Terrorismo religioso
MARK JUERGENSMEYER
21 noviembre, 2001 01:00Juergensmeyer ha compuesto una monografía muy sugestiva a partir de los planteamientos que sobre la materia había venido generando la antropología de la violencia, la sociología del exterminio, y el fenómeno conocido como asesinato terrorista. En tal sentido, el estudio de Bernard Lewis sobre Los Asesinos -secta shii del islam medieval- vuelve a colocarse en la picota de la bibliografía historiográfica. Hace algunos años, Bourdieu hubo de reconocer que la pérdida de religiosidad progresiva en el hemisferio occidental, en torno a 1900, implicaba "la desintegración de todo un universo de relaciones sociales". La concepción racionalista de la existencia humana y de la historia de los pueblos que propugnó con ahinco la Ilustración, los positivistas y materialistas de diferentes escuelas y "pelajes", predominantes en la Europa de 1850-1950, hicieron creer al común que la práctica religiosa, de cualquier creyente de cualquier religión, era cosa del pasado: de tiempos superados por la conquista sistemática del mundo por medio de la ciencia.
Actualmente, en estos primeros meses del XXI, el atentado del 11 de septiembre ha puesto ante la vista de las masas televidentes cómo se desplomaba un símbolo urbano de la gran potencia mundial americana. Sus presuntos autores han sido terroristas suicidas pertenecientes al islamismo radical. Se impone puntualizar, empero, que podrían haber sido sus autores otros verdugos-víctimas propiciatorios de cualquiera otra de las sectas suicidas que generan las religiones. Y, sin embargo, como constata en su obra Juergensmeyer, asistimos desde hace décadas, no al terrorismo estrictamente político, sino a un terrorismo de legitimación religiosa que apela al empleo de la violencia organizada contra un enemigo, real, o elevado a tal categoría a través de un mecanismo demonizador con el que no cabe ni la negociación ni el pacto.
Este terrorismo, que viene haciendo estragos en las filas del judaísmo hipersionista (piénsese en Meir Kahane), en no pocos budistas iluminados como los autores del atentado con "gas nervioso" en el metro de Tokio, en las filas de los Soldados de Cristo (¿Rey?) o de la Identidad Cristiana -sectas significativas, aunque minoritarias, del "malestar de la cultura" material en los Estados Unidos-, es un terrorismo de orientación religiosa aniquilador de sus enemigos presuntos.
Para llevar a buen fin la entrega a la causa, se organiza en la retaguardia de sus cabezas pensantes el andamiaje de la guerra simbólica y posterior ejecución real: el escenario de autos, el momento preciso, el cálculo del alcance que pueda lograr el cometido a través de las redes mediáticas e informáticas de la era global. Nos hallamos ante un rito de paso secreto y solemne, siempre cruel. De acuerdo con estas pautas que dicta el sentimiento del rencor que anidan, sean los condenados de la tierra, sean los desesperados de cualquier latitud, es como se perpetran los actos de terrorismo que pretenden hacer temblar a los habitantes de las urbes millonarias en los espacios predilectos de sus actividades: estadios, aeropuertos, edificios cargados de simbolismo...
Se perseguiría con ello, según el autor del libro, el inicio hacia un gobierno universal de Dios a través del camino recto emprendido por los súbditos de la fuerza creadora y justa. La coronación de esta operación sería la nueva teocracia, frente a los tiempos postmodernos en los que los occidentales nos venimos recreando con deleite autocomplaciente.
Amén de recomendar vivamente esta obra se me ocurre preguntar: ¿cómo han podido engendrar las relaciones internacionales estas manifestaciones de violencia de legitimación religiosa, de terror implacable cometido en nombre de Dios? A los responsables de aquellas relaciones compete interrogar a sus conciencias.