Image: Recuerdos míos

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Ensayo

Recuerdos míos

Isabel García Lorca

31 octubre, 2002 01:00

Isabel García Lorca. Foto: Archivo

Ed. Ana Gurruchaga. Prol. Claudio Guillén. XV Premio Comillas. Tusquets. 303 págs., 15 euros

Recuerdos míos es mucho más que un libro de memorias: es una crónica de la intrahistoria de la España de la primera mitad del siglo XX, vista desde el seno de una familia granadina de tradición republicana liberal; una evocación de personas, de tiempos, revividos por la intensidad de una prosa precisa que produce en el lector una emoción lírica constante.

Arropados en un verso de Unamuno -que le sirve de título- y en otro, de Rafael Juárez, que le sirve de báculo, estos recuerdos de Isabel García Lorca constituyen un caso y una materia muy especial por la profundidad de su memoria y por otro rasgo que, como el anterior, también ha sido señalado por Claudio Guillén en su exacto prólogo: me refiero a su inteligencia "casi antropológica". La primera le permite recomponer con rigor el conjunto de toda su experiencia y fijarla en relato; la segunda convierte el texto en un testimonio de excepción. La familia aparece como telón de fondo e. incluso, en un momento dado, se convierte en paisaje interior: padres, hermanos, tíos, primos, criados, maestros, ammigos y parientes llenan la superficie de este cuadro al que los colores de su siglo añaden esa diluida pincelada con que el tiempo suele borrar o iluminar cada rincón.

Isabel García Lorca describe con detalle la casa de la Acera del Darro 60, donde vivió sus primeros ocho años, y la de la Acera del Casino 31, con "el cuadro de las peras" de Dalí y los espejos frente a y en los que solía hablar consigo mismo su padre. Alude a las monjas "enormes, tiesas, duras, haciendo un ruido siniestro de faldas y rosarios", y expone su admiración por Laura y Fernando de los Ríos, de quienes se siente -dice- tan hija como de sus propios padres. Como Ratzel, afirma que "lo más importante en esta vida es el entorno en el que uno crece". De sus profesores de bachillerato recuerda al latinista Agustín Muñoz y a la alumna de Laura Giner, Isabel Montero. Manuel de Falla es evocado con especial cariño no sólo como artista sino como hombre "que vivió con estoicismo ejemplar los años más duros de su limpia vida": él y la familia García Olmedo fueron los únicos con el valor suficiente como para visitar a los padres de Lorca cuando éste y su cuñado Manuel Fernández-Montesinos fueron asesinados en el verano de 1936. Ramón Gómez de la Serna aparece deglutiendo cantidades ingentes de jamón y ciruelas, y Andrés Segovia como un "cursilón de Linares". La maledicencia de Juan Ramón ocupa varias páginas, en las que se refiere desde aquel artículo de "El Sol" en el que alude al poeta "Siderico García Laorta" hasta los ataques contra Machado y las invectivas contra Salinas y contra Guillén. El único que se salvaba de su lengua era Alberti. El orden de la Institución Libre de Enseñanza es recordado como una "vida tan pensada y medida" que en ella "había, en el fondo, una cierta falta de libertad".

Los veranos de Lanjarón y el mar de Málaga se asocian con las risueñas imágenes de Prados, Altolaguirre e Hinojosa, tan ajenas y lejanas entonces a todos los horrores que vendrían después. La facultad de Filosofía y Letras de Granada -con Mariano Bassols, Emilio García Gómez y Marín Ocete- contrasta con la que conocería luego en Madrid. De esta última las clases de Salinas, Fernández-Montesinos y Guillén son las que más y mejor recuerda: no así las de Américo Castro, cuya antipatía le resulta manifiesta. Martínez Nadal es el amigo de su hermano que más maltratado resulta. La Universidad de Verano de Santander en los meses de julio y agosto de 1935, los estrenos de las obras de Federico, la creación de La Barraca y el crucero del Mediterráneo son páginas tan llenas de ilusión y entusiasmo como sombría sería la experiencia inmediatamente posterior: el inicio de la guerra, la separación de la familia, la noticia del asesinato de su hermano, su viaje a Bruselas, su relación con el doctor Goffin, la travesía del Atlántico a bordo del Champlain, las primeras cartas de su familia, ese "Vicenta Federico" con que firma su madre, su llegada al puerto de Nueva York y su estancia en Middlebury College. Allí conoce al dificilísimo Cernuda, cuya "mezquindad con el dinero era tan acusada como su capacidad de desprecio". Federico de Onís, María Zambrano y Marguerite Yourcenar adquieren singular relieve en estas páginas. Melchor Fernández Almagro recibe un tratamiento que es todo un retrato, con su habla tan confusa que "se decía que hablaba en borrador". El regreso a Granada, la generosidad de Gómez Orbaneja y la Huerta de San Vicente cierran este emocionante libro que, aunque no es estrictamente sobre Lorca, no puede dejar de referirse a él: aporta datos para entender no pocos versos de Poeta en Nueva York y, sobre todo, de Libro de poemas; y da claves de algunas escenas de Bodas de sangre, de La casa de Bernarda Alba y de Yerma, algunos de cuyos personajes son puestos en relación con la persona que los inspiró: Bernarda, su madre, la Poncia y la visita que llega en el tercer acto reciben aquí sus más que posibles nombres propios.

Isabel García Lorca ve su vida "como un inmenso y desordenado retablo" al que nos asomamos y cuyo apasionante flujo vemos aparecer. En él está condensado un tiempo en profundidad. El material gráfico que se incluye lo ilustra muy bien: mejor que las notas biográficas del índice onomástico, que resultan pero que muy incompletas. Ana Gurruchaga explica la génesis de su escritura y clarifica los pasos seguidos en su redacción. Estamos ante uno de los libros más significativos de los últimos años: ante uno de esos textos que transminan reviviscencias y nos hacen partícipes de su historicidad. Un texto de lectura obligada.