Ensayo

Como yo los he visto

Josefina Carabias

21 marzo, 1999 01:00

El País-Aguilar. Madrid, 1999. 223 páginas, 2.300 pesetas

En los años veinte, gracias a la extensión de la Prensa gráfica y de colecciones como La novela corta, que publicaban su retrato en la portada, algunos escritores españoles alcanzan una popularidad hasta entonces sólo reservada a toreros, cómicos y políticos.
No sólo es conocida su obra por sectores cada vez más amplios, sino también reconocida su persona en la calle incluso por quienes nunca los habían leído. Primo de Rivera supo bien del nuevo prestigio social que habían conseguido los escritores: a la caída de su régimen contribuyeron menos las conspiraciones de los políticos que los denuestos de Unamuno o los sarcasmos de Valle. A Primo, bienintencionado y simpático militarote, el rey lo puso en la calle porque antes lo pusieron en ridículo, burlando la censura, las gentes de letras. Eran tiempos en que un escritor podía hacer tambalear a un gobierno. Josefina Carabias, que se inició en el periodismo durante los años finales de la dictadura, cuenta cómo Unamuno, tras su regreso del destierro, dio una conferencia en el Ateneo. Los aplausos parecía que no iban a acabar nunca ; pidió entonces silencio con un gesto y dijo: "Hemos terminado, queridos amigos míos. Ahora nos vamos todos. Vosotros, a vuestras casas y yo ¡a la calle, que es mi sitio!" Y allí fue ello, el público interpretó aquellas palabras como una incitación a la toma del palacio de invierno; nadie se fue a sus casas; una multitud se apretujaba a las puertas del Ateneo esperando que saliera Unamuno a ponerse al frente y llevarlos a ocupar el poder (lo único que hizo el escritor, bastante asustado, fue salir a escondidas y tomar un taxi).
Josefina Carabias, una de las primeras periodistas, trabajó en diarios republicanos corno "Ahora" y "La Voz"; también en el semanario "Estampa". No hacía información literaria, pero con frecuencia tenía que entrevistar a escritores. En el volumen póstumo Como yo los he visto reúne a algunos de los personajes que conoció y a los que recuerda con más cariño. Casi todos son escritores: Valle-Inclán, Unamuno, Baroja, Marañón y Ramiro de Maeztu; se añaden dos figuras de otra índole: la cantante y bailarina Pastora Imperio y el torero Juan Belmonte, un torero, intelectual, por cierto muy amigo de Pérez de Ayala.
El mayor espacio lo ocupa Pío Baroja, al que trató en tres períodos: durante los años republicanos, en el exilio en París y luego en la pacata posguerra (también Josefina Carabias, nada revolucionaria, conoció el exilio y tuvo que purgar sus simpatías republicanas). Pío Baroja, siempre accesible, siempre dispuesto a charlar con cualquiera a cualquier hora del día, era un mirlo blanco para los periodistas: decía lo que pensaba, sin importarle que fuera exactamente lo contrario de lo que convenía decir. De los años finales de Baroja, tenemos amplios testimonios. No aporta muchos datos nuevos Carabias, pero se lee con gusto su crónica de la larga decadencia barojiana. Es un poco triste comprobar cómo el rebelde de los comienzos se convierte en un abuelete que, para poder vivir, ha de seguir añadiendo a su obra páginas que nada añaden a su obra.
Escribe Carabias en un tono hagiográfico que le resta algo de interés a su obra. Lo que leemos con más gusto es lo que se filtra en estas páginas, que no quieren molestar a nadie, de su propia biografía y de los usos y costumbres de unos pocos años a la vez cercanos y remotos. En la década de los veinte, por primera vez las mujeres empiezan a encontrar su sitio en la vida intelectual española. No sin las protestas de algunos. "¿Sabe usted lo que le dije a la Pardo Bazán a propósito del feminismo?", le preguntó Unamuno la primera vez que la vio. Ella no lo sabía ni tenía especial interés en saberlo, pero don Miguel no tardó en repetírselo ante un corro de entregados admiradores que no dudaron en reírle la gracia: "Desengáñese usted, doña Emilia, las mujeres han venido al mundo exclusivamente para concebir, gestar, parir y amamantar. Cuando pasen sin hacer ninguna de estas cosas otros tantos siglos como llevan haciéndolas, entonces habrá llegado el momento de que procreen con el entendimiento que es lo que ahora intentan vanamente hacer".
Comparado con Unamuno, hasta Marañón, partidario de que las mujeres no hicieran deporte ni desempeñaran determinados trabajos porque se "virilizaban", le parece un fervoroso feminista. La semblanza de Marañón, a quien nos describe como una mezcla de superación y santo laico, es la que está escrita con más acrítico entusiasmo. Pintorescas afirmaciones que parecen cosa de broma son recogidas como si se tratase de verdades trascendentales. ¿A qué se debe la decadencia de España? Pues a la funesta man¡a de mojar pan en las salsas. Lo dijo Marañón: dogma de fe para la buena de Josefina Carabias.
Libro grato y menor, que vale tanto por lo que sugiere como por lo que dice, colección de anécdotas, de edulcorados retratos. Amables memorias de un tiempo sombrío.