Ensayo

Rulfo

Aire de las colinas

17 mayo, 2000 02:00

La aparición de un libro con ochenta cartas de amor inéditas de Juan Rulfo, es, a no dudar, un acontecimiento editorial y literario. El deslumbrante y silencioso autor mexicano escribió demasiado poco -apenas trescientas páginas de asombro- como para que la publicación de la correspondencia con su novia Clara Aparicio no atraviese la expectación de punta a punta. Aire de las colinas, que aparecerá dentro de unos días en Debate, recopila 81 cartas de Rulfo escritas entre 1944 y 1950 y, aunque se trata "de textos abrasados por la banalidad conocida y necesaria de cualquier relación amorosa", escribe Juan Bonilla , tienen la cualidad del documento y nos acercan a la enigmática figura de uno de los grandes de la literatura en español.

Todas las cartas de amor son ridículas, pero al final sólo quien nunca escribió una carta de amor resulta ridículo. La zarandeada frase de Fernando Pessoa ayuda a comprender la publicación de Aire de las Colinas, el libro que recopila 81 de las cartas que Juan Rulfo envió a Clara Aparicio entre octubre de 1944 y diciembre de 1950. Son textos abrasados por la banalidad conocida y necesaria de cualquier relación amorosa, en la que, aquí y allá, encontramos delicadas muestras de prosa lírica y esculpida con cariño por quien no tardaría en convertirse en un maestro del relato corto (en 1953 publicaría El llano en llamas, y dos años más tarde Pedro Páramo, novela breve que comprimió un original de cientos de páginas). La oscuridad y el silencio con los que Rulfo se protegió durante toda su vida, sin que escaseasen los chistes, pues de sobra es conocido que a la insistente pregunta de ¿por qué no escribe más, señor Rulfo?, el autor mexicano se defendía respondiendo: "porque se me murió el pariente que me contaba las historias", quedan ahora burladas por la aparición de estas cartas en las que sorprendemos al escritor en zapatillas.

¿Es lícito que se publiquen textos que no ampliarán la grandeza de alguien que durante toda su vida fue muy estricto con su propia obra? La pregunta puede ser arrostrada de maneras diversas. Por un lado, es obvio que acaso a Juan Rulfo le disgustara saber que esos papeles escritos para una sola persona pueden ser leídos ahora por cualquiera, y en ese sentido no se le hace ningún favor al mexicano dando a la imprenta y la publicidad las viejas cartas de amor escritas para su novia.

Sin demasiada sustancia

Por otra parte, si condescendemos a admitir que los documentos que deja un gran autor tienen una singular importancia para acercarnos a su obra, entonces la publicación de estas cartas estaría justificada, siempre y cuando no perdamos de vista que entre Aire de las colinas y Pedro Páramo hay la misma diferencia que entre El Gran Hermano de la televisión actual y El cuarto mandamiento de Orson Welles: lo que en la primera sólo es anécdota y banalidad, en la segunda es descripción de la intimidad y poesía. El morbo que siempre acompaña a una edición de estas características (nada parece atraer más a los coleccionistas de nimiedades protagonizadas por los grandes personajes que verlos en la ardua tarea de prepararse un café, saberlos despiertos a las tantas de la madrugada por un ocasional insomnio o contemplarlos escribiendo una carta plagada de diminutivos cariñosos y, por supuesto, ridículos para todo el mundo menos para la persona a la que se dirigen) no tiene por qué desmejorar ni engrandecer la intrigante figura de Rulfo. Son documentos sin demasiada sustancia, es cierto, cualquiera de ustedes guarda en el cajón derecho de su escritorio una historia parecida a la que contiene este libro, pero dado que cualquier papel lleno de tinta dictada por el autor de Pedro Páramo ha de tener interés explícito para acercarse a su figura, resulta evidente que Aire de las colinas será un libro muy visitado por aquellos a los que les apetezca arrimarse un poco más a la siempre esquiva figura de Juan Rulfo. Eso sí, no encontrarán los interesados en estas cartas el poderío que hallarán en la correspondencia de Flaubert con Louise Collet, ni tampoco las descripciones y comentarios sonrojantes que salpican las cartas cruzadas entre Henry Miller y Anais Ninn. El tono de Aire de las Colinas es éste:

Estamos viviendo el tiempo de las vacas flacas, cuando los pobres son más pobres y a los ricos se les merma su riqueza. Pero nosotros no fuimos los que escogimos el tiempo para vivir. Nacimos por milagro y todo lo que nos sigue dando vida es milagroso. Por eso no dudo, y menos aún ahora, de que los dos juntos seremos más fuertes para aguantar el amor o la alegría o la tristeza o lo que venga. Así seremos tú y yo: esos buenos amigos que se llaman Clara y Juan serán como la piedra contra la corriente de los ríos, muy firmemente aliados contra todo, y haremos un mundo. Un mundo nuestro, tuyo y mío, para los dos. Eso quisiera para ti. Darte cuanto existe. Pero no podemos ser como dioses, no somos más que pobrecitos seres humanos, y tenemos que pedirle a El que mire por nosotros...

