Ensayo

Al natural

Anthony Haden-Guest

21 junio, 2000 02:00

Traducción de ángela Pérez Gómez. Península. Barcelona, 2000. 352 páginas, 3.140 pesetas

Crítico de arte de publicaciones a ambos lados del Atlántico como "The New Yorker", "Vanity Fair" y "The Times" y, además, integrante habitual de los sucesivos niveles y círculos concéntricos del medio artístico, Anthony Haden-Guest, publicó en 1996 sus recuerdos, opiniones y valoraciones sobre lo ocurrido en ese mundo y, más específicamente, en Estados Unidos, Alemania e Italia, con mínimas referencias a otros países, en los últimos treinta años, desde el alba revolucionaria del 68 hasta el desencantado y tecnológicamente turbulento final del milenio.

No es una historia habitual al hilo de las tendencias o de los nombres principales de una escala de calidades, sino una recopilación de sucesos, anécdotas, juicios o complacencias que tanto hacen referencia a los artistas propiamente dichos como a sus mujeres, maridos o amantes, a los marchantes, al personal de las principales casas de subastas, a los coleccionistas, a los críticos y a cualquier bicho viviente en las distintas capitales por las que ha transitado el autor. Una historia que bien podríamos calificar, jugando con su título, de "historia natural" en el sentido de que se ocupa de las bestias (dicho sea metafóricamente) y, también, del hábitat en que viven y, también, de las vetas geológicas donde abunda el oro. Ni los chismes resultan especialmente indiscretos ni morbosos ni tampoco es Haden-Guest el crítico más brillante de la época y, sin embargo, el libro resulta de aconsejable lectura, más para el especialista o aficionado que para el lego, que se perderá en la maraña de nombres y referencias, por cuanto ilumina a la vez mucho de lo ocurrido internacionalmente en esos años, especialmente el estruendoso, en su alza y desplome, boom de los 80.

Curiosamente, mucho de lo que cuenta, tanto de acontecimientos como de caracteres y personalidades, resulta perfectamente extrapolable a la realidad española de esos mismos años. Del mismo modo que, al hilo de su lectura, puede certificarse que en Norteamérica el arte, como el cine, depende de una poderosa industria, mientras que Europa permanece todavía, feliz y desdichadamente, en la edad de la manufactura y los gremios.
En un libro de las características de Al natural, el índice se constituye en uno de los instrumentos más adecuados no sólo para el conocimiento de sus contenidos y sus huecos sino, también, para determinar su escala de valores. En las más de veinte páginas que ocupa, si buscamos entre aquellos que más veces aparecen citados ganan, como no podía ser de otra forma y por mucho, además, los artistas. Seguidos en orden alfabético, los que alcanzan los alrededores de la veintena de referencias o la superan, son Carl Andre, Jean-Michel Basquiat, Ross Bleckner, Willem de Kooning, Keith Haring, Michael Heizer, Damien Hirst, Jasper Jhons, Donald Judd, Jeff Koons, Roy Lichtenstein, Brice Marden, Walter de Maria, Bruce Nauman, Denis Oppenheim, Pablo Picasso, Jackson Pollock, Robert Rauschenberg, David Salle, Julian Schnabel, Richard Serra, Cindy Sherman, Vincent Van Gogh, Andy Warhol.

La presencia de Van Gogh se justifica por el involuntario papel desempeñado por el loco del pelo rojo en la vorágine experimentada por las subastas a principios de 1987. Los girasoles, primero, adquirido por Yakishiro Monimoto por casi 40 millones de dolares, y Los lirios, por el que meses más tarde pujó el australiano Alan Bond hasta alcanzar los 53 millones, señalaron los momentos álgidos de la especulación artística de la década.
El que Picasso sea un nombre absolutamente inmune al paso del tiempo dice mucho sobre el punto de vista de los neoyorkinos sobre la modernidad, pero apunta también hacia un oscuro destino colectivo, oportunamente previsto por Robert Hughes -el crítico de arte del que, junto a Arthur C. Danto, mejor opinión expresa Haden-Guest, que tritura sin embargo a Achille Bonito-Oliva como "un hombre bajo de mirada astuta y piel picada"-: "Es posible que la muerte de Picasso marcara un hito, como lo hicieron la de Sófocles y la de Eurípides. La gente siguió escribiendo tragedias, pero ya no era lo mismo. Es posible que la muerte de Picasso haya significado el final de la pintura como discurso moral elevado."

Los demás seleccionados bien podrían quedar encuadrados según las distintas y sucesivas tendencias en las que los ha incluido la crítica, que son, por otra parte, aquellas en las que el autor cifra la historia de las últimas décadas. Sin embargo, más interesantes que los juicios críticos de Haden, son los retratos parciales y las más de las veces agudos que traza de algunos de ellos.

Donald Judd, que abominaba de su adscripción al minimalismo, pero para el que nadie encuentra una clasificación mejor, aparece como un soñador utópico, como un artista de anómala pureza y, también, como un extraño paranoico, ingrato y, en ocasiones, brutal, al que Haden-Guest, denomina "un limpiador del paladar". Barbara Rose, la crítica norteamericana que se casó con Frank Stella, creía que "Judd se volvió colérico y paranoico cuando el mundo se volvió kitsch. él tenía una estética muy concreta. Su estética era su ética. Se sintió traicionado. Se puso furioso."

