El guardián de los sueños
Margaret A. Salinger
27 marzo, 2002 01:00J. D. Salinger
La hija de Joyce, Lucía, padeció problemas mentales y, al parecer, tuvo que ser ingresada en una institución psiquiátrica. Según algunos críticos, sus problemas tenían que ver con la apabullante personalidad de su padre, que en buena medida condicionaba el natural desarrollo mental de una joven adolescente, y el instinto de protección del padre sobre la hija.Hasta ahora solía citarse el caso de Lucía Joyce como paradigmático de las complejas relaciones entre los hijos de escritores o artistas famosos y sus padres; a partir de ahora tenemos otro "documento", esta vez de primera mano, el de Margaret A. Salinger, hija del autor de El guardián en el centeno, J. D. Salinger.
Uno ya sospechaba que la personalidad de Salinger trascendía lo habitual. Su obsesión por el anonimato y la complejidad psíquica de sus personajes así lo indicaban. Pero ello no debería en absoluto ser objeto de censura, y a muchos nos indignó la fotografía robada en la que se veía a un anciano empujando un carrito en un supermercado. Con sus memorias, Margaret A. Salinger pretende dejar un legado a su hijo para "averiguar qué es real y qué es ficción" (pág. 9), pero conforme avanzamos en la lectura comprobamos que lo que realmente intenta es superar el "trauma" que ha supuesto ser la hija de un escritor de culto. Próximo el final confiesa: "Me detuve a pensar en mi vida y decidí que si iba a seguir viviendo debía dejar de vivir el sueño de otra persona" (pág. 408). Y según deducimos en el último párrafo parece que lo ha conseguido (enhorabuena): su matrimonio es feliz, su marido y su hijo "son la luz que ilumina mi vida" (pág. 440), no recuerda cuándo es la última vez que se peleó con su marido, y se enorgullece "de lo diferente que va a ser la infancia de mi hijo de la mía" (pág. 437).
Ya en la primera línea de la Introducción se establece el tono que encontraremos en el resto del volumen: "Crecí en un mundo en el que casi no habitaban las personas reales" (pág. 7). ésta es una verdadera obsesión, un reproche del que parece no haberse librado con los años: "Cuando yo era una adulta, me di cuenta de que mi padre seguía viviendo con sus sueños, no con sus hijos reales." (pág. 115).
Margaret Salinger aborda sus memorias como si se tratara de una experiencia única, pero también lo son únicas las de cada uno de los lectores, aunque la relación con el padre no les haya llevado a plantearse poner fin a su existencia, y sin que trasciendan el ámbito familiar. A fin de cuentas, lo que Margaret Salinger cuenta es su propia vida, cuando el único interés para los lectores es el de ser la hija de uno de los escritores fundamentales en la literatura mundial del siglo XX, y no sus problemas bulímicos o de personalidad. No en vano los pasajes que más me han interesado son aquellos que versan sobre la personalidad de su progenitor: "He presenciado una y otra vez cómo sus experiencias divinas de felicidad y unión con todo el mundo son líquidas como la alegría, no sólidas como la felicidad. A la mañana siguiente se le escapan entre los dedos como si de sueños se tratasen" (pág. 111).
Conviene, de todas formas, dejar un espacio para la duda, pues pese a resultar patente que Margaret Salinger intenta ser objetiva -la obra está salpicada de mil notas a pie de página- no siempre logra escapar de la lógica subjetividad. Algunas censuras resultan un tanto infantiles, como la visita de su padre cuando ella estaba en Inglaterra sin avisarla -se había ido a Portugal con un amigo- o no decirle que su abuela estaba enferma. Uno se pregunta por qué no fue ella quien telefoneó comunicando su viaje a otro país o interesándose por la salud de su abuela, sin calibrar que su padre quisiera darle una sorpresa o evitarle el sufrimiento ante la enfermedad. Sorpresa y sufrimiento que, sin duda, le ha causado ella a su padre con este libro. Hay otro puñado de nimiedades cuya inclusión en estas memorias resulta gratuita, como el enfado de su padre por los 5.000 dólares que tenía que pasar a su esposa por la manutención de los hijos, que según Salinger sólo servía para "alimentar a sus novios... No se come y se caga en el mismo sitio". (pág. 220).
Resulta, finalmente, sintomático que las fuentes de las que ha bebido para elaborar estas memorias hayan sido sus recuerdos, su madre y su tía... A mí me hubiera interesado más la opinión del padre.