Image: Berlín. La caída: 1945

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Ensayo

Berlín. La caída: 1945

Antony Beevor

17 octubre, 2002 02:00

Antony Beevor. Foto: Mercedes Rodríguez

Traducción de D. León. Crítica, 2002. 542 páginas, 27 euros

Aquellos que hayan conservado una satisfactoria impresión de la última obra de Antony Beevor, Stalingrado (Crítica, 2002), no verán defraudadas sus expectativas con este nuevo trabajo del historiador inglés.

Incluso para los que la historia militar, en particular las descripciones del curso de la guerra, carezca de aliciente, la sabia combinación de elementos políticos y estratégicos y la viveza de las descripciones despertarán su interés.
Efectivamente, quizá la acertada mezcla de componentes, para configurar ambientes y experiencias, obtenidos a partir de entrevistas a protagonistas y a la rica documentación consultada, sea el mayor logro de este libro. La estructura de cada capítulo entremezcla episodios muy diversos, como la terrible situación de los refugiados y el desarrollo de las evacuaciones, las largas esperas y los enfrentamientos bélicos, las penurias en la retaguardia y los miedos ante la llegada del enemigo, los saqueos y el desencadenamiento de la violencia contra las mujeres,... contribuyendo con todo ese despliegue narrativo a dar una idea vívida de la atmósfera caótica y azarosa en la que se desarrollaba la guerra.

Junto a ello, está el núcleo de la obra, la conquista de Berlín como objetivo estratégico y las decisiones de los distintos actores en pos de esa meta o en su defensa. En primer lugar, un Hitler decrépito, iracundo, fuera de la realidad, rodeado de una corte incompetente e irresponsable de cobardes que aspiraban a la sucesión con el telón de fondo del catastrófico derrumbamiento.
En segundo lugar, aparecen las ambiciones de la cúpula soviética. Una vez resuelto el tema de Polonia, Stalin se dispuso a hacerse con la gloria de la ocupación de Berlín. Había un interés obvio, la caída de la capital implicaba el control de Europa central. Otra causa vital, de carácter secreto, era apoderarse de los científicos, instrumentos y materiales, sobre todo uranio enriquecido, con los que se desarrollaba el programa de investigación nuclear del III Reich. Stalin estaba al corriente del proyecto Manhattan desde 1942 y quería terminar con el retraso soviético en la carrera.

El que el plan se frustrase era el mayor temor de Stalin desde el cruce del Vístula en enero de 1945. Temía una paz aparte de los alemanes con los occidentales y también recelaba de las facilidades que la Werhmacht podía dar a los norteamericanos para acceder a Berlín. Pero esta desconfianza no tenía sentido en esos términos. Lo que sostenía la feroz resistencia alemana era la propaganda de ambos regímenes y sus acciones. Por un lado, pesaban las noticias sobre pillaje y violaaciones masivas perpetradas por los rusos en los territorios ocupados y por otro la insistencia del aparato de Goebbels en difundir la idea de que si vencían los rusos la nación alemana desaparecería y los ciudadanos sería esclavizados. Por parte rusa, la insistencia en una venganza proporcional a los desmanes causados por el Reich en la URSS, afianzaba el deseo de resistencia numantina.

En tercer lugar, se encontraba el mando americano, en el que una mezcla de miopía en lo referente al análisis de las intenciones de Stalin y el deseo de contar con su colaboración para acabar con Japón, le llevó a una dejación patente que facilitó los objetivos del zar comunista.

Lo más paradójico en toda esta oceánica historia de muerte y crueldad, es que los nazis consiguieron todo lo contrario de lo que se habían propuesto. El proyecto de eliminar el peligro bolchevique que se cernía sobre Europa, acabó con una porción relevante del continente ocupada por los soviéticos, con el prestigio añadido que daba ante el mundo el haber derrotado al régimen más asesino y siniestro de la historia.