Ensayo

La novela de España

Javier Varela

11 julio, 1999 02:00

Taurus. Madrid, 1999. 427 páginas, 3.200 pesetas

Javier Varela presenta a los intelectuales españoles que van desfilando a lo largo de estas páginas con tinta sacada de la "España negra", pero lo hace de manera impecable pues ha espumado cuidadosamente todas las anécdotas en una erudición que abruma

D esde hace tiempo se está procediendo a una revisión del pasado español buscando sus zonas oscuras en una necesaria y loable (siempre que esté bien hecha) tarea de desmitificación. El autor de La novela de España. Los intelectuales y el problema español insiste desde el principio en que quiere huir tanto de la tentación denigratoria como de la apologética en la que los intelectuales del pasado "...son como nosotros somos ahora".
No hay, efectivamente, apología pero Javier Varela revela sus fobias: "Confesemos que no nos gusta la profecía, ni el cursi aristocratismo, ni el pathos religioso, ni el pesimismo, ni la irresponsabilidad en política, ni la obsesión de muchos de ellos con el problema español". Y esto es casualmente lo que encontramos como notas características en los intelectuales españoles que van desfilando a lo largo del libro. Es verdad que sobran hagiografías en un país donde faltan las biografías. Quizá por ello el autor les presenta a menudo con los rasgos más grotescos, con tinta sacada de la "España negra", pero hay que reconocer que lo hace de manera impecable pues ha espumado cuidadosamente todas las anécdotas en una erudición que abruma, servida en una escritura al galope.
El resultado es un repaso brillante, ameno y divertido a ratos por las peripecias de algunos intelectuales de la historia de España. Así, la oposición a cátedra de Menéndez Pelayo, muñida a lo grande (eran otros tiempos), es relatada de modo magistral, y hasta parece que al autor acaba cayéndole simpático el energumenismo ultramontano del polígrafo cántabro, distinguiendo cuidadosamente entre sus ideas y la persona. Tan sólo se ceba en acólitos como Pedro Sainz Rodríguez. Los krausistas aparecen como un grupo de pobre gente, meapilas laicos y un poco tronados por ideas panteístas sin acabar de digerir; "pedagogos por desesperación", no es extraño que tuvieran peregrinas ideas sobre la materia. Instituciones como la Residencia de Estudiantes se convierten en un hotel de paso para celebridades extranjeras que halagan los oídos de unos españoles acomplejados con aquello de la reserva espiritual de Occidente y cosas todavía más sonrojantes.
Joaquín Costa da en todos los sentidos la talla de profeta desequilibrado y metido, como Unamuno, a "teólogo político". No sabemos muy bien lo que hizo, pero es magnífica la hilarante anécdota de los baturros navajeros de los que se rodeaba. Más adelante, y junto a los anacronismos dogmáticos de Américo Castro, en una polémica que ahora se nos descubre absurda, destaca la figura cómica del "caballero abulense" Claudio Sánchez Albornoz. Todos ellos aparecen ridículos como maestros a una generación que no los tuvo.
La pretendida crítica de Ortega a la modernidad (¿a qué modernidad?) se transforma en "alergia" a la misma en el caso de su discípulo Maravall.Tampoco salen mejor librados Díez del Corral, Jaime Vicens Vives y el propio Laín Entralgo, en su papel de "ideólogo falangista". Las últimas líneas del libro apuntan a que tenemos una deuda con ellos. De haberla reconocido quizá el tono hubiera sido distinto.
El autor asegura que algunas de las páginas de este libro se "forjaron" en el Instituto Ortega y Gasset. Lo cierto es que las dedicadas a él en el capítulo "Eadem sed aliter" sorprenden por la frivolidad y agresividad gratuitas. Como parece que se ha abierto la veda de Ortega viene a ser recurrente ya esa extraña fijación por la "virilidad orteguiana" (al parecer su mayor legado como intelectual), todo ello aderezado con sabrosos detalles que ponen de relieve el verdadero talante casticista de Ortega y su vocación de mujeriego. Si menciona la Crítica de la razón pura no es para destacar las lecturas del filósofo sino a propósito de su "fascinación por los zoológicos".
El temor que tenía Ortega a que resbalaran sobre sus metáforas se confirma aquí al confundirlas con las creencias, al no apreciar su dimensión teórica y existencial y servir de elemento descalificador. Si se hubiera hecho una lectura detenida de la obra quizá no se despachara el ¿Qué es filosofía? como "un perfecto ejercicio histriónico". Despúes de ridiculizar su socialismo y liberalismo, al final Ortega acaba como un "conservador de un género inédito", con peregrinas asociaciones y errores (suponemos que también erratas) referidos a autores como Jönger.
En esos cruces caóticos puede afirmar, sin más, que "Ortega es, pues, un crítico de la modernidad liberal y democrática; de la razón ilustrada y de la idea de progreso". Para hacerse una idea de por dónde van los tiros baste señalar que al escribir su frase "los últimos años de Ortega tienen mucho de tragedia" nos remite al libro de Gregorio Morán, bien es cierto que con alguna reserva.
Frente al dicho de que la vida del pensador es su obra, aquí es al revés. Es cierto que no hay que separarlas, pero la anécdota psicológica encubre el análisis de estos y otros intelectuales en torno al problema de España. Se nos informa puntualmente sobre sus manías, pero se nos ahorra el análisis a fondo de la obra. También es cierto que el título alude a una novela. Se había prometido distancia, pero las filias y fobias (más éstas que aquellas) se proyectan en una escritura a cuyo término no acabamos de saber en qué consistía el problema de España por el que estaban obsesionados, pero sí que eran unos obsesos.