Rulfo, 27 años, viaja a México

La correspondencia entre esos dos muchachitos se inicia cuando Juan Rulfo, 27 años, marcha a la ciudad de México alejándose de Clara Aparicio, 16 años y vecina de Guadalajara, a quien poco antes de partir pide formalmente que sea su novia. Nos cuenta el prologuista de la edición, Alberto Vital, que Rulfo había adivinado ya que Clara Aparicio sería quien al mismo tiempo lo inspirara y lo apoyase y fortaleciera ante las presiones del exterior: la incitante y abrumadora metrópoli, el poder político que, hijo de la Revolución Mexicana, recibiría de él la crítica más sutil y perdurable, el mundo literario, del que se mantiene alejado mientras elabora sus cuentos. En la segunda carta que le escribe, Rulfo, aún en Guadalajara, se disfraza de lírico y pone en manos de su amada un lamento en versículo doliéndose de la espera de tres años que la muchacha le ha exigido para formalizar sus relaciones:

Hoy que vine de ti, sostenido a tu sombra, he mirado la noche.
He mirado las nubes en la noche como lágrimas alrededor de la luna clara;
los árboles oscuros, las estrellas blandas.
Hoy he visto cómo por todas partes la noche era muy alta.
Y me detuve a mirarla como se detiene el que descansa.
Clara:
Hoy se murió el amor por un instante y creí que yo también agonizaba.
Fue a la hora en que diste con tus manos aquel golpe en la mitad de mi alma.
Y que dijiste: tres años, como si fuera tan larga la esperanza...


Hay que reconocer que el prologuista justifica impecablemente la necesidad de la edición de estas cartas. Los papeles de un gran escritor, nos asegura, tienen siempre carácter de documentos, y en el caso concreto de Rulfo estas cartas nos dan la oportunidad de acercarnos a la revelación del milagro: ¿cómo es posible que Rulfo escribiera esas trescientas páginas que García Márquez ha puesto a la altura de Sófocles, esto es, de uno de los hombres que, a través de la escena y de la palabra, contribuyeron a fundar la civilización? Para Alberto Vital un escritor importante es un centro donde confluyen tradiciones y relatos, voces e ideas, inquietudes y preguntas de él y de los otros. Hay una hora en que todas esas potencias armonizan como los instrumentos de una orquesta que tocara en plena intemperie o en el campo de batalla y consiguiera convertir en sonidos las más arduas estridencias. Las 81 cartas de Rulfo testimoniarían así el ánimo y los empeños del autor mientras por su persona pasa, y en ella se ordena y adquiere la dimensión paradigmática de la literatura, el convulso universo que luego reflejarán sus obras. Las cartas a Clara, insiste el prologuista, atestiguarán la importancia del amor y, más adelante de la familia en la construcción de un mundo propio para quien hará de Comala o de Luvina lugares simbólicos que, cerrados y opresivos para los personajes, se abren para los lectores sin dejar de deslumbrarnos.

El sol oscuro de su prosa

Esta manera de ver las cosas, aristocrática por denominarla de algún modo, no fija su atención exclusiva en la calidad de los textos, sino en su procedencia, en su relación con aquellos textos que los justifican. Tal vez nuestra tradición aún se permite preguntarse por la validez de esos textos porque hemos empezado a habituarnos a la aparición de libros de este carácter. En Inglaterra se contemplaría la publicación de las cartas de Rulfo como un servicio indispensable para enriquecer la figura del escritor, una oferta espléndida para escudriñar al silencioso creador de Pedro Páramo a través de documentos de primera mano y cuya magnitud no tiene relación sólo con su calidad.

Es cierto que en alguna carta brilla especialmente el sol oscuro de la prosa de Rulfo. Ahí tenemos por ejemplo el excelente comienzo de la carta XII, fechada a finales de febrero de 1947:

Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche, constantemente, como si no existiera el son ni nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensaran descansar. Te estoy platicando lo que pasa con los obreros en esta fábrica, llena de humo y de olor a hule crudo. Y quieren todavía que uno los vigile, como si fuera poca la vigilancia en que los tienen unas máquinas que no conocen la paz de la respiración. Por eso creo que no resistiré mucho a ser una especie de capataz que quieren que yo sea. Y sólo el pensamiento de trabajar así me pone triste y amargado. Y sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa tristeza y esa fea amargura.

