Contaba veinticuatro años cuando, acusado de herejía, la Sinagoga de Amsterdam decretó su excomunión. Desde entonces, comunidad no nombra en Spinoza algo dado y establecido de antemano, sino algo que se forja y se alcanza, sometido siempre al riesgo del conflicto y la pérdida, caracterizado asimismo por el ejercicio constante de una libertad que no delega en otros la propia responsabilidad. No es raro, pues, que, en medio de una fuerte crisis ideológica, el pensamiento de la izquierda radical haya podido hallar inspiración en su obra para revitalizar el pulso de la sociedad democrática. Tras la estela del Spinoza antidialéctico de Gilles Deleuze, es lo que pretendió Toni Negri en La anomalía salvaje. Allí formulaba una tesis sumamente audaz sobre la evolución del pensamiento spinoziano desde una primera etapa de orientación panteísta hasta una segunda, fundadora de una genuina ontología materialista, cuya vertiente política, opuesta a la teoría moderna del contrato social como cesión de la potencia natural de cada individuo, era la más destacada.

Los ensayos recopilados en este nuevo libro no cejan en el empeño de invocar a ese Spinoza subversivo, aún a riesgo de convertirlo en filósofo perenne, para combatir por igual a modernos y posmodernos. Una distancia que sirve para reconocer los aspectos más discutibles de un discurso que no siempre ha asumido bien el paso del tiempo, pero también para apreciar sus hallazgos más perdurables. Entre ellos, el sugestivo examen de las afinidades electivas entre Spinoza y Leopardi, iniciado ya en Lenta ginestra (1987), o la recreación de los temas spinozianos de la risa y el amor como potencias liberadoras del cuerpo que apuntan a un exceso de ser. Algo que Spinoza dice más claramente que Negri: contra la pasión triste de toda forma de terrorismo y su abstracto afán liberador, la alegre virtud de pensar remedios concretos para las injusticias del presente.