Ensayo

Débil es la carne

Lord Byron

11 julio, 1999 02:00

Selección de Jaime Gil de Biedma. Edición, traducción y prólogo de Eduardo Mendoza. Tusquets, 1999. 425 páginas, 3.000 pesetas

Esta obra nos ofrece el retrato de una personalidad romántica, acaso la que representó mejor que cualquier otra el "spleen" de aquella generación de artistas rabiosamente antiburgueses

E n 1818, Lord Byron envió una
carta al cónsul británico Richard Belgrave Hoppner urgiéndole una bizarra gestión: enterado de que un nativo preparaba la versión en veneciano del Manfred, solicitaba del diplomático que el espontáneo traductor renunciara a este y cualquier otro trabajo de la misma índole sobre cualquier texto suyo, para lo que Byron estaba dispuesto a pagarle doscientos francos y a azotarlo si el trato no era aceptado, como así lo fue finalmente.
Figura tan legendaria y excéntrica como la del autor de Childe Harold interesó siempre a Jaime Gil de Biedma, que realizó poco antes de su muerte una selección de las cartas de Lord Byron reunidas en doce volúmenes por Leslie A. Marchand. Seducido también por el romántico inglés y por la unidad que le proporcionaba a la selección hecha por Gil de Biedma el que perteneciese a un periodo "peculiar, significativo, vistoso y, por así decirlo, cerrado de la vida de Byron" -su estancia en Venecia entre 1816 y 1819-, Eduardo Mendoza decidió continuar con la tarea para ofrecernos, a modo de diario epistolar, un cumplido relato del episodio veneciano, que va acompañado de un prólogo noticioso, de su correspondiente cronología, de numerosas notas que aclaran referencias a personajes, lugares, textos y acontecimientos, y de una gavilla de notas biográficas correspondientes a los principales destinatarios de las misivas byronianas, entre ellos sus mujeres: Augusta Byron, su incestuosa hermanastra; Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron; la Condesa Guiccioli, la gran pasión veneciana del poeta; Lady Caroline Lamb; o su atormentada esposa Annabella Milbanke.
Lógicamente, no termina aquí el meritorio trabajo de Mendoza. Falta lo más importante: un completo ejercicio de traducción literaria en el que nuestro novelista se ha esmerado. Traducción del inglés y del italiano, lengua en la que Byron escribió sus cartas a la condesa Guiccioli, entre las cuales se cuenta alguna de genuino sentimiento amoroso. Traducción de la prosa epistolar, pero también de las citas literarias de otros escritores y de los poemas que, total o fragmentariamente, el autor del Don Juan fue intercalando en su cartas. El Eduardo Mendoza novelista se identifica con el "cursus narrativo" que las cartas byronianas poseen hasta el extremo de construir un relato de costumbres, sentimientos y aventuras de muy grata lectura, pero sobre todo brilla con luz propia el Mendoza traductor que justifica así la amplitud de su esfuerzo: "me pareció preferible que si mi voz suplantaba la del Byron epistolar, suplantara igualmente la del Byron poeta".
Por lo demás, este volumen nos ofrece el retrato de una personalidad romántica, acaso la que representó mejor que cualquier otra el "mal du siécle", el "spleen" de aquella generación de artistas rabiosamente antiburgueses que prefirieron la vida y la naturaleza a la convención de un arte acartonado. Bien lo refleja la carta a John Murray de 14 de abril de 1817: "Jamás vi una pintura o una estatua que llegara a una legua de mi idea o de mi expectativa. En cambio he visto muchas montañas y mares y ríos y paisajes -y dos o tres mujeres- que las sobrepasaban en mucho -así como algunos caballos". Para ello, Byron tuvo que abandonar, amén de por otras razones menos estéticas, su Inglaterra natal, hacia la que expresa un sostenido rechazo (en cartas a Thomas Moore justifica su huida de Roma porque allí "hay epidemia de ingleses") hasta el extremo de que su único lazo con las islas parece ser en algún momento su dependencia de la "Carbonilla preparada Lardner" (un dentífrico).
La expresión de sus ideas estéticas no ocupa la parte del león de este epistolario; sí, por el contrario, las aventuras amorosas y otras de sus obsesiones: el dinero, la valoración de su obra y la pulcritud con que estaba siendo impresa, su fobia hacia Coleridge y los demás lakistas, la higiene, el chichisbeo, los caballos y su salud, ya muy deteriorada. Que su despilfarro vital era plenamente consciente lo leemos en varias de estas cartas, como cuando en pleno carnaval veneciano de 1818, con treinta años de edad y a seis de su muerte, escribe a Thomas Moore: "Explotaré la mina de mi juventud hasta las últimas vetas de mineral y luego -buenas noches. He vivido y me doy por satisfecho". En la misma línea de confidencias a quien fue su gran amigo irlandés y luego su biógrafo, acaso una de las cartas más intensas de esta colección sea aquella que incluye un poema excelente, con una imagen tan efectiva como "ha durado más la espada que su funda" ("Fot the sword outwerars its sheath"). Otro tanto cabe decir de una carta a Richard Belgrave Hooner de 6 de junio de 1819 donde Byron hace suyos dos epitafios del cementerio boloñés de la Cartuja: "Implora pace" e "Implora eterna quiete". Aquí, el poeta, que tantas veces alardea de frivolidad en su correspondencia, escribe palabras nacidas de lo más profundo: "por favor, si me entierran en el camposanto del Lido y tú estás vivo, di que pongan ‘implora pace’ en mi epitafio y nada más. Nunca encontré nada, antiguo o moderno, que me gustara una décima parte de lo que esto me ha gustado".