Las culturas del rock
Los ocho autores cuyos análisis componen el libro que reseñamos, parecen haber tenido presente la máxima de John Cage: "Todo lo que hacemos es música" a la hora de hilvanar sus reflexiones, que iluminarán una parte sustancial del estado de cosas contemporáneo
Simon Reynolds ("Androginia en el reino Unido. Cultura ‘rave’, psicodelia y género") hace balance de la escena británica entre la penúltima y la última décadas del siglo. Confluyen en ese período -como diez años antes durante la movida madrileña- lo popular y lo experimental, el refinamiento y la rudeza, la celebración y el pánico, el éxtasis y el nihilismo. En medio de una extraordinaria proliferación de subgéneros, el productor y el discjockey aparecen como los sacerdotes de una inquietante liturgia: "El ‘rave’ es una especie de fase de habituación a la realidad virtual, acelerando el aparato perceptivo que engrendra y necesita la tecnología digital". Conforme a la tesis de Reynolds, la subjetividad de nuestra época habría comenzado a abandonar el territorio de la significación y del afecto para situarse bajo el signo de la funcionalidad y del impacto.
Lindsay Waters ("La peligrosa idea de Walter Benjamin") caracteriza la naturaleza del pop por la difuminación de las fronteras entre dimensión tecnológica (maquinal) y dimensión real (humana). Andrew Ross ("El blues del reajuste estructural") se centra en el estilo del movimiento rasta como exponente del nuevo orden migratorio mundial y como modelo cultural de resistencia frente al sistema económico supervisado por el Fondo Monetario Internacional. Las músicas regionales con raíces, y en particular la jamaicana, se hallan, según Ross, en una fase ascendente que presagia, una vez más, los productivos saqueos de la industria cultural. Lucy O’Brien ("¿Resulta más fácil para una mujer alcanzar el éxito hoy día como artista?") examina el dudoso progreso de la mujer artista durante los últimos cincuenta años -de Billie Holiday a Madonna-. "Soy un hombre de poca fe, y no he sabido reconocer al rock como la divinidad de mi época", confiesa Wlad Godzich ("Memorias de un no rockero"). Un rosario de decepciones -desde infelices experiencias con LSD al fracaso político de los movimientos de los años 60- le autoriza a certificar que, bajo el dominio económico, la cultura no tiene posibilidades de producir otra cosa que mensajes de alta redundancia e incitación al consumo. El viejo y romántico lema de "sexo, drogas y rock & roll", desplazado definitivamente por el de "porno, dinero y música tecno".
David Toop ("Océano de sonido") retorna al hibridismo tecnológico como paisaje musical del futuro: una serie de ciudades-campa-
mento donde la gente convertirá su aislamiento en algo parecido a una comunidad.
Una colaboración de Santiago Auserón ("Notas sobre ‘Raíces al viento’") sirve de epílogo al volumen. Desde la perspectiva del mestizaje cultural y de las tradiciones de contaminación musical, el autor indaga los complejos patrones de síntesis entre el barroco latino y el minimalismo anglosajón, cuyas respectivas cadencias básicas -el blues afroamericano y el son caribeño- se remontan al sentimiento del esclavo negro expatriado: un sentimiento equiparable, hoy por hoy, al de cualquier individuo desarraigado. La cuestión es enunciada en estos términos: "¿Qué nueva especie de tradición musical apátrida podría hacerse consistente en el terreno del capitalismo publicitario?". Como ningún espíritu lúcido ignora a estas alturas, los márgenes se han convertido en zonas intensamente codiciadas por el mercado. Sólo aquellas propuestas que superen la avidez comercial y el exceso publicitario estarán en condiciones de oxigenar el flujo de la tradición.