Image: Le dernier roi. Crèpuscule d’une dynastie

Image: Le dernier roi. Crèpuscule d’une dynastie

Ensayo

Le dernier roi. Crèpuscule d’une dynastie

Jean Pierre Tuquoi

9 enero, 2002 01:00

Grasset. París, 2001. 16’55 euros

En el otoño de 1990 las relaciones entre Francia y Marruecos sufrieron una convulsión. La publicación de un panfleto tan feroz como documentado del periodista Gilles Perrault (Nuestro amigo el rey) fue el detonador de aquel terremoto político y diplomático entre la antigua metrópoli y el Protectorado que ejercieron Francia y España en Marruecos.

A punto estuvieron de romperse las relaciones entre París y Rabat. Hassan II anuló la celebración en París de sendas exposiciones que se anunciaban bajo el rótulo de L’anée du temps de Maroc. Danielle Mitterrand hubo de suspender su visita a los campos de refugiados saharauis; y Roland Dumas, ministro de exteriores de Mitterrand, realizó un viaje-relámpago para desactivar la crisis. En suma: una historia de atracción de fondo entre dos países ribereños salpicada de convulsiones.

La editorial Plon publicó tres años más tarde un volumen con la serie de entrevistas-río que Eric Laurent realizó en Rabat al monarca ya difunto (La Mémoire d’un Roi). En todo este juego especular del mundo francófono, Jean Daniel no dejó de terciar con su habitual sutileza en Le Nouvel Observateur. Porque si las páginas de Nuestro amigo el rey parecían repletas de estremecedoras evidencias sobre la política del poder que Palacio venía ejecutando desde los años 60 (esos que, actualmente, se denominan los años de plomo en Marruecos), no era menos evidente entonces -y ahora- que Marruecos había encontrado en Francia valedor internacional y un socio económico y cultural privilegiado. Un hecho que la diplomacia española nunca ha ignorado, del que Alfonso de la Serna sabe bastante y que ha dejado traslucir en su obra, Al sur de Tarifa. Marruecos-España: un malentendido histórico (Marcial Pons).

Este preámbulo viene a propósito del libro que otro periodista acaba de sacar. Continúa la saga publicística entre Francia y Marruecos. Creo, sin embargo, que la desavenencia entre París y Rabat no alcanzará la misma aparatosidad que cobró hace once años el diálogo de intereses franco-marroquí.En primer lugar, porque a Tuquoi le ha tocado ser no ganador, sino colocado, por recurrir a un lenguaje al uso en los hipódromos. Las primeras 160 páginas del libro no hace sino revisar con mucha repetición iconográfica la figura de Hassan II, su poder omnímodo, los avatares de su reinado: Skirat, Tazmamart, La Marcha Verde, Los dossieres Sefaty/Yassin; y, muy en particular, la vida en Palacio, el entorno familiar, los ritos del harén, la constelación de cortesanos. En fin, una atmósfera que Malika Ukfir ha narrado en su autobiográfico relato La Prisionera y que la prensa ha contado hasta la saciedad.

Sólo a partir del capítulo titulado "Les Printemps de Rabat"-el acceso al trono del varón primogénito de Hassan II, Mohamed VI -es cuando adquiere la crónica periodística de Tuquoi mayor interés político, crítica que no es ajena a España bajo ningún concepto. Ahora bien, -y esta sería la segunda razón de peso para reducir la dimensión publicista de este volumen a sus justas proporciones- ni en los medios de comunicación españoles se ignoran muchas de las cuestiones que se suscitan en Le dernier roi, ni tampoco ignoran las capas urbanas de la sociedad marroquí actual el nudo gordiano que se teje en las últimas cien páginas del libro: necesidad de gobiernos representativos, establecimiento de mecanismos adecuados para hacer política social equitativa en el reino alauí, desarrollo de la sociedad civil marroquí y de los derechos humanos, erradicación de un sistema-majzen que impide el saneamiento de la hacienda de una sociedad que aspira a insertarse en los tiempos que corren...

Finalmente, una puntualización. Que la esperanza del cambio, de la transición en Marruecos, a partir de julio de 1999, haya alimentado infinidad de aspiraciones lícitas, y los gobiernos de Yussufi no hayan colmado esas expectativas sino en corta medida, nos llevaría a toda una digresión histórica y filosófica en torno a la realidad histórica y a cómo transformarla a favor del progreso político y material de cualquier sociedad en el transcurso de su devenir histórico. Frente a lo que algunos norteafricanistas y gentes de la prensa renombrados han deseado para nuestro vecino meridional a la muerte de Hassan II, la realidad de los hechos contemplables, hoy, en Marruecos, no constituye sino un corolario más de otra evidencia: que las fórmulas prestadas, en la historia, suelen conducir a la decepción, cuando no al fracaso del trasplante. El espejismo de una monarquía constitucional al estilo español ha jugado, por el momento, una mala pasada. Quizá llegue esa forma de estado algún día a Marruecos, pero será a través de un proceso interno, a partir de los datos magrebíes mismos, y no como si se tratara de un prêt-à-porter válido para tirios y troyanos.

Los extremos posteriores no invalidan el énfasis que Tuquoi pone en la responsabilidad que reposa sobre el monarca alauí, un monarca constitucional, pero de derecho divino (por el peso del pasado). Quien resuelva esta ecuación de tercer grado puede dirigirse al Mechuar de Rabat y ofrecer al monarca el codiciado talismán que le permita desatascar el horizonte de su reinado.