el día a día con nuestros múltiples dioses, o con ninguno, y con nuestras imágenes esculpidas en nuestra Babel de tantas lenguas. Quizá no sepamos los nombres de nuestros vecinos, pero llamamos a cada perro por su nombre cuando paseamos al nuestro, y eso también está bien. Pese a que rara vez cocinamos y bebemos como esponjas, pese a que nunca cortamos el césped —pero casi siempre reciclamos—, nuestras almas no se dirigen sin remedio a la condenación eterna. Es verdad que gritamos a los extraños en plena calle con frecuencia, la misma con que los recogemos del suelo cuando se caen. Y claro, también están la comida, el arte, la música, el teatro, el cine, la literatura…, pero eso ya lo saben ellos. […].