Image: Memorias

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Ensayo

Memorias

Balthus

21 noviembre, 2002 01:00

Balthus. Foto: R. Gallarde/Sygma

Traducción de Juan Vivanco. Lumen, 2002. 256 páginas, 20’90 euros

Lo primero que hay que aclarar sobre estas memorias de Balthus es que no fueron escritas por Balthus ni tampoco son exactamente unas memorias. Son fragmentos de las entrevistas que un tal Alain Vircondelet mantuvo con el pintor poco tiempo antes de su muerte.

A través de un centenar de estampas breves desfilan grandes figuras del pasado, desde Rilke, que fue amante de su madre e inició al joven Balthus en la poesía de Dante y en el arte oriental, hasta Giacometti, Bataille, Camus, Saint-Exupéry o René Char. Otras veces, Balthus se recrea en su vida actual y en los seres que le rodean: sus gatos, su esposa Setsuko, descendiente de samuráis, y su hija Harumi, que diseña blusas, joyas y perfumes.

Todo el libro está impregnado de fervor religioso. De una acendrada devoción por la Virgen de Czestochowa, cuyo icono tiene el pintor en su cuarto junto al rosario que le regaló el Papa Juan Pablo II. Balthus relata incluso una experiencia sobrenatural, una conversación con Dios durante un trance semejante a la muerte. Para él la pintura es como la oración: "Siempre empiezo un cuadro rezando, un acto ritual que me permite la posibilidad de atravesar, de salir de mí mismo. Estoy convencido de que la pintura es un modo de oración, un camino para llegar a Dios." ¿Cómo conciliar tanta piedad con todas esas adolescentes desvestidas en posturas provocativas que pueblan sus cuadros? El pintor se enfada con quienes dudan de su pureza: "Creer que en mis niñas hay un erotismo perverso es quedarse en el nivel de las cosas materiales." Ni él es un voyeur, alega, ni sus niñas son lolitas, sino ángeles, "reflejos idealizados, platónicos, de lo divino". Hasta el lector mejor dispuesto puede encontrar estas justificaciones algo difíciles de tragar.

A nadie que conozca la obra de Balthus le extrañará su entusiasmo por los primitivos italianos, ni sus apasionadas invectivas contra los "desvaríos" del arte moderno, recusado en bloque (aunque de esa condena general se salvan Picasso, Giacometti y Tàpies). Los maestros a los que Balthus recuerda como sus mentores son grandes modernos convertidos a la tradición clásica, como Maurice Denis, Bonnard y sobre todo, Derain. La fama de reaccionario, lejos de asustar a Balthus, parece excitarle y le conduce a la exaltación del feudalismo, y a una requisitoria general del mundo moderno, dominado por la burguesía y su afán de lucro. Este furor contra el progreso nace de un anhelo por aniquilar el tiempo. La pintura es un oficio milenario y necesariamente lento: "El cuadro -dice- me enseña a rechazar la rueda frenética del tiempo." Claro que esta aspiración extática no está reñida con el aprecio por las condecoraciones principescas ni con las relaciones mundanas de Balthus con estrellas como Richard Gere, Sharon Stone o el cantante Bono. Al final, estas memorias no despejan los enigmas que rodean a su protagonista. Nos quedamos sin saber qué relación existía entre el anciano que habla en ellas y el pintor que había sido. Sin saber cuánto había en Balthus de auténtico místico y cuánto de poseur.