Ensayo

Darwinismo. El fin de un mito

RÉMY CHAUVIN

12 diciembre, 2001 01:00

Traducción de E. Cisneros. Espasa. Madrid, 2001. 330 páginas, 4.100 pesetas

Dawkins se mete con Gould, Behe con Dawkins... Parece que andan revueltas las aguas entre los biólogos evolucionistas. Ahora Chauvin intenta aclarar lo que está viendo. Porque hay dos cosas que le chocan: la virulencia con que ciertos darwinistas atacan a sus contrincantes y el que consideren como hechos ciertas hipótesis tachadas de indemostrables. No se va a ocupar, pues, de la evolución, sino del modo de razonar de los darwinistas que le parece, cuando menos, muy peculiar.

Con ese propósito se dispone a analizar aquellas cuestiones que encuentra poco fundadas. Como la tesis del gradualismo, que extrapola a magnitudes de millones de años de las eras geológicas los resultados de experimentos que sólo se han realizado a lo largo de algunos meses. La crítica que oponen los paleontólogos se basa en la escasez, e incluso no existencia, de formas intermedias en los fósiles, de modo que la evolución ha podido hacerse a saltos, sin que lleguemos a entender por qué se produjeron apariciones y desapariciones a menudo muy bruscas. Sin embargo, como dice el autor, "Darwin matizaba mucho más sus ideas que sus rabiosos seguidores" y no consideraba a la selección natural como único motor de la evolución sino como un factor más; aunque, añadía, el poder de las ideas preconcebidas era tal que nadie le escuchaba. El problema consiste en explicar por qué se comporta la evolución de un determinado modo.

¿Quiénes serían los antidarwinistas? Para los darwinistas es muy práctico identificarlos con los creacionistas, con el concepto más ingenuo y anticuado de Dios, y de ese modo pueden ensañarse con él a voluntad. Pero están luchando con una sombra: hace mucho tiempo, por lo menos un siglo, los teólogos, como los científicos, revisaron esos conceptos. Dios, recuerda Chauvin, es el Creador de las leyes primordiales y deja a continuación que el universo se desarrolle lógicamente. Los cristianos, en este punto, son superiores a los darwinistas que creen saberlo todo: reconocen que no tienen ni idea. Considerar, pues, como única alternativa creer o no en Dios como causa de la evolución es un error.

El dilema no se puede plantear en términos tan simplistas: para un creyente razonable se presenta exactamente el mismo problema que para un ateo. La confrontación darwinistas-antidarwinistas adquiere casi un carácter teológico: no hay tanto una teoría biológica en sentido estricto sino un ataque del materialismo contra el creacionismo o, más bien, contra el espiritualismo. "Lo más fundamental es saber si la evolución es un fenómeno natural o divino", dice un darwinista, pero no puede pretender evadirlo atribuyendo ingenuamente a la selección natural todas las actuaciones que no menos ingenuamente se atribuían a la Providencia. Todo esto puede explicar la rabia fanática de algunos extremistas cuando se ataca su creencia. A las dos posibilidades, creer en el concepto más ingenuo del Creador o creer en Darwin, habrá que añadir una tercera, la más objetiva: confesar nuestra ignorancia, y suspender por ello nuestro juicio con relación a las causas de la evolución.