Ensayo

El bosque originario

Jon Juaristi

17 mayo, 2000 02:00

Taurus. Madrid, 2000. 352 páginas, 2.900 pesetas

No es El bosque originario un libro simple sino todo lo contrario. No lo es, desde luego, en la forma, impecable en su sometimiento a todos los requisitos propios del rigor académico. Pero no lo es, sobre todo, por su contenido, por aquello que constituye su materia

Pese al merecido reconocimiento de que últimamente ha sido objeto, es probable que no acabemos de apreciar lo que para la cultura en España supone una personalidad y una obra como las de Jon Juaristi. No abunda tanto esa mezcla bien dosificada de saber, precisión, sentido crítico e ironía, amén de coraje cívico que él reúne.

Mucho de esas características se podía ya advertir en el que fue su primer libro, El linaje de Aitor, una original disección de los mitemas subyacentes en las ideologías del nacionalismo vasco. Ponía allí de relieve que ciertos delirios extremistas se unían por hilos a veces muy sutiles pero no por ello endebles, con imágenes, narraciones y representaciones cuya génesis podía remontarse a veneros remotos y hasta insospechados. El bosque originario atestigua la fidelidad a esas cuestiones y la capacidad de su autor para abordarlas por ángulos distintos y con mayor amplitud. No es éste, en modo alguno, un libro simple sino todo lo contrario. No lo es, desde luego en la forma, impecable en su sometimiento a todos los requisitos propios del rigor académico, con un texto apoyado en un bagaje bibliográfico amplio y bien seleccionado, en el que no cabe señalar ausencias notables, y asistido por una utilización ágil y nada artificiosa de las más diversas fuentes literarias. Pero no lo es, sobre todo, por su contenido, por aquello que constituye su materia.

Los mitos, pese a haber sido objeto de los más dispares acercamientos desde distintas disciplinas humanísticas y sociales, no han dejado de ser nunca un objeto huidizo, en el que las formalizaciones y sistematizaciones tienden a desbaratarse por la propia porosidad del objeto. La yuxtaposición de fantasías de distinta naturaleza y racionalizaciones vicarias que parece propia del mito, tiende a impregnar el discurso analítico encaminado a explicarlo. El riesgo de desorientación o de trivialización es, por ello, alto y no siempre quien se embarca en el estudio de mitologías consigue sortearlo.

Los mitos han demostrado ser objetos cognitivos especialmente duraderos, capaces de sobrevivir de modo relativamente saludable a la extensión del pensamiento racional, y han conservado siempre su especial plasticidad, una capacidad proteica que ha podido conducir de idealizaciones sobre el origen de la propia comunidad en las agrupaciones políticas del Mediterráneo antiguo, por ejemplo, a las genealogías pseudocientíficas con las que los nacionalismos etnicistas argumentan su propia legitimación. Si, como hace aquí Juaristi, se emprende "un recorrido por la mitografía de los orígenes de las naciones europeas", aunque el trayecto haya de ser forzosamente parcial, la posibilidad de perderse y perder al lector crece. Conviene decir, en seguida, que no es el caso; si estimable es en El bosque originario la cantidad y calidad de los datos, más resulta la pericia en estructurarlos y ensamblarlos en un argumento que no queriendo ser definitivo ni único dota de sentido tanto el contenido del relato mítico como a su función en el grupo que lo asume.

Juaristi se ocupa de mitos griegos, romanos, bíblicos (o, como durante tanto tiempo se les llamó en Occidente, caldeos), góticos (o escitas), celtas (con un espléndido capítulo sobre la celtomanía anglo-francesa de los siglos XVIII y XIX) y arios. Para hacerlo tiene que adentrarse en laberínticos itinerarios que, de hecho, atraviesan toda la historia intelectual de Europa, sorteando fantasías y despropósitos de eruditos de todos los tiempos, y amaños y tergiversaciones que parecen a veces inseparables de los propios mitemas. Ese recorrido tiene estaciones en las fantasías del autoctonismo heleno o del mestizaje romano; en el goticismo astur-castellano, base de la política panhispánica de sus reyes y de la ideología estamental y segregacionista de su nobleza, y en el tubalismo primigenista vascongado o en la credulidad prestada casi en todo tiempo a las más desvariadas argumentaciones etimologistas, por mencionar sólo una parte mínima de lo que el texto ofrece.

Al final se encuentra un buen puñado de conclusiones, de las que vale la pena destacar un par: los mitos dicen mucho más del presente de los mitólogos y los mitólatras que del pasado que pretenden explicar, y no son inofensivos; suelen valer como instrumentos de poder, lo mismo intercomunitario que intracomunitario. Por ejemplo, si ya vencido el Renacimiento, un grupo de escritores franceses se empeñó en la defensa y exaltación del carácter galo de su país insistiendo en su directa filiación del primogénito de Jafet, el hijo de Noé, fue para negar cualquier primacía al emperador germánico, y además por pluma especialmente de Hotman, para sostener principios antiabsolutistas buscándoles un mítico abolengo franco-galo. Y, siendo instrumentos de poder, los mitos en ocasiones resultan letales. Vean si no qué fue de los arqueólogos y lingöistas rusos que parecieron tibios acerca de los furores estalinistas sobre el autoctonismo patriótico y el marrismo oficialmente sostenido. Y como ellos, a otros muchos en muchos sitios.