Image: Memorias

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Ensayo

Memorias

Albert Speer

27 marzo, 2002 01:00

Albert Speer

Trad. de ángel Sabrido. El Acantilado, 2002. 932 págs., 27 euros

Una de las cuestiones relacionadas con el nazismo que ha provocado más ríos de tinta es el de la adhesión que provocó en millones de personas que no podían ser definidas como fanáticos incultos e ignorantes y que, por el contrario, contaban con una inteligencia y una formación académica superiores a la media.

Aunque sólo fuera por la luz que arroja sobre este fascinante aspecto merecería la pena leer las Memorias de Albert Speer, uno de los personajes más enigmáticos y cautiva- dores del III Reich. Arquitecto de enorme talento y gestor de notable competencia, Speer se vio atraí-do por Hitler en el curso de un mitin del que salió cautivado psicoló- gicamente y dispuesto a afiliarse al Partido Nacionalsocialista alemán. Tiempo después descubriría que semejante impacto no era excepcional sino que contaba con multitud de paralelos en la sociedad alemana incluyendo a su propia madre.

¿Qué cautivó a Speer en 1931 para colocarse la esvástica en la solapa? De creerle -y no hay razones para poner en entredicho su testimonio- lo que le ganó fue la personalidad magnética de Hitler, un factor que no quedaba minimizado por el carácter bastante explícito de sus ideas y propósitos. Que sus colaboradores más cercanos eran lo más parecido a una banda de gangsters poco o nada dispuestos a dejar que alguien entrara en el círculo más íntimo del poder es algo que Speer descubrió con relativa rapidez pero aún así no se apartó del nazismo. De hecho, habría que creer -y nuevamente parece que no miente- que el Föhrer le adornó con una distinción especial, lo que le vinculó más estrechamente con su persona. ¿Acaso no eran ambos artistas interesados en embellecer Alemania?

Así, en 1937 se convirtió Speer en inspector general de construcción en Berlín y en 1942 -un año realmente decisivo para la guerra- en ministro de armamento y munición del ejército. Apenas un año después pasaba a desempeñar la cartera de armamento y producción bélica. Huelga decir que ni un instante perdió la confianza del Föhrer. De hecho, esa confianza -que fue recíproca- evitó que Speer sintiera problemas morales respecto a las sucesivas guerras desencadenadas por el III Reich e incluso en relación con el uso de mano de obra esclava en los campos.

Posteriormente a su procesamiento en Nöremberg se llegaría a saber que Speer incluso había estado presente en alguna de las reuniones donde se habló sin tapujos del programa de exterminio. El que los jueces aliados no dispusieran de ese dato entonces salvó con seguridad al antiguo ministro de Hitler de la horca. Sin embargo, durante la guerra el único escrúpulo padecido por el ministro de armamento del III Reich fue el que experimentó al recibir la orden de destruir Alemania antes de que los aliados se apoderaran de ella. Fue esa la primera y única vez que desobedeció al dictador aunque las últimas raíces de semejante decisión se nos escapen.

Condenado durante el proceso de los grandes criminales de guerra a veinte años de prisión, Speer reconoció algunos de sus actos del pasado pero no se liberó en absoluto del enorme influjo que Hitler había ejercido sobre él. Todavía en sus Memorias hallamos la voz de alguien que se examina con perplejidad y que confiesa con cierta candidez el placer y la satisfacción que le provocaba que el Föhrer lo contemplara con afecto y le convirtiera en objeto de sus confidencias. Auténtica mina de información sobre la vida interior en el III Reich -un motivo más que suficiente para leerlas- estas páginas tienen sobre todo un valor extraordinario, el de mostrarnos el inmenso poder de fascinación con el que cuenta el mal por muy brutal que pueda manifestarse. Se trata de un poder del que -Lenin, Stalin, Mao o Castro son otros ejemplos- no siempre han llegado a librarse ni los pensadores ni los artistas.