Image: Jesús de Nazaret: el niño hecho Dios

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Ensayo

Jesús de Nazaret: el niño hecho Dios

Álvaro Borghini

16 enero, 2003 01:00

Anónimo: Virgen con el niño

Siglo XXI. Madrid, 2002. 158 páginas, 10 euros

El libro de álvaro Borghini me llega al mismo tiempo en que recibo y leo el de Mariano Herranz y José Miguel García Pérez sobre Milagros y resurrección de Jesús según San Marcos (Encuentro). Se trata de dos libros aparentemente coincidentes.

En ambos se habla de los mismos milagros. El de Borghini se presenta como un libro de filología y el de Herranz es un libro de filología. Basta abrir sus páginas y ver la reiteración con que se acude a caracteres hebraicos y griegos. El de Borghini sólo es filológico en pequeña medida; apenas se refiere en tres ocasiones a las expresiones griegas que se usan en el Nuevo Testamento y, de esas tres, sólo una es indiscutible: el uso de la palabra griega goneis en el sentido de ‘padres carnales’ (p. 72). La forma gyné, en cambio, no siempre se empleaba para designar a la mujer casada, como él cree (p. 103); tenía también el valor de ‘muchacha’, o ‘fémina’ en general. En cuanto a la afirmación de que Jesús contaba con hermanos (y, por tanto, la Virgen no era virgen) porque adelphós significa siempre ‘hermano’ y no es lícito entenderlo por ‘primo’, como creen los exégetas católicos (p. 74), no cae Borghini en que, en Corintios, 15, san Pablo no habla de que Jesús resucitado se apareciera a "quinientas personas juntas", como él dice (p. 114), sino a "quinientos hermanos", empleando también la palabra adelphós. Y no parece verosímil que la Virgen tuviera quinientos hijos. El autor no se hubiera metido en este atolladero si hubiera conocido la otra obra que cito -la de Herranz y García Pérez- sobre el original arameo del que el texto griego que él comenta no es más que una traducción deficiente.

Aparte, hubiera hecho falta, al menos, en el libro de Borghini, una cuarta referencia filológica que nos explicara por qué lo que suele traducirse generalmente por ‘descendencia’ (Jesucristo, hijo de Dios, de la "descendencia de David") lo traduce él por ‘esperma’ ("nacido del esperma que viene de David"). Es verosímil que una misma palabra tuviera esos dos significados, uno simbólico y otro material. Pero tendría que justificar por qué prefiere el segundo. Si es ‘esperma’, se afirma la paternidad biológica de José (aunque también la Virgen debía descender "del esperma" de David y dio su carne a Cristo).

Una de las principales aportaciones de Borghini es el empleo de textos de la antigöedad, con dos propósitos: uno, demostrar la histo-
ricidad de Jesús, sobre la que no tiene la menor duda; el otro, probar que una pequeña multitud de pasajes evangélicos es en realidad repetición de relatos antiguos. Esto no lo consigue satisfactoriamente. En ninguno de los casos que cita, se puede decir que la inspiración del evangelista de turno proceda de la literatura antigua.

El libro de Borghini tiene una segunda línea argumental que se refiere a las diversas etapas de elaboración de los Evangelios. Establece tres, que son sin duda verosímiles: una es la de la copia literal de las palabras del Maestro; la segunda, la de la añadidura de los recuerdos de quienes convivieron con él, y la tercera, la de aquellos que quisieron enmendar la plana para convencer a los demás de que Jesús era Dios. Aparte el primero, que a Borghini le parece indiscutible, para saber qué párrafos corresponden a la segunda y cuáles a la tercera elaboración recurre al principio de la lectio difficilior. En síntesis, es esto: lo más alejado de lo que se pretende probar es lo más antiguo; lo más cercano, lo más reciente; por la sencilla razón -explica- de que nadie modifica un texto para oscurecerlo (aunque de todo hay en la viña del Señor, precisamente). Y, con este criterio, va pasando revista a diversos episodios de evangelios y epístolas, que le parecen prueba suficiente de que hubo una primera redacción literal, una segunda de recuerdos y una tercera intencional y divinizadora. La argumentación es válida. Me temo, con todo, que la crítica textual es más compleja y que hay formas de penetrar en los textos que resultan más certeras para averiguar qué párrafos proceden de una misma mano y cuáles no.

Las páginas finales de Borghini se dedican a los milagros y a la resurrección de Cristo. Y, cuando llega a ellas, el autor parece dar por supuesto que ya estamos del todo convencidos: "hemos convenido -dice (p. 150)- en que tanto los milagros como la teoría son simples instrumentos doctrinales, sólo que con formato distinto, pero con el mismo objetivo" (demostrar que Cristo es Dios). Pero la verdad es que no habíamos convenido nada. Es éste, ciertamente, un recurso argumental que atraviesa todo el libro: el de asociar al lector en la complicidad con la intención del autor, dando por supuesto que se va aceptando su crítica según nos la propone; esto es: cerrando el paso a la posibilidad de disentir. Estoy seguro de que no es esto lo que se proponía Borghini. Pero ése es el resultado, y eso quita al libro el principal mérito que debía tener: hacer pensar al lector.

El de Borghini no es el libro "inquietante" para el creyente que supone el editor en la contraportada. Inquietante es más bien el libro de Herranz y García Pérez; porque, al reconstruir el posible original arameo de los textos evangélicos que trata, van creando de hecho un nuevo evangelio, que, a juzgar por el alcance de lo que nos han descubierto hasta ahora, puede quitar el fundamento a buena parte de la exégesis cristiana de los últimos diecinueve siglos. Esto sí tiene un alcance que inquieta al que está formado (y lo estamos los mayores de 50 años) en la tradición interpretativa vigente hasta hoy mismo.