Image: El mal del siglo

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Ensayo

El mal del siglo

Pedro Cerezo

19 junio, 2003 02:00

Pedro Cerezo. Foto: M.R.

Biblioteca Nueva/Universidad de Granada. 2003. 797 páginas, 40 euros

Hace unos años Pedro Cerezo dedicó a Unamuno un ejemplar estudio (Las máscaras de lo trágico, Trotta, 1996) que rompía ya con no pocos tópicos sólidamente asentados sobre la especificidad española de algunas de nuestras manifestaciones culturales más representativas.

Y, sobre todo, con un modo de habérselas críticamente con ellas. Con la finura analítica, el impresionante bagaje filosófico y literario y la capacidad totalizadora ("integradora", prefiere decir él) que le caracterizan, Cerezo nos devolvía un Unamuno cuyo agonismo terminaba por revelarse, más allá de su usual reclusión en los confines del "problema de España", como un paradigma posible, y no de los menos potentes, de la cultura europea de finales del XIX y comienzos del XX. O lo que es igual, de una cultura que había elevado a consciencia filosófica, literaria y artística -"vital"- su propia "tragedia", su "malestar" y sus hondas escisiones constitutivas. Y, de acuerdo con una opinión muy extendida, irresolubles. Consecuentemente con los desafíos hermenéuticos asumidos, y abriendo mul- tifocalmente su perspectiva, Cerezo ofrece ahora los resultados de una vasta, intensa, ambiciosa, compleja y, a la vez, muy matizada reconstrucción de aquella coyuntura de crisis epocal y sus raíces: las del "mal del siglo". O, por decirlo con el propio Cerezo, las del "conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX".

Lo que equivale a decir que Cerezo sitúa a Unamuno y Azorín, a Maeztu y Valle, a Baroja y Ganivet, entre otros, en el marco de un proceso general europeo a cuya fisonomía dedica páginas precisas y esclarecedoras. Un proceso a lo largo del que la confianza extrema en la ciencia deja paso a la unas veces melancólica y otras trágica constatación de su "bancarrota", de su impotencia ético-política. De su incapacidad "no ya para resolver, sino para plantear convenientemente las únicas cuestiones que importan: aquellas que conciernen al origen del hombre, a la ley de su conducta y a su destino futuro". Un proceso en el que va tomando cuerpo implacable el desencanto ante la civilización industrial. Un proceso de quiebra de las ilusiones del optimismo ilustrado y de impugnación, cada vez más exaltada, del positivismo científico, del naturalismo literario y, en general, del utilitarismo como ideología. Un proceso, en fin, cuyo desenlace tomó cuerpo inquietante en la crisis finisecular: en la crisis de la "conciencia burguesa", con su cultura objetivista, calculadora.

Difícilmente cabría discutir hoy que ese nihilismo hondo y difuso -él o aquello de lo que él fue síntoma- condicionó una crisis civilizatoria inseparable, en cierto modo, de las terribles experiencias del "siglo corto" que acabamos de sejar a nuestras espaldas. Una crisis que fue, también, de la mano de la "rebelión contra todo lo establecido" y de la búsqueda de "nuevas fuentes de sentido de la existencia" que llenaron aquellos años de decepción trágica. Años, a la vez, de recuperación, como tan pregnantemente razona Cerezo, de no pocas de las actitudes, intereses o preocupaciones metafísicas y religiosas del Romanticismo y de negación de mucho de lo que el Romanticismo negó.

Cerezo sitúa, razonando largamente su propuesta, la llamada "Generación del 98", que percibe a caballo entre "una ciencia in-sensata" y "una fe ya im-posible", en este territorio epocal "agónico", cruzado por una tensión trágica que, en realidad, viene de muy lejos y va también mucho más allá. Si es que Ilustración y Romanticismo son, en efecto, como creemos, constantes culturales y vitales, momentos contrarios y a la vez secretamente cómplices de una dialéctica civilizatoria que aún es la nuestra, por mucho que algunos quieran darla hoy por cancelada.

Fiel a su hipótesis hermenéutica de partida y a los nunca obvios ni triviales resultados de su puesta en obra a lo largo de este libro, Cerezo propone un cambio radical en la consideración del 98, que propone llamar "generación finisecular". Con lo que no deja de subrayar la relevancia que confiere al "espíritu de época" como factor básico y determinante del grupo. La polémica está servida. No son pocos los lugares comunes que a partir de esta obra tendrán que ser revisados. Por de pronto, el de la condición del 98 de "expresión" del "desastre", de la decadencia española. Pero también el de su relación con el Modernismo, que Cerezo define ahora como "la expresión literaria, fundamentalmente poética, del alma desengañada del fin de siglo", igual que define la generación finisecular en términos de "modernismo filosófico español".

Estamos, pues, por estas y otras razones, ante un libro literalmente memorable.