Image: Napoleón y Wellington

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Ensayo

Napoleón y Wellington

Andrew Roberts

17 julio, 2003 02:00

Napoleón y Wellington

Trad. F. Miranda. Ahmed. Granada, 2003. 431 páginas, 23 euros

Plutarco hubiera dado cualquier cosa por haberlos podido incluir en su catálogo de Vidas paralelas, y existencias tan henchidas de aspectos formidables y legendarios nada habrían desmerecido junto a las de Alejandro y César.

Estrictamente contemporáneos (nacidos con pocos meses de diferencia en 1769), vástago el uno de una familia de la pequeña nobleza corsa, de la más acendrada, pero no pudiente, aristocracia inglesa el otro, son muchas las analogías que descubren sus primeros años: huérfanos adolescentes, educados en instituciones militares francesas (lo que equivale a decir que en asunto de conocimientos militares ambos fueron autodidactos), pero también las diferencias: Wellington, más indolente e indeciso, hizo una carrera más lenta que consolidó con su mando en la India donde fue destinado como coronel en 1796, y nunca ocultó su hostilidad a los principios revolucionarios triunfantes en Francia. Para entonces, Napoleón que había unido su suerte al triunfo de la Revolución, era general de división, jefe del ejército de Italia e, infligiendo derrota tras derrota a los austríacos, se estaba convirtiendo en la personalidad más célebre del momento. Nunca se vieron (quizá de lejos en la batalla de Ligny), nunca se escribieron y sólo se enfrentaron directamente una vez, pero la vida de cada uno de ellos estuvo profundamente marcada por el otro desde 1808.

El nudo que trabó ambas existencias fue Waterloo en junio de 1815. Al librar aquel encuentro, Napoleón ya había mandado 60 batallas, ganando más de cincuenta. Wellington, jefe de las fuerzas inglesas en la Península Ibérica, y también de las españolas y portuguesas a las que injustamente prefería ignorar a la hora de repartir méritos, había derrotado a media docena de los más acreditados mariscales de Napoleón y obtenido triunfos resonantes en Torres Vedras, Arapiles o Vitoria.

Waterloo, que sólo una providencial intervención a última hora del cuerpo de ejército prusiano transformó decididamente en victoria aliada, puede ser un buen resumen de sus respectivos modos de enfrentarse a la guerra. Más metódico en Wellington, con minuciosa atención a los aspectos logísticos, con un uso inteligente de la topografía para poner a sus fuerzas en ventaja y un empleo nuevo de la táctica en línea y columna que era mortífero para el viejo estilo de cargas masivas; más fiado al impulso genial en Napoleón, con desconcertantes errores en el manejo de sus fuerzas. Algo tendría que ver en ello el que uno tuviese que responder ante un gobierno y un parlamento de fracasos demasiado cruentos o de dispendios, y que el otro fuese un autócrata. Napoleón, vencido y deportado sobrevivió dieciseis años, Wellington, cargado de honores, treinta y siete, pero en ambos el resto de su existencia fue casi un epílogo dedicado al recuerdo de aquel día de junio, con más elegancia y nobleza en el inglés que en el francés, lo cual no deja de ser comprensible. Roberts, usando, y bien, amplia documentación escribe un libro sólido e instructivo, en cuyas páginas casi siempre sujeta su simpatía por Wellington y casi siempre hace justicia a su rival, quien seguramente no fue tan imprevisible y fútil como aquí aparece. Si no se lleva mal leer libros impresos sin corrección de segundas pruebas y se toman con humor las originalidades toponímicas de una traducción muy mejorable, es un éste un texto por muchas razones recomendable.