La verdad sobre el caso Puccini: adorado por el público pero cuestionado por la crítica de su tiempo
- En su libro 'El "problema" Puccini', Alexandra Wilson analiza la figura del músico como punto de encuentro de tradición y modernidad.
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Las comillas del título no estaban en el original, pero lo dicen todo: el “problema” consiste en considerar problemático a un compositor cuyas óperas llevan cien años llenando los teatros del mundo. El problema Puccini es el reverso del problema Schönberg: a la gente le gusta el uno cuando “debiera” gustarle el otro, si es que atribuimos a la crítica (sea conservadora o moderna) el poder no solo de constatar lo que hay, sino de prescribir lo que ha de haber.
Este libro trata de la crítica. No es tanto un estudio de Puccini cuanto de su acogida por parte del público y, sobre todo, de los críticos. Pone sus óperas en contexto cultural y político con una extensión y una profundidad hasta ahora inéditas. Como el subtítulo anuncia, Alexandra Wilson despliega su análisis en dos ejes: el nacional (espacial) y el estético (temporal). ¿Era Puccini lo bastante italiano? ¿Y moderno?
Cien años después, el primer eje está prescrito, pero el otro, no. Para una parte de la crítica, Puccini ha ido pasando de la irrelevancia al rechazo y, desde hace solo unas décadas, al respeto, pero la admiración abierta, afirma Wilson, está por llegar. Aún pervive la caricatura del Wagner culto, sólido y adelantado frente al Puccini ligero, sentimental y anticuado. Wilson distribuye esta cuestión en una serie de dilemas concatenados: tradición frente a modernidad; italianidad urgente frente a germanidad admirada/odiada; crítica diletante, cercana al sentir del pueblo, frente a crítica sesuda, nacida del furor wagneriano.
Ferruccio Busoni clavó el asunto del italianismo. “Puccini –dijo– es el único compositor italiano con reputación internacional y a sus compatriotas no les gusta en absoluto”. Las óperas de Puccini triunfaban en teatros extranjeros, no en los de su país, planteaban asuntos de otros (amoríos franceses, duendes eslavos, salvaje Oeste, lejano Oriente) y, lo que para muchos críticos era peor: traicionaban la tradición patria con barbarismos modernos. Solo le salvaba, y no del todo, la “saludable italianidad” de Gianni Schicchi.
Wilson dedica una gran cantidad de páginas al feroz artículo de Fausto Torrefranca, “implacable tentativa de asesinato cultural”, que atacó a Puccini en 1910 desde premisas nacionalistas propias de la vanguardia futurista. Puccini, que era apolítico y cosmopolita, que heredó a su pesar la corona de Verdi, acabó cargando con las inseguridades de una Italia recién unificada, atormentada por el choque del deseo nacional con la realidad decadente y narcotizada por el delirio fascista. Ninguna de estas tensiones eran suyas, pero acabaron definiendo su “problema”.
Según Wilson, aún pervive la caricatura del Wagner culto, sólido y adelantado frente al Puccini ligero y anticuado
La mayor parte del libro es una exposición neutral de los conflictos, pero la autora se reserva unas pocas líneas para dar su opinión. Ve Turandot como la síntesis definitiva. Ante la encrucijada de prescindir por completo del sentimentalismo (Turandot) o preservarlo a toda costa (Liu), Puccini “logra establecer un diálogo productivo entre lo viejo y lo nuevo”.