Aire de las colinas es una colección de cartas agradable de leer, con pocos contrastes en el tono, aunque de vez en cuando a Rulfo se le dispara el pesimismo y en otras ocasiones, pocas, la euforia le hace temblar las manos. Nos permite, desde luego, asomarnos a la cotidianeidad de un amor que, como todos, para serlo de verdad necesitaba de unas cuantas cartas ridículas y sinceras, de unos cuantos párrafos dulces y una cabalgata de dudas y momentos de autocrítica:

Sabes
, escribe Rulfo, tengo una mirada de odio. Yo ahora casi no odio a nadie, pero allí está la mirada. Es una mirada hacia arriba, odiando algo. Y eso es lo que yo no admito, salir con los ojos furibundos...

Brisa de diminutivos

La diferencia entre las cartas de Flaubert a Louise Collet y las de Rulfo a Clara Aparicio es evidente: uno puede leer las de Flaubert y disfrutarlas intensamente sin necesidad imperiosa de haber leído Madame Bovary. Pero quien no haya leído Pedro Páramo y El llano en llamas y sienta admiración rotunda por Juan Rulfo, hará bien en dejar pasar Aire de las Colinas, como hará bien en dejarse refrescar por esta brisa de diminutivos quien considere que además de un excelente milagro de la literatura en español, el autor mexicano era también un hombre interesante.

JUAN RULFO,FUNDADOR

La obra de Juan Rulfo (Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, 1918-1986) constituye una de las más deslumbrantes rarezas de la nueva narrativa hispanoamericana. Con la sola publicación de un libro de relatos, El llano en llamas (1953) y la breve novela Pedro Páramo (1955) logró no sólo abrir paso a la narración mexicana moderna, sino en buena medida trazó algunos rasgos de la hispanoamericana, de la que se convirtió, junto a algunos pocos más, en fundador. Tras la edición de estos dos libros siguió el prolongado silencio, roto, en contadas ocasiones (fue poco partidario de entrevistas y declaraciones), con el anuncio de una posible nueva novela. Pero, de hecho, Rulfo no volvió a escribir obras de imaginación y su silencio fue incrementando su mítica figura. Conocemos ya bastante sobre el proceso que le llevó a escribir los relatos e, incluso, la fórmula utilizada para ordenar los materiales de su novela, en la que, pese a la colaboración de Juan José Arreola y Antonio Alatorre, jugará un importante papel el azar. En todo caso la obra de Rulfo consiste en la reelaboración de sus años de infancia y adolescencia, la recreación de los desolados paisajes del estado de Jalisco, donde pese a la capitalidad industrial de Guadalajara, no lejos de la ciudad, pueden observarse todavía algunos campesinos a caballo vestidos con el típico atuendo charro. Rulfo se inspiró, además de las literaturas escandinavas -que prefería- y en otras lecturas, en las historias que circulaban por la región, una de las zonas más violentas de México, en la guerra cristera, coletazo de la Revolución: "En la familia Rulfo -escribiría- los Rulfo, una familia muy numerosa, sobre todo por el lado de las mujeres, nunca hubo mucha paz; todos morían temprano... y to dos eran asesinados por la espalda. Sólo a David, el último, víctima de su afición lo mató un caballo. A mi padre no lo mató un peón, no tenía peones....Lo mataron una vez cuando huía". Todos morían a la misma edad, de 33 años.

Establecido en México D.F., tras su infancia de huérfano, comenzó a escribir rememorando paisajes y personajes creando el espacio mítico de Comala, que habría de convertir en cementerio vivo, porque allí muerte y vida, confundidas, presiden la acción. Sus relatos y su novela poseen el aire trágico de los destinos sin esperanza. La crítica mexicana y cuantos se han interesado por su literatura han añorado siempre más textos de Rulfo. De ahí, la expectación de estas cartas juveniles que vienen a coincidir con los años de composición de algunos cuentos y con la época en la que el autor maduraba ya la idea de su novela. Son cartas de amor dirigidas a Clara Angelina Aparicio Reyes y algunas de ellas eran ya conocidas. Fueron escritas entre 1944 y 1950 y forman un corpus de ochenta y una piezas que viene a completar e iluminar la imagen del escritor. Rulfo se dedicó más tarde a la etnografía y a la fotografía de espacios arquitectónicos. Se guardan en la Fundación que lleva su nombre, junto a los 400 textos que deberían haberlas acompañado y que, en buena parte, siguen inéditos. Todo ello, sin embargo, no alterará la imagen y el valor fundamental de la creación de Rulfo. Ayudará a comprender cómo se forjó el escritor y qué estrecha relación existió entre su mundo familiar y su obra literaria. A diferencia de otros colegas supo cerrar con el silencio el breve ciclo creador, signo de la perfección.

Joaquín Marco