Image: La iglesia católica ante el Holocausto

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Ensayo

La iglesia católica ante el Holocausto

Graciela Ben-Dror

23 octubre, 2003 02:00

El antinazismo del episcopado español fue alentado por Pío XII

Alianza. Madrid, 2003. 332 páginas, 17’50 euros

No es éste un plato de buen gusto para los católicos. Graciela Ben-Dror, profesora de la universidad de Haifa (Israel), ha recopilado y comenta porción de artículos publicados en la prensa católica y falangista española sobre los judíos en general y sobre lo que estaba ocurriendo en Alemania con ellos en particular.

Presta especial atención, como es lógico, a los escritos episcopales, que son poquísimos. En España, prácticamente se reducen a los dos que yo mismo puse de manifiesto, con Antón Pazos, en La Iglesia en la España contemporánea (Encuentro, 1999): la Exhortación pastoral antijudía del obispo de León (1938) y la Instrucción pastoral antinazi del obispo de Calahorra (1942). Sobre la primera, la autora se hace eco de nuestra tesis: el obispo Carmelo Ballester era acusado de afrancesado en aquellos momentos y, quizá, se sintió movido a hacer un gesto para calmar las sospechas del Régimen. Se subraya menos, en cambio, la importancia del segundo documento; la Instrucción pastoral antinazi del obispo Fidel García fue un verdadero aldabonazo en aquella España admirada por los triunfos de Hitler. De hecho, se la juraron y bien que lo pagó.

Tres cosas quedan claras: la primera (que la autora no oculta, pese al tono general del libro) es el antirracismo dominante entre los católicos españoles. Con pocas excepciones, incluso los principales falan- gistas pronazis manifestaron su disconformidad con el racismo. La segunda cosa que queda clara (también, como un leve telón de fondo) es el antinazismo de la jerarquía eclesiástica española. No cabe la menor duda de él. Hemos ya publicado los cinco primeros volúmenes del Archivo Gomá, correspondientes al periodo que va de julio de 1936 a mayo de 1937, y se trata de una actitud reiterativa, constante; por cierto que secundada y alentada desde Roma -en esos mismos documentos- por el cardenal Pacelli, futuro Pío XII.

La tercera conclusión evidente (que es lo que constituye la razón de ser del libro de Ben -Dror) es el antijudaísmo católico, compatible con esa actitud antirracista y antinazi porque era religioso, no racial. En rigor, se trata de una herencia antiquísima, curiosamente forjada por dos hebreos: Saulo de Tarso y san Juan. Ambos, en efecto, en las epístolas el primero y en su evangelio el segundo, se refieren a "los judíos" como al "otro" que es culpable de no creer. A ello se añadiría, en la tradición católica, el dictado de "pueblo deicida", que se repetía, en efecto, en la prensa española de 1933-1945.

Otra cosa es lo que concierne al eco que se hizo en esta misma prensa a las principales acciones antisemitas de Hitler. Sobre esto hay que decir que fue un eco escaso, a juzgar por lo que recoge Ben-Dror. La autora no duda de culpar a los católicos españoles -incluidos los obispos- de haber guardado silencio y rechaza la mera posibilidad de que se debiera a la censura. Pero la verdad es que falta, en su investigación, justamente esta pieza: ¿qué es lo que llegaron a saber de lo que estaba ocurriendo en Alemania? No lo sabemos. La capacidad de información de los obispos españoles, a juzgar por lo que se deduce del Archivo Gomá, era muy limitada; dependía de la prensa diaria y de la esporádica correspondencia personal; apenas dos o tres prelados estaban en contacto con Roma y la comunicación entre ellos era escasa y muy circunspecta. Ben-Dror considera prueba de aquiescencia con el antijudaísmo del obispo de León, por ejemplo, el hecho de que ningún obispo se opusiera a su Exhortación. Pero el conocedor de aquellas gentes sabe que cuando no estaban de acuerdo, callaban; cuando estaban conformes, reproducían el documento en su propio boletín diocesano. Habría que examinar más bien esto último: quiénes se hicieron eco de esa Exhortación y quiénes se lo hicieron a la Instrucción antinazi del obispo de Calahorra.

Por otra parte, al ceñirse a la prensa, la autora no examina el papel de los curas en el flujo de refugiados judíos que fue entrando en España por los Pirineos durante la segunda guerra mundial. Según una serie de tradiciones orales que he podido ir anudando, a los que entraban por Arneguy los pasaba el párroco vestidos de monaguillos, como si llevara el viático a un enfermo de la parte española, ante la mirada de los soldados nazis. Y, en Pamplona, los acogían el gobernador y el obispo Olaechea en el antiguo seminario de San Francisco Javier. Llegaron a ser tantos que el gobernador tuvo que pedir ayuda a la población para mantenerlos.La historia, pues, fue más compleja. Pero no se puede dudar de que, con todo y esto, los judíos fueron visto -también en aquellos momentos cruciales para ellos- como el pueblo deicida y que no llegó a imponerse, por encima de todo, la consideración de que eran seres humanos injustamente perseguidos.