Ensayo

La narrativa simbólica de J. Goytisolo

Myriam Gallego Fernández de Aránguiz

13 febrero, 2002 01:00

Almar. Salamanca, 2001. 342 páginas, 10’82 euros

Si hay una narrativa de vectores simbólicos y connotaciones subliminales es la de Juan Goytisolo. Una bibliografía variada y de calidad lo ha puesto ya de manifiesto. El libro que hoy reseñamos insiste en esa tarea exegética.

Lo hace además desde una perspectiva muy coherente: la de examinar la obra del novelista aplicándole la metodología crítica que propuso Gilbert Durand en Las estructuras antropológicas de lo imaginario (Taurus, 1981). El resultado es una visión de la obra goytisoliana desde un punto de vista único, con lo que ello implica de renuncia a otras propuestas,y de apuesta por una interpretación que aspira a ser abarcativa y renovadora. El método de Durand es simple en su aparente complejidad. Sirviéndose de una serie de tecnicismos que quieren dar precisión a sus propuestas, establece un catálogo de dualidades que recoge todas las posibilidades de régimen de la imagen literaria: "diurno/nocturno", "antítesis/síntesis", "individuo/civilización circundante", "mundo interior/mundo exterior"... Todo podría reducirse a la existencia de símbolos naturales, realizadores y positivos, frente a otros convencionales y reductores. Los primeros constituirían lo que llamaríamos "mundo interior", y los segundos "mundo exterior".

Para la autora, la narrativa de Goytisolo, a partir de Señas de identidad (1966), se inclina por la primera de estas opciones, creando un universo simbólico que conforma la realidad a la medida de sus ideas. Así, el eje simbólico del "régimen diurno" tendría una configuración vertical, con el bien en la cima, pero la civilización occidental se lo estorba con la cosificación de los ideales. Entonces surge el conflicto, en que el mundo interior lucha por destruir al exterior y viceversa.

Llegados a este punto, la ensayista establece un paralelismo entre la simbología de esta segunda etapa de la novelística de Goytisolo y la de San Juan de la Cruz. El "yo" del moderno escritor, como el del místico carmelita, no habría podido resistir la dramática oposición entre los signos "cuerpo/no cuerpo", por lo que se habría visto obligado a buscar el refugio de una síntesis o "conjunción". Su mundo interior emprende, pues, un camino iniciático para que la realidad espiritual y corporal de ese "yo" pueda vivir la autenticidad de su ser y tener constancia de su libertad. Ello le obliga a hacer una salida del mundo exterior, recorriendo su camino en soledad. Así transita por una vereda que es, a la vez, interiorizadora y ascendente, y que lo lleva a un estado que podríamos llamar Absoluto. Al dar sentido y escape a sus tensiones, la creación literaria se le convierte en una eficaz catarsis, como se ve en La Cuarentena (1991).

El libro de Myriam Gallego es denso, riguroso y complejo. Sus propuestas son, alternativamente, brillantes o peregrinas -el estilo y las ideas de L. López Baralt le inspiran pasajes decisivos. Sin embargo, en mi opinión, las coincidencias formales entre los dos Juanes se han sobrevalorado, parangonando hasta cierto punto la apertura al misterio de aquél con la trascendencia mundanal de éste. Ese paralelismo debe ser matizado, dejando claras las diferencias que existen entre el autor del Cántico espiritual y el de la Carajicomedia. No puede considerarse mística -en un sentido técnico- la postura de un novelista que quiere liberarse del solipsismo con la creación literaria "para comunicarse unidireccionalmente con la sociedad", intentando que "su personalidad esquizoide no sucumba a la psicosis". La búsqueda por amor del Amado, y el encuentro en "la interior bodega" o en lo más alto de la torre almenada que canta San Juan de la Cruz, son otra cosa. Ni mejor ni peor: distinta.