Los Primo de Rivera
Rocío Primo de Rivera
29 mayo, 2003 02:00José Antonio Primo de Rivera. Foto: Archivo
Desde hace algún tiempo una considerable parte de la divulgación histórica se escribe a ritmo de efemérides. Hace siete años, al cumplirse el sexagésimo aniversario de la muerte de José Antonio (1936), apareció una primera hornada de balances sobre su vida, obra y doctrina.Ahora, con motivo del centenario de su nacimiento (1903) volvemos a encontrar al fundador de la Falange (y su entorno) en las mesas de novedades. Los tres volúmenes que aquí se comentan pueden considerarse muy representativos de esta segunda oleada en torno al apellido Primo de Rivera.
Se trata, naturalmente, de libros que aparecen a instancia de potentes grupos editoriales, como resultado del encargo que algunos responsables de colección hacen a especialistas, discípulos o familiares del personaje en cuestión. Así lo suelen reconocer sin remilgos los autores, porque obviamente la génesis de estos trabajos no prejuzga su resultado final. De hecho, la libertad que en estos pagos suele respetarse al redactor de la obra lleva en algunos casos a giros sorprendentes: al encargarse de su "historia familiar", Rocío Primo de Rivera reitera que José Antonio (paradójicamente nunca llamado así en el ámbito privado) no es el miembro más prominente de la saga. Incluso su hermana Pilar, dice Rocío en varias ocasiones, fue "mucho más importante".
Acorde con esos presupuestos, su retrato familiar -en tono amable y ligero, trufado de anécdotas, evocaciones y testimonios de primera mano- se articula en torno a las vicisitudes personales y políticas del "bisabuelo Miguel", el dictador (1923-1930), que se convierte así en el espejo donde se miran varias generaciones y, aún más, en el crisol de los valores que han dado sentido a la casa durante más de tres siglos: patriotismo, valor, lealtad, espíritu de sacrificio... y hasta sensibilidad social. Es sintomático respecto a este último punto que la autora retrate al "bisabuelo Miguel" como un hombre cuyo "corazón no podía admitir", a diferencia de los terratenientes de Jerez, sus "supuestos amigos de toda la vida", las terribles condiciones de vida de los jornaleros andaluces.
Una actitud que, en opinión de la autora, luego es continuada por su tía abuela Pilar con la obra social de la "Sección Femenina". Es precisamente ésta la que formula acerca de su hermano José Antonio uno de los poquísimos juicios que pueden suscribir seguidores y críticos del líder falangista. Lo recoge Enrique de Aguinaga en su apasionada reivindicación del legado del "jefe": la exaltación desmedida le ha convertido en un mito, cuando fue simplemente un hombre, "excepcional en muchas cosas, pero capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos" (p. 48). En este mismo volumen (dedicado a José Antonio desde dos perspectivas contrapuestas e independientes), Stanley Payne desarrolla un análisis riguroso y distanciado, frente al tono cálido y vehemente de Aguinaga, aunque coincide con él en aceptar que en nuestra historia reciente sólo Franco ha sido objeto de similar adulación.Tanta loa desmedida, tanta retórica vacua, se convierte tarde o temprano en una pesada losa. Es por ello preciso, argumenta Payne, rescatar al hombre, al político, al ideólogo, con sus luces y sombras. Luego cada cual pondrá el acento donde juzgue más conveniente. Palabras que coinciden con la declaración de intenciones que Gil Pecharromán pone en el frontispicio de la tercera obra que nos ocupa (en realidad la segunda edición, con bibliografía actualizada, de la que apareció en 1996): es necesario un esfuerzo de empatía para acercarse al personaje histórico con los menos prejuicios posibles, intentando comprender su época y su circunstancia; dicho en breve, se puede (y yo añadiría se debe) disentir de él pero siempre sobre la base de respetar.
Conjugar en casi todos sus modos estos dos últimos verbos es lo que hacen de manera admirable Pecharromán y Payne en sus respectivos libros: el del primero, como irreprochable obra de alta divulgación, va dirigido a un sector especializado; el del segundo, unido por diseño editorial al alegato de Enrique de Aguinaga, busca un público más amplio, con curiosidad por los enfoques contrastados. Por último, el retrato familiar de Rocío Primo de Rivera no se solapa con los anteriores, sino que los complementa, al añadir a la dimensión política la faceta privada y al sustituir el protagonismo del nombre propio por el del apellido.