Image: Una temporada de machetes

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Ensayo

Una temporada de machetes

Jean Hatzfeld

6 mayo, 2004 02:00

Huesos rescatados de las fosas comunes en Kiali

Traducción de Teresa Gallego. Anagrama. Barcelona, 2004. 296 páginas, 16’50 euros

En La Guerre au bord du fleuve, el periodista de Libération Jean Hatzfeld convirtió en ficción la guerra de Bosnia. Una temporada de machetes es el mejor trabajo escrito sobre el genocidio del 94 en Ruanda.

Las guerras son explosiones de vida y de muerte; los genocidios consisten sólo en matar. La guerra es el río que se desborda; el genocidio es el río que se seca. En un genocidio no hay lugar para la ficción. Como escribió Primo Levi, en Auschwitz no caben historias de amor; en la primavera del 94 en Ruanda, mucho menos. Tras más de veinte años cubriendo guerras, Hatzfeld llegó a Ruanda para cubrir la estampida hutu tras el genocidio. Sacudido por el infierno que se encontró, en el 98 dejó el periodismo y regresó. Cuatro años después ganó el premio France Culture con Dans le nu de la vie: el genocidio contado por algunos de sus supervivientes. Dos años después ha ganado el Premio Fémina con Una temporada de machetes: el genocidio contado por doce hutus condenados por la matanza en la prisión de Rilima, en el sur de Ruanda. "No son conscientes de lo que hicieron", reconoce Hatzfeld. "Por eso se dejaron fotografiar". La foto cierra el libro, organizado en 37 capítulos temáticos para aprovechar al máximo la fuerza de tan escalofriantes testimonios.

Cada confesión es un latigazo que provoca nauseas. Los genocidas eran gente normal, campesinos que durante doce semanas en vez de cortar plátanos se fueron a cortar cabezas de sus vecinos tutsis: niños, mujeres, ricos, pobres... Por el día mataban, por la tarde saqueaban y por la noche lo celebraban. "Bebíamos muy bien", cuenta Alphonse. "Comíamos la carne más sabrosa de las vacas de las personas que habíamos matado y dormíamos a gusto". Había categorías, rajadores remolones y entusiastas. ¿Por qué lo hicieron? Por el odio acumulado durante generaciones, por una propaganda dirigida que convirtió a los tutsis en bestias salvajes, porque se lo mandaron los jefes, porque si uno se resistía automáticamente se convertía en víctima, porque matar era muy rentable y porque, como señala Adalbert, "teníamos la seguridad de matar sin que nadie nos mirase mal". "Todos cerraron los ojos a nuestras matanzas", dice Elie, un ex policía hutu. Cascos azules, jefes blancos, presidentes negros, cooperantes, periodistas... Ni Dios movió un dedo. El mérito de Hatzfeld es lograr que doce de los genocidas lo hayan contado sin mentir y sin negar nada de lo que hicieron. Lo más terrible de todo es que, diez años después, no se arrepienten de nada, siguen sin distinguir si lo que hicieron estuvo bien o mal.