Ramón Serrano Suñer
Adriano Gómez Molina/Joan María Thomàs
29 abril, 2004 02:00Serrano Suñer, con Hitler, en 1940
La irregular colección que dirige Rafael Borràs (cara y cruz de un personaje político relevante de nuestra historia contemporánea a cargo de dos autores de ideologías contrapuestas), nos ofrece en este caso, con ocasión del volumen dedicado a Serrano Suñer, una de las obras más interesantes.En mi opinión, los problemas en las anteriores entregas (no en todos, pero sí en la mayoría) derivaban de la reunión de autores de muy diferente nivel y, segundo, de un acercamiento al personaje en cuestión en términos de apología o diatriba, de modo que el resultado final era el desconcierto del profano, amén de la insatisfacción del especialista: hasta para la discusión más acre hace falta compartir un mínimo terreno común si queremos entender algo.
No es que esos defectos hayan desaparecido del todo en esta oportunidad, pero se han atenuado. Gómez Molina, en la línea de lo que se espera de su ubicación ideológica, traza el retrato de un personaje culto y preparado, inteligente y brillante, un estadista de altas miras y de sólida formación jurídica. Su biografía, nos dice desde la primera página, puede resumirse en una palabra: dignidad. La trayectoria vital y profesional de Ramón Serrano resulta así de una coherencia absoluta al servicio de un ideario firme y, en su etapa de mayor responsabilidad, de total entrega a un proyecto político y un Estado a los que atiende con eficacia constante y discreción admirable.
En contraposición, como también era previsible, J. M. Thomàs abomina de las ínfulas del personaje, de su elitismo, de esa autosatisfacción permanente que exhibe para diferenciarse del resto del mundo. Le reprocha también su papel destacado en la represión (eso sí, sin mancharse directamente las manos), su maquiavelismo y su capacidad rastrera para encumbrarse. Pero, por encima de todo, lo que el historiador no soporta de Serrano Suñer es su intensa dedicación, posterior al abandono del poder, para construir un personaje a medida y una trayectoria impecable, a base de maquillar sus gestos y tergiversar sus actitudes.
Lo interesante en este volumen, como antes apuntaba, es que esa disparidad de interpretaciones se fundamenta en un sustrato común: en lo esencial, los hechos de los que parten Molina y Thomàs son los mismos. Hay matices discordantes, por supuesto, pero la divergencia surge sobre todo en la valoración. Por ejemplo, ninguno duda del aporte esencial de Serrano en la construcción del nuevo régimen, pero lo que para uno son las bases de un Estado de derecho y el establecimiento de un orden jurídico, para el otro resulta ser la contribución decisiva en el proceso de facistización del tinglado franquista. Del mismo modo, ambos autores coinciden en desmentir la pretendida disconformidad entre Franco y su cuñado en la disposición a participar en la guerra al lado de Hitler, aunque obviamente extraen consecuencias muy distintas de aquella sintonía.
En este sentido, la famosa entrevista de Hendaya y sus consecuencias ocupan buena parte de la atención de los biógrafos, con apreciaciones disímiles, aunque al final ambos vuelven a concordar en que fueron razones internas, y no la dirección de la política internacional, las que propiciaron la perdida de influencia primero y la relegación definitiva de Serrano más adelante. Sobre una base común, hallamos otra vez la divergencia: mientras Molina encuentra un ministro con personalidad e ideas propias, renuente a ejercer de sumiso consejero del Caudillo, y que paga por ello su independencia con el cese, Thomàs desenmascara a Serrano como imposible hombre puente entre las diversas familias del régimen: no lo querían los militares por ser civil, los monárquicos por su rechazo a la restauración de la Corona, ni muchos falangistas por considerarlo un oportunista o un advenedizo. La soledad de Serrano se convierte así en sinónimo de honra y decoro (Molina) o de fracaso sin paliativos (Thomàs).