Ensayo

La técnica del actor en el Barroco

Evangelina Rodríguez Cuadros

5 diciembre, 1999 01:00

Castalia. Madrid, 1999. 701 páginas, 5.800 pesetas

En páginas densas, bien apoyadas en una documentación abundante, la autora estudia el tratamiento del gesto y del movimiento, el de la voz y toda la rica gama de recursos que permitió al primitivo "recitante" ir transformándose en el complejo actor del Barroco Barrocodueño de una técnica cada vez más sutil y variada

Lo que el teatro del XVII representó en la sociedad española es algo apenas imaginable hoy. Las diversiones posibles eran escasas y discontinuas: romerías, espectáculos de toros y poco más. El teatro ocupaba un espacio mayor -mayor también que en nuestros días- y durante todo el año. Había representaciones en ciudades, en pueblos pequeños, en corrales de comedias, en plazas, en palacios de nobles, hasta en el Alcázar de los Reyes. No existía fiesta, profana o religiosa, que no fuese acompañada también de alguna manifestación teatral. De aquella intensa actividad nos han quedado miles de textos de obras, pero muy pocos testimonios acerca del acto de la representación. Más concretamente: resulta difícil imaginar qué técnicas utilizaban los actores, cómo era su gesticulación, de qué modo utilizaban la voz. Localizar e hilvanar las escasas noticias disponibles, analizarlas y confrontarlas con otros datos para reconstruir el largo proceso evolutivo de las técnicas de actuación en el escenario, es el propósito de este erudito estudio, La técnica del actor español en el barroco, cuya autora se ha adentrado en una "selva selvaggia" y la ha desbrozado con seguridad y perspicacia. El modelo lejano del actor occidental es el de la "Commedia dell’ arte" italiana, donde los criterios de la representación trataban de equilibrar el movimiento corporal y la destreza declamatoria del histrión. Con frecuencia el texto se supedita a las características o a la capacidad específica de un actor determinado, como todavía puede advertirse hoy examinando con detenimiento muchas obras del llamado "teatro menor", como entremeses, loas o jácaras. Pero la pretendida improvisación de los actores obedeció siempre, en realidad, a un repertorio esquemático de gestos, voces y ademanes previamente determinados para plasmar unos caracteres concretos. Hubo, pues, tras la aparente improvisación una determinada retórica, un inventario de modalidades gestuales y fónicas que el público se acostumbró muy pronto a interpretar. En un escrito anónimo de la época se indica que el buen actor debe poseer de modo natural "brío en el hablar y buen oído y fácil pronunciación", además de una figura adecuada.

(Ya Tirso de Molina advirtió que para representar a una dama joven y atractiva no era conveniente escoger una actriz "con más carnes que un antruejo, más años que un solar de la Montaña y más arrugas que una carga de repollos"). Y Cervantes enumeró en Pedro de Urdemalas cuáles eran los requisitos para ser un buen comediante. Pero son escasísimos los documentos acerca de la técnica escénica y el aprendizaje de los actores. ¿Cómo se formaban, dónde hallaban sus modelos para representar a un villano, a una gran dama de la Corte, a un criado trapacero? Hay que acudir forzosamente a multitud de noticias indirectas cuyo propósito inicial no consistió en informar sobre estas cuestiones. Es preciso revisar las numerosas denuncias de teólogos y moralistas, que aducen a veces la gestualidad de la escena como algo reprobable; se encuentran pistas aprovechables en los tratados de oratoria y de predicación, aunque su finalidad última no sea la de formar actores. También hay datos útiles en las acotaciones teatrales -cuando existen-, en las reflexiones de algunos teóricos sobre preceptiva dramática, o bien en documentos notariales relativos a compañías y contratos, como los exhumados por Pérez Pastor, Cotarelo, Rodriguez Marín, Shergold y Varey, entre diversos investigadores. Las acotaciones, aunque escuetas, proporcionan información acerca de los movimientos que debe ejecutar el actor, o sobre el aspecto físico adecuado, e incluso ilustran acerca de la modulación de la voz y del estilo declamatorio en ciertos pasajes. Así como las enseñanzas de la Retórica pudieron ser aplicables en parte a la técnica de la declamación escénica, fueron también importantes los tratados de fisiognómica -que establecen una tabla de correspondencias entre rasgos físicos y caracteres morales-, de los que la autora cita varios, aunque omita el muy difundido de G. Cortés, Fisonomía y varios secretos de naturaleza, publicado por vez primera en 1597 y reimpreso en multitud de ocasiones a lo largo de más de dos siglos. Una cuestión que convendría haber abordado, y que se halla todavía pendiente de un planteamiento adecuado, es la del "modo" de recitar el verso. No me refiero al tono o la altura y la modulación de la voz, sino a la segmentación en pausas, viejo problema que subsiste hoy, con la controversia entre los partidarios de respetar la pausa métrica al final de cada verso y los que, por el contrario, defienden una distribución de pausas de naturaleza exclusivamente sintáctica (que dificulta la percepción de los versos como tales).

En páginas densas, bien apoyadas en una documentación abundante, la autora estudia el tratamiento del gesto y del movimiento, el de la voz -para el que existen los numerosos preceptos de la "actio" retórica- y toda la rica gama de recursos que permitió al primitivo "recitante" ir transformándose en el complejo actor del Barroco, dueño de una técnica cada vez más sutil y variada. Es imposible resumir aquí la riqueza de motivos, sugerencias y conclusiones que este libro aporta, a pesar de ciertas generosas demasías -hay trabajos invocados que, en realidad, nada aportan- o de algún desaconseja- ble desliz neológico -"teatro siglodorista", pág. 159- que no empañan la solidez del conjunto. Sólo cabe recomendar su lectura, tanto más útil cuanto mayor sea la familiaridad del lector con el teatro áureo.