Image: Cómo detener el tiempo: la heroína de la A a la Z

Image: Cómo detener el tiempo: la heroína de la A a la Z

Ensayo

Cómo detener el tiempo: la heroína de la A a la Z

Ann Marlowe

13 marzo, 2003 01:00

Marlowe rompe con los estereotipos sobre el consumidor de heroína

Trad. Roger Wolfe. Anagrama. Barcelona, 2002. 264 páginas, 13’46 euros

Escribir un buen relato autobiográfico sobre la experiencia de consumir droga es sumamente difícil, en particular cuando se hace desde los Estados Unidos. Como es sabido, este país, cuna del capitalismo flexible y del rigor puritano, se muestra siempre ávido de historias patéticas y manuales de autoayuda, de relatos de confesión y arrepentimiento que, como señala Sennett, necesita compensar la corrosión del carácter provocada por las nuevas formas fragmentarias de vida laboral, incapaces de generar relatos de identitad personal con un yo mínimamente sostenible.

Las memorias de Ann Marlowe son ilustrativas en este respecto. Educada en el seno de una familia de clase media, donde la vocación profesional de sus padres aún sustentaba una ética del ahorro, cursó estudios de filosofía e incluso comenzó su doctorado en Harvard bajo el magisterio de filósofos como Robert Nozik, Stanley Cavell o Martha Nussbaum, pero renunció al ascetismo de la vida académica para aventurarse en el riesgo mucho más rentable de Wall Street.

Ya adulta, con treinta años, Anne Marlowe se inició en el consumo de heroína esnifada que mantuvo con breves intervalos de descanso, durante siete años y que finalmente dejó sin acogerse a programas de desintoxicación. Lejos de la tentación de narrar con fines expiatorios una historia victimista donde la droga se presentase como un poder demoniaco e irresistible, Marlowe rompe con todos los estereotipos sobre el consumidor de heroína sin por ello ocultar aquellos aspectos indeseables que sólo aparecen tras un consumo repetido y prolongado, no exento de rasgos masoquistas.

En este sentido, la autora, cuyas observaciones no pretenden ejemplaridad alguna, revela una gran lucidez al reconocer que la cálida euforia de esta sustencia consiste en su capacidad para aliviar la ansiedad y detener el tiempo, remedio útil durante breves periodos como dispensador de paz anímica, pero a la larga empobrecedor tanto intelectual como emocionalmente, pues cuando deviene compulsivo, el goce se convierte en rutina nostálgica y el asombro inicial en neutralización del azar y la incertidumbre.

El uso de heroína parece haberle servido para apaciguar el desasosiego de la dura competencia exigida por su trabajo com inversora financiera y el duelo no elaborado por la muerte del padre aquejado de una larga enfermedad degenerativa. El correlato privado se nos muestra en una inestable vida amorosa donde, como las dosis de caballo consumidas diariamente, todo se mide a corto plazo. El hecho de que la obra adopte la forma de un diccionario no sólo es un artificio útil para contar su historia y combinarla con el apunte ensayístico, sino que parece convenir tanto a su vida laboral como personal, cuyo carácter fragmentario no propicia una narración lineal.

La autora se declara admiradora de la prosa de Thomas de Quincey frente al estilo de William Burroughs. Incluso dice tomar como modelo a Platón y a otros representantes de la escritura filosófica como Ludwig Wittgenstein y Friedrich Nietzsche que, a su juicio, comparten con el rock la brevedad, la velocidad y el carácter directo.

Si bien el resultado literario de su ópera prima es aceptable, no creo que su prosa haga justicia a maestros tan excelsos. No obstante, su intento de elaborar la experiencia con heroína a través de la rememoriación de la infancia se acerca más al modelo de Las confesiones de un inglés comedor de opio o Suspiria de profundis que al de Yonqui o El almuerzo desnudo, donde el heroinómano nihilista ha perdido toda relación con el palimpsesto de la memoria.

No negaremos a la autora el derecho a hablar en primera persona sobre la heroína por el hecho de que su adicción no haya tocado fondo ni haya arruinado su vida, menos aún porque no haya sumado su voz al coro de los cruzados contra la droga. Sus análisis introspectivos sobre la lógica del deseo y la relación entre opiáceos, tiempo y nostalgia mantienen afinidades electivas con uno de los mejores ensayos sobre drogas que he leído en los últimos años, El placer y el mal (1997), escrito también por una mujer, la filósofa italiana Giulia Sissa. Con todo, en la obra de Anne Marlowe resulta insufrible esa retórica de la dureza de la que se jacta cuando narra su lucha en la selva bursátil como crisol de una identidad neoliberal y que desprecia, no sin cierto cinismo, todos aquellos valores solidarios con la fragilidad y la vulnerabilidad. Aquí la autora parece seguir la inefable máxima de toda filosofía exitosa de la empresa: aquello que no me mata me hace más fuerte.