Más próximos a ese kitsch resultan los nombres de Julian Schnabel y, sobre todo, de Jeff Koons. Schnabel, al que quienes lo han conocido describen como el artista más egotista que jamás hayan visto, estaba convencido de llegar a ser uno de los "grandes" incluso cuando trabajaba en el restaurante Locale (en el que tenía por jefe a David Salle). Schnabel es el paradigma del artista de los años 80, mimado por la fama, adulado por sus colegas -Warhol no paraba de gritar "¡Este es el nuevo artista"!-, el primero cuya representación compartieron Mary Boone y Leo Castelli, quien triplicó sus precios en los tres años que le llevó ser reconocido y después de eso ascendió a cifras auténticamente imposibles, también aquel al que Rudi Fuchs se negó a incluir en la Documenta de 1982 (en la que despegó hacia la fama Miquel Barceló), sin que ello conllevara más afrenta que las disculpas bisbiseadas del crítico. Su transformación, pareja a la de Warhol y Koons, a juicio de Haden-Guest, refleja perfectamente la desaparición de la pretenciosidad en el mundo artístico de los 90.

Entre los españoles, si exceptuamos a Picasso, al que ya hemos hecho alusión, únicamente Antoni Tàpies, Susana Solano y Juan Muñoz merecen unas pocas líneas de la pluma de Haden-Guest. De Tàpies, al que incluye entre el grupo de maestros europeos alejados del gusto de los norteamericanos, afirma una sorprendente influencia sobre el Schnabel frenéticamente entregado a sus cuadros de platos y recibe un ácido comentario por su participación en la Bienal de Venecia del 93. Solano y Muñoz comparecen en una misma página como testimonio del alejamiento de los europeos respecto a los modos y a la vigencia de la escena norteamericana. El más meridianamente claro es Muñoz, citado por Dan Cameron: "Sencillamente no le interesaba Norteamérica. Creía que el péndulo se inclinaba hacia Europa y que Norteamérica no era tan importante como podría haberlo sido para una artista joven 5 años antes."

El colectivo que Haden-Guest retrata del modo más tenebrista es el de los marchantes (en Nueva York sólo muy recientemente se habla de los galeristas en el mismo sentido que en Europa). Se detiene en una parte de ellos, entre los que destacan Bruno Bischofberger, Mary Boone y Leo Castelli, y al que bien podrían añadirse Holly Solomon, Paula Cooper, Annina Nosei. Mary Boone, entre cuyos artistas contaban Schnabel y Salle, por ejemplo, definió alguno de los condicionantes precisos para ser un gran marchante: "Si tuviera que describirme en una palabra sería conspiradora", confesó; y luego rectificó, "no, una conspiradora no. Una batalladora."

Otros son aventureros osados como Toni Shafrazi, que entre sus muchas peripecias cuenta la de haber sido el realizador -junto a Richard Serra y Nancy Smithson- de la última pieza de Robert Smithson, La rampa de amarillo, haber embadurnado con un spray rojo el Guernica o la de haber sido el organizador de un muestra de arte norteamericano en Irán que debía inaugurarse en las fechas de la caída del Sha y el ascenso de Jomeini y los Guardias de la Revolución.

Los coleccionistas Ethel y Robert Scull son los primeros actores que comparecen en Al natural. La subasta de su colección, tras el divorcio de la pareja el 18 de octubre de 1973, fue la primera de arte exclusivamente contemporáneo celebrada por Sotheby"s y la primera, también, en donde los precios alcanzados en las pujas alentaron a los componentes del mercado artístico sobre las posibilidades especulativas del arte último.

Jasper Johns se izó al precio más alto pagado jamás por un artista americano vivo y Robert Rauschenberg, cuyo Deshielo, adquirido por 6.000 dolares, subió a los 90.000, se hizo con una equívoca e intrascendente popularidad por haber pegado un puñetazo o quizás sólo un empujón a Robert Scull tras espetarle: "He estado trabajando hasta reventar para que tú te beneficies".

El conde Giuseppe Panza di Biumo ocupa aquí un lugar menor, discutida la calidad de su colección y puesta en duda la posibilidad de realización de muchas de las piezas que adquirió sobre planos o proyectos. Charles Saatchi se ha convertido en uno de los galeristas ingleses más atrevidos. Entre sus protegidos más rimbombantes y recientes está Damien Hirsth, que ha sido considerado, como ocurrió con Schnabel, el portaestandarte de lo nuevo. Sus vacas troceadas cual rebanadas de pan de molde (la comparación es de Haden-Guest), los cerdos y terneras demediados han sido motivo de expectación y controversia desde su primera comparecencia pública.
ésta es una historia que recoge, también, a algunos de los principales "perdedores" -si una etiqueta así cabe en el arte-. Artistas como Ana Mendieta, aplastada contra la acera de su calle tras caer desde la terraza de su apartamento en lo que autor sugiere que fue una parranda etílica; Rob Scholte, que fuera el mayor divo de Holanda y al que en un atentado, nunca resuelto por la policia, una bomba de mano amputó las dos piernas a la altura de la rodilla; o Basquiat (una de cuyas novias fue una desconocida Madonna), al que la fama condujo a sus madrigueras de soledad (después, eso sí, de ser representado por Nosei, Bischofberger, Mary Boone y Gagosian), que tenía el tabique nasal atravesado y murió de una sobredosis, y que tiene su triste equivalente en Futura 2000, otro graffitero, al que Shafrazi convenció para que abandonara a todo marchante que no fuera él, el gran infiel, que le dejó plantado y sin vínculo alguno con nadie. Terminó de mensajero.